Al nacer supe que viviría un larguísimo viaje. Me miré a mí misma y comprendí que era una oruga y mi obligación era prepararme para una peligrosa aventura. Devoré mi propio huevo, una cápsula casi transparente que no sabía a nada. Luego busqué una hoja muy verde y me dispuse a comer, pero no me gustó el sabor y cambié de planta. Me pareció más agradable al gusto y comí cuanto pude.
Pronto encontré otras plantas más jugosas. Después empecé a producir seda y no tuve otro remedio que envolverme en ella, porque era tan abundante que no supe donde ponerla. Al principio solo estaba atrapada y debía pensar en escapar de allí, pero la seda se me antojaba muy fuerte, así que me dormí y soñé que me disolvía. Al despertar comprobé que habían desaparecido algunas partes de mi piel, erosiones sin importancia. Lo atribuí a mis forcejeos por liberarme, que no habían producido ningún resultado. Con el crepúsculo, el capullo se oscureció hasta convertirse en grisáceo y por fin negro. Dormí y de nuevo soñé que me disolvía.
Una mañana me encontré mejor y observé que mi cuerpo había encogido y se estaba endureciendo, como si se hubiera detenido su disolución. Ahora soñaba con campos llenos de flores mecidas por la brisa y al despertar me sentía ansiosa por enfrentarme a la vida. Comprobé que podía vencer a la seda sin más que impregnarla con saliva. Me notaba aprisionada y me dolía la espalda, pero continué reblandeciendo mi prisión. Avanzaba poco y supuse que debería armarme de paciencia. Conforme humedecía la seda, sus hebras enfermaban y se convertían en transparentes y dóciles. Me abrumaba la fatiga y me sorprendía el sueño, en contra de mi voluntad. Siempre campos de flores, de amapolas y violetas silvestres, campos iluminados con la alegría de la primavera.
La presión en la espalda y las sofocaciones del espacio confinado fueron tan tenaces que desfallecí y pensé en rendirme. Me salvó un orificio que se abrió en la seda y me permitió acceder a un aire lleno de esperanza. Más oprimida aún, me esforcé por agrandar la abertura y escapé por etapas. Primero la cabeza, luego el tronco y finalmente el resto. Apenas distinguía el lugar donde había desembocado y una presión incontenible estremecía mi espalda, que palpitaba y crecía ajena a mi voluntad. Intenté respirar y el aire llegó sin esfuerzo. De repente parecí fracturarme y partirme por dentro, aunque admito que no me asaltó ningún dolor, más bien un sentimiento de libertad. Fue como desprenderme de mí misma, no sabría explicarlo bien, aspiré con determinación y me embargó una sensación de plenitud. Regresó la luz a mis ojos, que ahora se repartían las facetas de la realidad. A mi espalda, dos enormes alas flanqueaban mi presencia con una amalgama de purísimos colores. El paisaje era como había soñado, rebosante de flores que se mecían al atardecer, con una brisa suave.
Necesité bastante empeño para que las alas obedeciesen mi deseo. Intenté aprender de otras mariposas que descubrí a mi alrededor, hasta que mi vuelo se estabilizó y pude agradecerles su ayuda. Me conmunicaba a través de las antenas, por los olores y el movimiento, como otros animales. Una mañana, de repente, una mantis atacó a mi vecina. Un instante, un segundo y la aprisionó con sus brazos dentados. La devoró muy rápido y solo respetó las alas y las patas, que cayeron al suelo revoloteando. Sentimos mucha tristeza y guardamos un instante de inmovilidad. Nos alejamos de allí porque la mantis reempendía la caza.
Lentamente se esparció el rumor de que debíamos prepararnos para el gran viaje. Por primera vez desde que abandonase mi prisión de seda, sentí un hambre voraz. Observando a otras mariposas que revoloteaban a mi alrededor, comprendí que las hojas eran un alimento pobre y que solo las flores nos brindarían el vigor suficiente. El néctar era un alimento muy dulce y al principio me pareció siempre igual, pero aprendí a sentir el espíritu de cada flor y paulatinamente me acostumbré a su gusto, que me pareció más estimulante que el de las hojas. Engordé un poco, pero no tanto como mereció mi glotonería. Tras el crepúsculo, nos colgábamos de las ramas de los árboles y los salientes de las rocas, para esperar boca abajo la llegada del nuevo amanecer. Yo prefería los árboles, porque las rocas eran demasiado peligrosas. Escuché historias de ciempiés que vagaban confundidos con la oscuridad y siempre ansiosos por encontrar una víctima.
Refrescaron las madrugadas y nos agrupamos muy juntas, en racimos, para que el calor de nuestros cuerpos propiciase un aire confortable. Aproveché para frotar mis antenas con las compañeras y pronto conocí a toda la colonia, porque nos reuníamos para dormir juntas y que nadie sufriera la intemperie, lo que sería peligroso. Dormíamos repartidas en muchos turnos y todas soñábamos siempre lo mismo, que era flotar lejos de todo, con el mundo muy lejano y las preocupaciones desaparecidas, como si una discreta voz interior nos advirtiera que no había motivos de preocupación, que el viaje sería la primera etapa hacia un destino brillante y que más allá de las montañas y los mares nos esperaba un paraíso de abundancias desbordadas. Presentíamos un acontecimiento que sabríamos reconocer, pero que no acertábamos a definir o asimilar a un ejemplo. Sólo la certeza de que sería emocionante y que sabríamos identificarlo.
Una mañana, tras el primer rayo de sol, el rocío se convirtió de improviso en una escarcha pegajosa y terrible. Recuerdo que su contacto era doloroso y apenas pudimos comer hasta entrada la mañana. Cada vez la escarcha fraguaba antes y desparecía después, una noche pasamos tanto frío que tomamos la determinación de partir hacia el sur. Decidimos esperar algo más, porque el corazón de los días aún era cálido. Nos esforzamos por libar entre las flores mojadas, que solo nos recibían con agrado cuando el sol se encontraba en lo más alto. Hasta que un día nos mantuvimos agrupadas tras las primeras luces, despidiéndonos y planeando cómo sería el viaje. Nadie imaginaba lo que sucedería realmente, pero habíamos soñado tantas veces con aquella partida, que era como si ya conocieramos los pormenores del camino. Aprovechamos una brisa cálida que se arremolinaba sobre la tierra para deseamos suerte, y la colonia se convirtió en un aire de colores.
Ascendimos por una corriente cálida donde no tuvimos más que extender las alas para alcanzar una gran altura. Volábamos en círculo, entretenidas en nuestras conversaciones y felices de encontrarnos por fin en movimiento. El prado donde habíamos esperado se convirtió en un minúsculo rectángulo, visible junto a otras formas poligonales que desde la distancia parecían iguales. Muchas columnas de mariposas llegaban desde los campos próximos y el enjambre se convirtió en una multitud que abarcaba todo el círculo del horizonte. Nos dirigimos hacia la luna, que era llena y señalaba nuestro destino. Me sentí protegida y simplemente volé.
Cada mañana, al despejarse las tinieblas, la tierra se nos mostraba blanca y helada, envuelta en un manto cristalino que desaparecería lentamente, conforme el sol impusiera su presencia. Detrás, en la distancia, el hielo conservaba sus dominios y el paisaje resplandecía con reflejos gélidos toda la jornada. En algunos lugares, aún más lejos, destacaban los azules del frío extremo, que en el horizonte parecían confundirse con el cielo. Aprovechamos las largas horas de navegación para conocernos y formar agrupaciones que compartían algo en común. Unas gustaban de disfrutar la añoranza de los recuerdos, otras preferían compartir ilusiones sobre el futuro, la mayoría simplemente conversaba sobre alguna temática de su agrado o su repulsa. Me confundí con varios de estos grupos, pero ninguno me retuvo con sus argumentos o la erudición de su discurso. Nunca dejamos de revolotear, las corrientes eran débiles y la lucha contra el frío constante.
Durante varias jornadas navegamos tras el sol y la luna menguante. Volamos sin pausa, abandonándonos a las corrientes de aire y sintiendo el magnetismo terrestre, que para nosotras era algo especial. Por algún motivo escuchábamos el pulso de la tierra, que nos conducía de un modo seguro hacia nuestro destino. Pronto comprendimos que el peligro acecharía con la luna nueva. Anticipándonos, empleamos una jornada completa en descender hacia un prado rebosante de vainas amargas, que supuraban una leche venenosa a la que éramos inmunes. Conozco fragancias mejores, pero se podía libar aquella leche. Sentimos un efecto perturbador, que no supuso obstáculo para que alzásemos el vuelo con las últimas brisas de la tarde.
El beneficio hipnótico de la leche de las vainas se complementó con una cierta insensibilidad a las nieblas gélidas que nos envolvían en la proximidad de las nubes. Pronto volaríamos con la luna nueva. Las señales de la tierra que guiaban nuestro vuelo mantuvieron su intensidad, por lo que el rigor de la navegación no mermó en absoluto. Durante las veladas previas a la luna nueva, nos deleitamos con el fulgor de las estrellas. Recuerdo una madrugada de vientos del sur que nos permitía un ascenso leve pero continuo. La leche de las vainas ayudaba a sobrellevar el frío, además de convertirnos en venenosas e inaceptables para la mayoría de nuestros posibles enemigos. En nuestra ingenuidad, las prevenciones sobre los peligros del viaje parecían infundadas. Las estrellas resplandecían en un cielo negrísimo y jugábamos a identificar las constelaciones y repetir las leyendas sobre el origen de su disposición celeste. Era un conocimiento que parecía impreso en nuestro interior y llegaba a nuestra razón sin esfuerzo, como si lo hubiésemos conocido siempre y fuese un recuerdo olvidado. Me sorprendió tanta facilidad para comprender lo que ignoraba, pero reconozco que no dediqué demasiado tiempo a estas reflexiones.
De repente, sin que acertásemos a prevenirnos, sentimos que una legión de criaturas aladas ascendía a través del enjambre, dejando a su paso un rastro de muerte y horror. Nos atacaban desde abajo, confundidas con las tinieblas que ocultaban la tierra, en un número inconcebible. Escuché chasquidos de mandíbulas y presentí colmillos a mi lado, varias de mis vecinas desaparecieron arrebatadas por una fuerza invisible. Me estremeció un vendaval, muchas señales próximas cesaron de repente y se confundieron en la oscuridad. Pronto no quedó nada, solo silencio y aires removidos. Tras un breve desconcierto, encontré de nuevo a mis compañeras y supe que no estaba sola en el viaje. Me advirtieron que sufriríamos otro ataque muy pronto y me mantuve en silencio, atenta a cualquier sonido o vibración, cualquier ventaja que me alertara a tiempo de salvar la vida. El frío era intenso, las estrellas brillaban, la noche parecía en calma.
Sufrimos los ataques de los murciélagos muchas noches. Surgían siempre desde abajo y realizaban varias pasadas sobre el enjambre, sembrando la desolación y la locura a su paso. Emitían sonidos extraños y veían en la oscuridad como nosotras veíamos en la luz. Seguimos adelante guiadas por el miedo, el fulgor de las corrientes marinas y el vago resplandor de las nieves en una cadena montañosa que transcurría paralela a la costa. Nos movíamos entre estas dos tenues luminosidades en tierra y el titilar de las estrellas, donde veíamos recortarse las siluetas de nuestros enemigos. Muchas compañeras desaparecían en la oscuridad y sentíamos su último aliento como un perfume perdido. Durante el día nos agrupábamos para lamentar nuestras bajas, dormíamos al atardecer, mientras volábamos muy alto. Nos despertaban las luces violetas que preceden a la noche y veíamos a los murciélagos abandonar sus cuevas y enmarañarse en una denso manto que serpenteaba por la tierra, hasta que descendían las tinieblas y resonaban sus dientes a nuestro alrededor.
Se repitió el horror de las lunas nuevas a lo largo de aquel viaje desesperado. Durante los otros ciclos lunares también sufríamos ataques continuos, pero el enjambre se deshacía y agrupaba en mil sombras que confundían a nuestros atacantes y nos proporcionaban una oportunidad. Recuerdo a nuestros enemigos ascendiendo muy rápido, en un vuelo espiral, amplio y veloz. En su conjunto parecían moverse con una cierta lentitud, una impresión falsa, quizás inducida porque sólo se distinguía una mancha grisácea, poco definida. Maniobrábamos como un todo, instintivamente, advertidas por algo que se percibía muy dentro y dejaba una fragancia en el aire. Muchas veces los confundimos y erraron en su ascenso. Entonces cambiábamos bruscamente de altitud, plegando las alas y dejándonos caer en remolinos, mientras contemplábamos sus siluetas recortadas contra la luna. De errar en nuestros cálculos, aún quedaba la oportunidad de esquivarlos en el último instante. Con luna nueva, ninguna de estas estrategias de lucha era posible. Quedábamos a merced del destino y de los colmillos que relucían en la oscuridad.
Nuestra pesadilla se prolongó hasta que vientos cálidos llegaron del oeste y nos inundaron los olores del mar. Bajo nosotros el suelo parecía árido y desolado, el aire se llenó de un vapor pegajoso mientras sobre el enjambre se arremolinaban nubes turbias. Descendimos ante la inminencia de la tormenta y nos guarecimos bajo unos arbustos espinosos, agrupadas en racimos, como cuando emprendimos nuestro viaje semanas antes. Los relámpagos convirtieron nuestro reposo en un sobresalto continuo y dormimos poco, mientras llovía con un runrún monótono. Aunque quedábamos muy pocas del enjambre original, sentimos el peso de nuestra tristeza y la culpa de haber sobrevivido. Los horrores de la noche y las fatigas del vuelo habían cobrado su tributo. Recordamos nuestras bajas y continuó lloviendo con una insistencia que inundaba el alma de tristeza. Mañana, tarde y noche, una lluvia mansa y solo alborotada por algún tronar lejano. Hasta que renacieron los olores y el viento se convirtió en una brisa colmada de aromas. Nos sorprendió una mañana de brumas apacibles, de hongos y verdores escondidos. Al amanecer sentimos que los rayos de sol cobraban fuerza y las nubes se deshacían ante azules mas lejanos y profundos.
Soñamos con el paraíso y nuestro descanso fue hondo y calmo. Despertamos renacidas a una felicidad olvidada, mientras nos reponíamos de nuestras fatigas y sobrevolábamos las tierras húmedas, que lentamente se coloreaban con un verdín de líquenes. El enjambre se deshizo entre el rumor de las piedras y el fluir de los arroyos. Revoloteamos frescas y livianas, bajo las yemas que despuntaban en algunos arbustos marchitos y sobre el lento poblarse de los suelos con fosforescencias metálicas, quizás originadas por el musgo. Se respiraba mejor y todo invitaba a la camaradería y las nuevas emociones. Jugamos entre nosotras a enamorarnos y ser felices. Entonces, una mañana, al alba, después de una apacible noche en brazos del amor, se nos mostró un rutilante despertar de flores y supimos que nos hallábamos en el paraíso. Todas las fragancias, todos los destellos del color parecieron adueñarse de los aires y nos envolvió la efervescencia de la vida.
Muchas encontramos pareja y pronto eclosionaron larvas que tendrían su capullo y se convertirían en mariposas, como yo misma. Comprendí que les aguardaba un largo viaje y que, apenas concluyese el invierno, regresarían al norte y a su llegada los prados renacerían con mil flores de primavera. Un ciclo que las mariposas habíamos repetido siempre y constituía la razón de nuestra existencia. Las supervivientes del enjambre, pálida sombra de una multitud mayor, mostrábamos la fatiga en el alma y el cuerpo. En las alas, que en algunas de mis compañeras habían perdido parte de su color, se había iniciado un vertiginoso deterioro que me afectaba también a mí. Mis alas tan bellas, tan limpias, eran ahora un desmerecido de heridas ocres y a veces transparentes. Pronto desapareceríamos para siempre y una nueva generación de mariposas levantaría el vuelo hasta un lugar lejano en el norte. Mis nietos repetirán mi camino, como mis hijos recorrerán el camino de mis padres, en un viaje infinito y plagado de peligros, que para nuestra especie no concluirá jamás.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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