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sábado, 14 de junio de 2014

Iris y Elia

A todas las princesas


Había una vez una princesa que desayunaba miel y mermelada de violetas, dormía sobre colchones de algodón y se cubría con edredones de pluma y seda. Soñaba con dragones, aventuras heroicas, arco iris sin nubes y nieblas con sol. Por soñar soñaba que era libre y se prometía a un apuesto príncipe que llegaba en un velero desde el otro lado del mar. Su reino era grande, muy grande, y gozaba de una paz duradera y próspera. En los últimos meses, solo una sombra enturbiaba la felicidad de sus súbditos. Un enorme oso, llamado Melitón, poblaba las canciones populares con toda suerte de terribles hazañas. Se conoció en la frontera norte y descubría su rastro atacando establos, apriscos y pocilgas con igual fiereza, y siempre arrancaba una presa con que saciar su hambre. También irrumpía en los graneros para robar las mazorcas, los higos secos o cualquier otro manjar que despertase su glotonería. Los cazadores intentaron atraerlo con pescado ahumado y carnes frescas, pero el animal eludía cuantas trampas y argucias se empleaban para su caza, dejando a su paso un rastro de granjas saqueadas.

Poco importaban las andanzas del oso a la princesa Elia, cuya vida cotidiana se limitaba a sus travesuras por palacio, donde era dueña y señora en virtud de su título y una traviesa juventud que no encontraba punto de cordura. Sus imprudencias eran tantas que algún consejero real recomendaba imponerle reflexión, al menos hasta remitir el alboroto de una adolescencia que afortunadamente dejaría pronto atrás, para alivio de su padre, demasiado atareado con las tareas reales e incapaz de oponerse al carácter caprichoso y revuelto de su hija. Para alejarla de la infancia, que según la opinión paterna quedaba muy lejos, el rey decidió privarla de su séquito infantil y sustituirlo por un hombre de su confianza, que la acompañase en la última etapa de su educación. La reina aprobó el parecer de su rey, porque era el rey y porque también creía que Elia se encontraba en gracia para encontrar a un príncipe que asegurase su futuro. Pronto cumpliría dieciocho años, excelente edad para asumir algunas responsabilidades, y era momento de familiarizarse con ciertas disciplinas que le procurarían una conciencia más real de la vida. Por lo demás, el rey sabría obrar en consecuencia. Mientras tanto, dispondría lo necesario para una fiesta de cumpleaños, con juegos de sombras y marionetas, que servirían para presentar a la princesa en sociedad.

Amarilio era un renombrado caballero del reino, vencedor en innumerables batallas y famoso por su gallardía y destreza con las armas, pero la madurez cercana y una paz de mucho tiempo habían mermado su destreza y poco podía esperarse de su furor en combate. Cada mañana, hasta el mediodía, entrenaba en el patio de armas con enemigos ficticios, otros soldados de la guardia que practicaban también allí sus simulacros de lucha. Pese al empeño en mantener la calidad de su espada, Amarilio flaqueaba y se le conocían oponentes, que ya aminoraban su ímpetu por respeto a la leyenda del héroe, ya fingían la derrota con un golpe mal errado o simplemente se empleaban con más esfuerzo del necesario. Amarilio era consciente de su merma, que durante algún tiempo achacó al ocio de la bonanza, pero cuando su vista flaqueó y se multiplicaron las canas, comprendió que algo había cambiado para siempre. Aún le restaban algunos años de juventud, pero su espada languidecía ante adversarios superiores.

Pidió a su rey que le encomendase un gran servicio, y éste, aún reconociendo el esfuerzo de Amarilio, supo que la naturaleza seguiría su curso con el valeroso guerrero, que pronto lo acompañaría en la vejez. El monarca asintió al considerar que aquel era el triste destino de todo hombre y nada se ganaba con oponerse a lo irremediable. De poco serviría una espada frágil en la paz, y menos aún en la guerra, así que deseoso de agradecer sus méritos, decidió que encomendaría a Amarilio el más valioso tesoro, su joven hija Elia, cuya arrebatada hermosura despertaba el interés de numerosos príncipes de los alrededores. Muy pronto alcanzaría la mayoría de edad y se convertiría en una princesa digna del mejor partido. La reina ya disponía una recepción a la nobleza, cuyos mejores y más apuestos representantes vendrían a pugnar por sus favores. Un enlace con cualquiera de los príncipes estabilizaría la grandeza del reino, y Elia nunca sería más bella que en aquel día afortunado. Sin embargo, en su comportamiento, la princesa aún era una niña y era preciso introducirla adecuadamente en la edad adulta. Como primera espada y hombre de confianza, el rey ordenó a Amarilio la salvaguardia y custodia de su amadísima hija. También la tutela en la fase última de su educación, que habría de dictar la reina, pero cuyo aprovechamiento y diligencia se encomendaba exclusivamente a él, que tras cumplir este cometido encontraría justa recompensa a sus servicios, en cualquier señorío o villa de su querencia. Por lo demás, no importaría en lo sucesivo el menoscabo de los años, porque desde ese instante era consejero real, como en la práctica lo había sido en tantas guerras y batallas. Amarilio permaneció pensativo, obtuvo dispensa para hablar y dijo que precisaba los servicios de un bufón. Uno de tu confianza será el adecuado, concluyó el rey.

Belarmino era el nombre del bufón, una criatura verde que mal servía para su oficio, porque ni era tullido ni menoscabado en sus formas. Mas bien estilizado y de facciones armoniosas, hubiera parecido esbelto de estirar su figura encogida, y también bello de rostro, según la armonía de unas facciones difíciles de reconocer. El maquillaje exagerado y una sorprendente habilidad para plegarse sobre sí mismo y adoptar posturas inverosímiles, lo convertían en un bufón suficiente, al menos a juicio de Amarilio, que había formulado su petición por motivos que prefería mantener en secreto. Belarmino era más cáustico que gracioso y más cínico que cortés, pero sabía envolverse en la gentileza de sus palabras, siempre floridas y apropiadas a la ocasión, despertando aplausos por su ingenio más que por su oficio burlesco. El decir oportuno y el hablar con mesura cautivaron a la princesa Elia en su primer encuentro, en el que Belarmino se limitó a expresar admiración por la belleza de su dueña y el gozo que sentía de ser su sirviente. Luego, con gran ceremonia, desplegó unos sencillos trucos de naipes que despertaron el interés y la perplejidad de la princesa, que así aceptó la compañía de Amarilio y Belarmino, caballero y bufón que habrían de acompañarla para procurar su seguridad y divertimento.

Tras despedirse del ama que la había acompañado siempre y ahora se veía relevada de sus obligaciones, la princesa Elia inició una serie de estudios previstos por su madre la reina, que le procuró los mejores maestros para completar su educación. Amarilio y Belarmino custodiaban allí donde el maestro impartía sus lecciones, ya fueran de música, dibujo, poesía o protocolo, que de todo debía saber una princesa. La exigencia de los maestros era mucha y Elia pronto se sintió desbordaba por la fatiga. Al concluir la mañana, se retiró a los jardines para descansar, y permaneció ociosa el resto de la tarde, entretenida con el piar de los pájaros y las ranas de unos estanques que se abrían entre los macizos de flores, tan coloridas y variadas que embriagaron sus ojos hasta el oscurecer. Sus acompañantes aguardaron en silencio, mientras ella, entre colibríes y nenúfares, se interesaba por el contar de sus sirvientas, que referían historias de Melitón, huido del cautiverio de una gitana, que ahora había irrumpido en un gallinero convertido en ruina con gran escándalo de aves. Cuando los campesinos se unieron para rendirlo, el oso se alzó sobre sus patas y les hizo frente, provocando gran confusión y seis heridos, que convalecían escarmentados y maltrechos.

Se cumplía un mes de clases matinales y largas tardes en el jardín, cuando Belarmino entró antes del alba en la habitación de su princesa, dormida plácidamente en un sueño que se rompió ante los destemplados gritos del bufón, que parecía declamar una letanía de rimas poéticas. Elia despertó sobresaltada y reclamó el auxilio de su guardia, que al instante llegó personalizada en Amarilio, aval de los deseos de la reina a la insolencia de Belarmino, que apresuraba a la princesa para que abandonase el lecho y lo acompañara a las cocinas de palacio. Elia protestó por un trato tan grotesco, y Amarilio le impuso silencio, mientras el bufón se plantaba ante la princesa, sacaba la lengua, agitaba los ojos y se preguntaba en voz alta si era conveniente provocar a un hombre acorazado, en referencia a su custodio. La princesa esbozó un mohín de disgusto y admitió que no. Belarmino concluyó su actuación e instó a Amarilio a que aplaudiese. Resonó un tintinear metálico, por las láminas de la coracina que protegía su torso, y los tres rieron del estruendo, y Belarmino dijo vieja lata, deberías engrasar esas protecciones. Ni que decir tiene que Amarilio protestó y que Belarmino lo llamó vieja lata una vez más, para regocijo y risa de la princesa. Después, el bufón señaló un bol de migas de pan y leche, para horror de Elia, acostumbrada a desayunos menos serviles. Por lo demás, era tan temprano que solo la jefa de cocinas se ocupaba de los fogones, y no hubo más menú que el estipulado por Amarilio.

Subieron hasta las almenas, atravesando numerosísimas estancias y ascendiendo los interminables escalones de una de las torres, hasta llegar a lo más alto del más elevado torreón, donde Elia, Amarilio y Belarmino disfrutaron del alba, al menos hasta donde lo permitió la princesa, que con sus interminables protestas ensombreció el espectáculo del sol. Después, cuando el día completó su amanecer, Belarmino dijo algo tan irreverente como Elia no protestes más, he comprobado que no sois una verdadera princesa, al menos en el sentido de la tradición, y antes de que Elia protestase por el atrevimiento, el bufón suavizaba sus palabras con algunas muecas cómicas. La princesa sonrió por la expresión ridícula de Belarmino, con ese atuendo verde y los rellenos que malograban su figura, y volvió a sonreír cuando remató la insolencia de sus palabras con una displicente mímica, tan persuasiva y acertada que convertía sus palabras anteriores en farsa. Después insistió en mortificar a la princesa sin que esta interpretara más que juego, y añadió solemnemente que se ratificaba en sus palabras acusadoras, y confesó que había ocultado un guisante bajo el colchón, como establecía la leyenda, y ella, tan princesa y perfecta que se consideraba, había dormido toda la noche sin percibir ninguna molestia en su sueño, por lo que se había ganado contemplar el alba por primera vez y emprender una vida nueva. La princesa no entendió las palabras de Belarmino, pero Amarilio hizo un gesto de asentimiento, lo que enfundado en su ruidosa vestimenta reflejaba la autoridad del rey, así que Elia asintió, Belarmino también y Amarilio, en segundo término de la escena como correspondía a su cometido prudente, se limitó a moverse para que resonaran las protecciones metálicas. Todos rieron tras el ruido de las escamas herradas.

Por expreso deseo de la reina, y por tanto con el beneplácito de rey, la princesa, asistió en compañía de sus sirvientes a todas y cada una de las clases impartidas por sus maestros, siempre arrastrada por la dictadura de su bufón, que entre chanzas dictaba sus obligaciones. Las tardes de jardín se suspendieron en favor de laboriosos repasos de lo enseñado por los eruditos, que Belarmino no solo conocía como si hubiera memorizado cada frase, sino que escenificaba hasta que la princesa era capaz de seguir sus movimientos y por tanto recordar las enseñanzas de sus tutores. Si empleaba bien el tiempo, Belarmino la premiaba con una cena digna de su condición real, donde ella escogía los platos que estimaba de su gusto, si por el contrario su comportamiento era altivo o descuidado, tras muchos halagos a su hermosura, Belarmino sentenciaba que prefería unas viandas más modestas, por motivos de templanza y ayuno, y entonces jugaba con Amarilio a elegir el menú. Cuando elegía el bufón, la princesa se alborozaba porque la elección era benévola, cuando elegía el caballero, la princesa desfallecía porque irremisiblemente era morralla frita, vísceras estofadas, y moras, arándano o grosellas, como si no existiesen alimentos más apropiadas a su alteza.

Durante las tardes de estudio pronto aconteció algo sorprendente. En el repaso a una clase de poesía, donde el bufón destacaba por su sentido del ritmo y la escenificación, la princesa recitaba un fragmento propuesto en la mañana cuando Amarilio rompió en sollozos. El caballero, tan férreo, tan bruñido y presto al combate, quedaba derrotado ante los primeros versos. Bastó una poesía sencilla, corta, anónima, que glosaba la heroica gesta de un guerrero humilde, un paladín del reino como él mismo se reconocía en un ayer muy lejano. Amarilio se recordó aclamado entre la milicia por méritos propios, bendecido con una fuerza que mucho sudor le exigía y provisto de un arrojo temerario y derrochado en mil batallas. Ahora se limitaba al entrenamiento diario y las penalidades livianas, porque ninguna guerra se esperaba en unos tiempos que rezumaban paz. De repente lo distrajo Belarmino, que supo encontrar partido de tanta desdicha y glosó la desventura en cuento, con tanto candor que Amarilio agitó su láminas metálicas en señal de aprobación a su ingenio. Después, enjugándose unas lágrimas indignas de su renombre, Amarilio admitió que aquellas estrofas irregulares le recordaban una vida que fue suya y lo hermanaban con las vicisitudes del héroe. También había sentido temor, y la convicción de que su vida presente se extinguiría en el primer instante de la lucha, como jamás ocurriera en su vida de héroe, y lo atenazó un miedo como jamás sintiera en combate. Se descubría a sí mismo incapaz de iniciar un carga, detenido en un marasmo de temores, y se reconocía como un completo miserable, tal y como el héroe de la poesía había confesado sentir en su primera vez, y esto le causaba una impresión peculiar, porque coincidía en el sentimiento del héroe en un principio, que después había superado como el héroe superó su miedo, pero con la merma de facultades renacía ese mismo miedo con una fortaleza más allá de la valentía, con una intensidad tal que irremisiblemente lo abocaba a sentirse cobarde. Era una culpa muy honda, que lo hacía dudar de sí mismo. Necesitaba una prueba de su valor. La princesa Elia y su bufón guardaron silencio, sin saber que decir para consolar a su amigo.

Inapropiadamente, por la convivencia de tantas horas de esfuerzo diario, nació una singular amistad entre la princesa, el caballero y el bufón, una amistad que era sencilla y basada en el favor mutuo. La orden de una princesa no admitía reticencias ni demoras, pero Amarilio representaba el deseo del rey, y Belarmino era su gracioso protegido, así que Elia buscó en ellos el modo de embaucar a su padre con menor esfuerzo, por lo que admitió una camaradería y familiaridad más propia de parientes que de siervos. Preocupada por esta transigencia plebeya, requirió el consejo de su vieja ama, que buscó aprovechando una tarde de asueto en la semana de clases. Coincidieron en los jardines y aprovecharon para conversar y recordar otros tiempos, mientras el ama la llamaba niña Lia y evocaba cuando la princesa se perdía a menudo en las estancias recónditas o entre los árboles del jardín, con gran alboroto y preocupación de la servidumbre, tanto que una vez rebuscaron en los aljibes, por si se había caído y acaso ahogado. Su madre corría de un lado a otro, temiéndose lo peor, mientras su padre se desesperaba al presentir la desgracia. Entretanto, los súbditos, rogando, implorando, deshaciéndose en lágrimas, hasta que apareció tras unos sacos de harina, tan inocente como si jamás se hubiera escondido. El júbilo por encontrarla eclipsó al castigo que merecía su travesura, que no fue la única, porque si había destacado por algo era por rebelde, subiendo a las almenas, corriendo por los adarves y molestando a los centinelas, que no sabían si reprenderla por distraer las obligaciones de su guardia o acatar ciegamente sus desvaríos. De todas las vicisitudes de la infancia, rieron el ama y la princesa, hasta que la vieja consejera selló sus labios con un dedo que ordenaba silencio, y la iluminó sobre el valor y la etereidad del pasado, que a nada sirve más que al recuerdo, sin que esto suponga un menoscabo a su valía. Niña Lia ríndete al destino, que de todos está escrito y nada puede obrarse para mutarlo, señaló el ama, y la princesa dio por bueno el consejo de su nodriza de tantos años. Luego, por acercarle las novedades, el ama aseguró saber sin duda que Melitón había asaltado un secadero de carne, devorando tanto tasajo ahumado que había provocado la ruina de los propietarios. Por fortuna, los hechos acontecieron en la impunidad de la noche y no se lamentaban víctimas.

Por iniciativa de Belarmino, la princesa mejoró su equitación gracias a los consejos de Amarilio y su empeño por que montase los corceles más briosos, a fin de que se familiarizara con la brusquedad de las monturas salvajes, poco acostumbradas a los protocolos y modos de la realeza. Tras la segunda caída de Elia y en previsión de que demasiado rigor ocasionase un daño más grave, Belarmino abandonó su postura encogida y saltó a la grupa del caballo, situándose tras su dueña y haciéndose con la bravura del potro, tan solo con su voz acaramelada y con un ligero golpeteo de sus tacones, para indicar al animal sus propósitos. Entonces la princesa, aleccionada por el ejemplo y las indicaciones de Belarmino, espoleó ligeramente a su montura, que pareció enfurecerse y coceó al aire, saltó encabritada y levantó las manos en un intento por desmontar a sus jinetes. Belarmino apretó su cuerpo contra la princesa al tiempo que le susurraba limítate a pensar como un caballo. Elia protestó por lo que parecía una petición insensata, y Belarmino insistió con una voz dulce y cariñosa, pidiéndole que dejase de protestar y se limitara a pensar como un caballo. La princesa pensó en zanahorias, en campiñas y establos, e imaginó a su caballo saltando y corriendo por un prado en primavera. Entonces deseó girar hacia la derecha y su montura giró a la derecha, luego a la izquierda y así fue cuantas veces quiso mudar su rumbo, hasta que Belarmino le susurró que se tranquilizase y ordenara parar a su montura. La princesa Elia escuchó las palabras de su pasajero y el caballo corrió libre, ajeno a su deseo. Belarmino murmuró otra vez piensa como el caballo, y le dijo que imaginara la hierba blanqueada por la escarcha, que pensara en cumbres nevadas y viento en las gargantas y los cañones montaraces, donde los caballos eran felices y vivían en libertad. Después piensa mi amor en los arroyos frescos, cuando relinchan las manadas y se presiente el águila en los cielos. El caballo se detuvo y Belarmino felicitó a su princesa por su facilidad para convertirse en un caballo. Después, le dijo, habéis de poner nombre a vuestra montura, un nombre que la haga digna de ser vuestra, y deberéis susurárselo tal y como yo he hecho con su alteza, para que de ese modo sepa que sois su dueña. Elia se ruborizó, porque Belarmino la había llamado amor, pero atribuyó su descaro a los privilegios de bufón y las dificultades de la doma, y lo consintió como algo intrascendente y gracioso. Luego se mantuvo pensativa y dijo que Primavera era un buen nombre.

En los siguientes días la princesa Elia pareció incómoda por las familiaridades que se había tomado Belarmino durante la doma, pero su bufón derrochaba ingenio y a todo sacaba punta con el comentario oportuno, de modo que Elia pronto olvidó la descortesía de su súbdito y no solo eso, sino que se dejó embaucar por sus palabras cuando recitaba poesía durante la tarde, o por su habilidad para la interpretación cuando escenificaba las situaciones del protocolo para que recordarlas resultase más fácil. Así supo qué responder a cada pregunta formulada, cómo eludir una sinceridad embarazosa y cuál de las aptitudes habría de adoptar ante la zafiedad de un desprecio, cosas esenciales para la vida de princesa, aunque las viera anacrónicas y sin sentido en muchos casos. Por eso agradecía que Belarmino las aderezara con una nota de humor, al imitar la torpeza de quien había bebido demasiado en una fiesta, la mirada perdida que no comprende nada o la risa explosiva de un niño sorprendido. La princesa reía mientras montaba a Primavera, reía mientras se ocultaba entre los parterres de flores y reía mientras Amarilio gimoteaba al leer poemas, motivo de cariñosa pero aguda burla de Belarmino, que no comprendía como un guerrero tan temible y despiadado pudiera haberse tornado tan manso y tierno. Amarilio sonreía y aseguraba haber descubierto un mundo nuevo con la poesía, agitaba los hombros con sonoro estruendo de las escamas, y su acusador, el bufón, volvía su fingida ira contra si mismo y se ridiculizaba en un instante, repitiendo la historia de sus antepasados bufones, siempre en una versión distinta, o cualquier otro disparate que pasaba por su imaginación.

Durante un paseo por el jardín, envueltos en el lejano murmullo metálico de Amarilio y sus láminas, Belarmino saltó ceremoniosamente ante la princesa, interrumpiendo su paso, y la instó a que describiese lo que se encontraba a su alrededor. Flores, respondió indolente la princesa. Sí, pero cuáles. De colores. No es suficiente. Cuáles, replicó airada la princesa, y Belarmino respondió que amapolas como tus labios, lirios azules como tus ojos y prímulas blancas, como tu piel. Elia enrojeció un instante, reparó en que solo eran palabras de bufón y esbozó una sonrisa que animó a Belarmino a seguir con sus juegos. Aprenderemos las flores de vuestros jardines, porque la belleza sin nombre es menor, y no es de ley que una verdadera princesa desconozca el nombre de lo que tanta dicha ocasiona. Y Belarmino anduvo entre rosas azules, blancas y rojas, para que su princesa reconociera que las tres desprendían similares aromas y mostraban formas casi idénticas, solo difiriendo en el color, que se alzaba como la verdadera diferencia entre ellas. Después, reconocido el mérito de las rosas azules como superior a los demás, Belarmino la invitó a reparar en el amarillo de los narcisos y el carmesí de las amapolas, así como otras flores similarmente bellas, como los jazmines y las silenes. Finalmente, Belarmino se apartó hacia otros parterres menos prominentes y señaló el valor de lo humilde a su princesa, mostrándole las borrajas, los analgalis y las jaras, que no por menos reconocidas desmerecían a la vista ni al olfato.

Una tarde, Belarmino se apartó del sendero entre las flores y se encaramó a una piedra enorme, quedando en suspenso casi en el aire, plegado sobre sí mismo en un intento por mantener el equilibrio en el vacío. Olvidas que soy una princesa, dijo la princesa. Nunca majestad, respondió Belarmino, y la instó a que intentase subir junto a él. Es fácil, añadió, ni siquiera deberéis emplear las manos, bastará con que penséis como una cabra. Imaginad una montaña rocosa y unas hierbas en los alto. Ved ahora la piedra que se alza ante vuestros ojos y buscad un descanso para vuestros pies. Pareció que la princesa titubeaba y Belarmino le explicó cómo buscar apoyo entre los salientes de la piedra, para ascender con seguridad y precisión. Probemos ahora algo más difícil, y el bufón se desplazó fuera del alcance de la princesa y la instó a que lo siguiese pensando como una cabra. La princesa quedó en equilibrio sobre unos pequeños asideros en la piedra, y pareció calcular sus movimientos, hasta que encadenó una serie de rápidos saltos y llegó junto a Belarmino, que la esperaba con una sonrisa y la propuesta de un nuevo juego. Abajo, Amarilio aguardaba pacientemente, fiel a su custodia. Después el bufón instruyó a su princesa sobre pájaros y telas de araña, secretos del bosque que no debían pasar desapercibidos a quien por su condición real debía saber del pueblo y su tierra.

Anunciaba la reina que los preparativos del cumpleaños se hallaban ultimados, cuando las hazañas de Melitón cobraron protagonismo en una aldea próxima. Elia sucumbió a su ansia de aventuras y persuadió a Amarilio para inspeccionar el escenario del último ataque del oso, en una aldea cercana, lo que Amarilio prometió consentir en cuando la princesa aprendiese los bailes necesarios para la fiesta en su honor, tan próxima y crucial, según el sentir de la reina. Al instante se declaró Belarmino maestro en todos los bailes, con gran desconfianza y burla de Amarilio, al que el bufón enmudeció sin más que esbozar los primeros compases de una conocida danza. Después, irguió su cuerpo encogido hasta alcanzar la calidad de bailarín y gentilmente invitó a la princesa a que lo acompañara en el baile. Con gran ligereza y donosura, Belarmino evaluó el saber de la princesa en materia de música, que se limitaba a meros rudimentos, y tomándola de la mano la introdujo en la exquisita belleza de la danza. Permitidme princesa que os llame mi amor, para familiarizados con la esencia de la música y para preveniros de las lisonjas de vuestros enamorados, se burló Belarmino. Numerosos príncipes llegarán desde tierras lejanas, y a todos habéis de admirar con los modales de vuestro baile, aunque solo a uno habréis de escoger, el que se os antojase más gallardo y digno de vuestro amor. Entretanto, Elia alza más los pies, afloja la rigidez del cuerpo y esa cabeza siempre alta, que eres la princesa y no debes regalar tu mirada. Concéntrate en este paso y sitúa la pierna de este modo para adelantarte al siguiente esfuerzo, y así una y otra vez, hasta que Elia y Belarmino se fundieron en una grácil danza que despertó el halago de Amarilio por diestra que parecía bajo la dirección y batuta del bufón, que al tiempo del baile se entretenía en esbozar la música, revelando buena voz y una destreza desapercibida para tararear melodías. Belarmino se disculpó por sus insolentes conocimientos en materia de música y danza, y lo atribuyó a las necesidades que imponía su oficio de bufón. También pidió disculpas por su tratamiento enamorado, que justificó por que así se dirigían los príncipes a sus princesas, y por tanto le convenía estar habituada a estos modos de la pasión.

Abandonaron el palacio a medianoche, por un pasadizo secreto, desconocido incluso para el rey, que habría de contentarse con un informe posterior a los hechos. Amarilio consintió en el deseo de la princesa porque el bufón despertó su orgullo al recitar una copla maliciosa que corría en boca de las cocineras y otras gentes de palacio. Amarilio buen vasallo, corre y monta tu caballo que a defenderme vas, y quizás no volverás porque Melitón esta muy fuerte y a ti da pena verte, cantaban en las tabernas y en las fiestas, como retándolo en nombre de oso, o al menos así lo sintió Amarilio, que se veía reflejado en las numerosas poesías que exaltaban su ánimo, como si sus gestas de juventud se difuminaran en el ayer y solo restase un vago recuerdo. Por eso consintió en la travesura de la princesa, porque entendía que su alma real anhelaba las últimas travesuras infantiles y no le correspondía a él negar ese deseo. Consideró que entrañaba poco riesgo acercarse hasta la aldea, y decidió transigir a la insistencia de Belarmino y los deseos de la princesa. Amalirio volvería a la realidad al concluir el pasadizo, que desembocó entre unas piedras enmarañadas por el matorral de las proximidades del palacio. Miraron hacia el castillo, engalanado para la fiesta inminente, que rebosaba de gallardetes y bandolas ondeando desde las almenas. Algunas nubes amenazaban lluvia cuando tomaron el sendero del bosque.

En la aldea, la princesa insistió en entrar en la taberna, a lo que Amarilio se opuso, porque era demasiado arriesgado para una dama, pero Belarmino alegó que la princesa usaba ropas sencillas y adecuadas para no despertar sospechas. Señalados por la fatiga de los caminos, pasarían perfectamente desapercibidos. Si les preguntaban dirían que eran peregrinos de paso hacia algún pueblo, en busca de una feria de ganado o un empleo para ganarse la vida. Se fingirían perdidos si era necesario. La princesa y él se harían pasar por hija y siervo de un comerciante adinerado, mientras que Amarilio sería escudero de la señora, por deseo de su padre, hombre de fortuna en el comercio que contaba con una discreta hacienda. Amarilio aceptó hacer de convidado de piedra, y permaneció tras sus protegidos mientras estos disfrutaban de unas jarra de cerveza, que la princesa probó por primera vez y fue de su aceptación. Algunos campesinos conversaban junto al fuego y el ambiente fue sosegado y risueño durante la cena, una sopa que atemperó el frío y una carne que la princesa comió por primera vez con las manos, por indicación de Belarmino, que había disimulado su maquillaje con barba y bigote, para no ser reconocido por su oficio. También había compuesto su figura, que aún desgarbada parecía más esbelta, al menos lo suficiente para no llamar la atención. Fue una velada agradable, en la que Belarmino hizo reír a la princesa con sus chistes y ocurrencias. Por burla aconsejó a su princesa la conveniencia de romper el protocolo en favor del incógnito, así que se aprestara a chuparse los dedos cuantas veces deseara mientras durase la carne, y que ni se le ocurriera pedir tenedores ni cuchillos, porque las gentes de allí comían sin remilgos ni cuidados. Elia obedeció emocionada por la aventura, y concluyó la cena envuelta en una locuacidad que Amarilio, a su espalda, llamó varias veces al orden con un sonoro estremecerse de láminas metálicas. Tras el postre, la posadera, una mujer rolliza y amable, les vendió dulces y una jarra de miel, que introdujo en un pequeño saco para su mejor transporte. La princesa preguntó por Melitón y la posadera aseguro que sabía por buen decir que su olfato se anticipaba a los cazadores en cualquier lugar, y que podía eliminar a un hombre en un parpadeo. En el valle se respiraba miedo, aunque otra vez lo imaginaban lejos. Pagaron y salieron satisfechos, y aunque la princesa insistió en acercarse a una taberna próxima para conocer otro ambiente y otra cerveza, Amarilio insistió que el camino era largo y la noche cerrada, así que convenía emprender la vuelta y apresurar el paso. La princesa protestó, Belarmino se encogió de hombros y Amarilio pidió silencio y paso rápido.

A mitad de un regreso invadido por las sombras de la luna, en una noche que invitaba a las ensoñaciones, Belarmino cantaba y desleía aterciopeladas palabras que despertaban la burla de la princesa, de tan lánguidas y bobas que parecían en su halago. Amarilio pidió silencio, le había parecido oír algo. Se escuchó una lechuza y el caballero dijo que en marcha, llovía suavemente y se protegieron con las capas. Mala noche para aventuras, dijo Amarilio en voz alta, y Belarmino asintió, súbitamente enmudecido por la sospecha de un peligro. Continuaron andando entre las fatigas del barro durante un largo trecho, hasta que al atravesar unos charcos Amarilio empuñó su espada y se puso en guardia. Belarmino también calló, y la princesa, que supo entender la oportunidad del silencio.

Melitón salió de unos arbustos y avanzó directamente hacia Amarilio, que aguardó espada en mano, dispuesto a terminar con la bestia, pero el oso paso junto a él a la carrera y se limitó a golpearlo en la rodilla. El hierro chirrió y Amarilio cayó a tierra sin acierto en frenar al oso, que continuó hacia donde se encontraban la princesa y Belarmino, que ya corría a interponerse ante su dueña. No os mováis mi princesa, cerrad los ojos y apenas respiréis. Melitón los esquivó en el último instante, rehuyéndolos con un quiebro de su carrera. Otra vez atacó y la princesa quedó inmóvil, paralizada por el terror. El oso corrió enloquecido, atacándola y eludiendo su encuentro cuantas veces quiso. Belarmino imitó el andar plantígrado y lateral del oso, con pasos que parecían danza y se interpusieron ante su dueña. Princesa, mi amor, dijo, piensa como un oso que en eso nos va la vida, y Belarmino atrajo la atención de Melitón, que arremetió contra él y lo eludió en el último instante, como si en realidad no le pretendiese ningún daño. La princesa continuaba inmóvil.

Puesto de nuevo en pie a pesar del lastre de su peso metálico, Amarilio se interpuso entre el oso y su señora, haciendo frente a los gruñidos desaforados de la bestia con su valor de siempre y la escasa protección de su jubón herrado, y de nuevo cayó a tierra cuando Melitón lo rodeó para acometerlo por la espalda y derrumbarlo bajo su peso. Después el oso olió a Amarilio y pareció olvidarlo a su suerte mientras se giraba de nuevo hacía la princesa y Belarmino, que permanecían inmóviles mientras el caballero luchaba por levantarse de nuevo y Melitón se alzaba y gruñía para imponer su autoridad. Piensa como un oso mi amor repitió el bufón y la princesa pensó en cachorros que aprenden algo nuevo cada día, en comer, protegerse, sobrevivir, en una grulla en el río, neblina al amanecer, pasos en la nieve y lobos a lo lejos, entre la hierba alta, descubiertos por el viento. Elia supo que los osos pueden olfatearte desde cualquier lugar y son capaces de eliminarte con un simple abrazo y también aceptar que formes parte de su vida.

Otra vez intervino Amarilio y fue derrotado en un instante, con gran alboroto de hierros, porque, pese a la aparente parsimonia de sus movimientos, en realidad Melitón era muy rápido, tanto que pronto se vio que no tenía posibilidad de derrotarlo en la corta distancia. Con una lanza o una ballesta hubiera sido diferente, pero así, solo con la espada era imposible contener al oso, parecía que hubiese participado en muchas luchas y supiera como cuidarse de un caballero y su espada. Amarilio se derrumbó envuelto en un estrépito de láminas abolladas. La princesa retrocedió y el bufón también, saltando para distraer la atención del oso con sus saltos. El bufón estaba perdido, a merced del furor del oso, que ya se dirigía hacia él y lo consideraba su presa. Entonces, sin saber por qué, la princesa atrajo la atención de la bestia. El bufón gritó entrégale la bolsa mi amor, e instintivamente la princesa entregó la bolsa al oso, que la tomó bruscamente, como los osos toman las bolsas, como si quisieran atrapar un pájaro en el aire. Me llamaste mi amor, mi amor, exclamó la princesa, que no daba crédito a lo que habían escuchado sus oídos ni dicho sus labios. Os traté según acordamos en nuestro juego del baile, y ahora retroceded lentamente, mientras el oso se entretiene con la bolsa, ha olido la miel de la posadera, por eso nos siguió, en busca de los olores del dulce. Melitón había roto la bolsa y golosineaba con la miel y el bizcocho.

Regresaron al palacio por el mismo pasadizo que facilitó su salida, y decidieron mantener en secreto su aventura, bastante peligrosa como para preocupar a la reina por lo que no había sucedido y por tanto podía olvidarse sin más que encomendarse al silencio. Un buen acuerdo, propuesto por la princesa, con el que todos saldrían ganando, aunque por diferentes motivos. Amarilio, con sus protecciones maltrechas por la derrota ante Melitón, aseguró que pasaría por el herrero para recomponer sus defensas, y que comunicaría a la reina su predisposición a dar por concluido el aprendizaje de la princesa y por tanto el servicio encomendado por su majestad. Se preguntaba que había sido peor, si la poesía que trastocaba sus emociones o la dicha de la vejez malograda por la memoria infausta del oso. Lo oportuno y elegante era retirarse y emprender una vida más pausada, porque los hechos imponían una evidencia que avergonzaba al caballero de antes. Luego Amarilio se despidió de su princesa hasta la fiesta de su mayoría de edad, que acontecería al inicio del verano. Belarmino retomó su papel de danzarín enamorado para despedirse con unos versos al amor que había escrito para deleite de su dueña.

Durante las siguientes semanas, la princesa se ofreció a las modistas, los peluqueros y cuantas autoridades del vestir y acicalarse propuso la reina. Entretanto, un acelerado faenar de albañiles, carpinteros y otros artesanos ultimaban los preparativos para su cumpleaños. Pronto llegaron los artistas que animarían la celebración. Músicos, bailarines, prestidigitadores, acróbatas y otro sinfín de distracciones para los invitados y dignatarios de los reinos vecinos, que asistían para honrar su mayoría de edad y ofrecerle un presente. Según la reina, debería escoger a quien fuese de su agrado para satisfacer los deseos de su padre, que establecería lazos políticos de gran provecho en el futuro, pero apenas se sentía obligada por este deseo materno, porque el rey había ordenado llevarla ante su presencia para advertirle que no debía sentirle obligada a comprometerse en este primer encuentro con los príncipes, que habría de considerar como meros pretendientes, sin necesidad de inclinarse por preferencia alguna. Luego la despidió con un beso de buenas noches y le deseó suerte en su elección.

El día de su cumpleaños la princesa se levantó antes del alba y desayunó apresurada por presenciar la salida del sol desde las almenas, como hiciera con Amarilio y Belarmino durante varios meses. Los echó en falta y reconoció su compañía grata mientras permanecieron a su servicio. Añoraba las bromas continuas de Belarmino y la seriedad tintineante de Amarilio, siempre tan correcto y eficiente. Después sus ojos recalaron en una vela blanquísima que se alzaba en la lejanía marina, rumbo hacia un puerto seguro en la costa próxima al palacio. Lo consideró una señal de buen augurio, y se apresuró a bajar de las almenas y presentarse ante sus sirvientas, porque aún habían de lavarla, secarla, perfumarla, pintarle las uñas de las manos y los pies, esculpirle el cabello con el tocado decidido por los peluqueros, introducirla en un vestido de sedas y encajes primorosos y marfiles, espolvorear su rostro, acicalar su mirada y enjoyarla adecuadamente, como correspondía a una princesa que escogía a su príncipe. Superados estos pesares, Elia sonrió al comprender que había llegado el momento, contempló su imagen ante el espejo y se supo radiante y dispuesta para iniciar una nueva vida.

En la tribuna, junto al lugar de preeminencia que le correspondía a la izquierda de su padre, la princesa escuchó el discurso admonitorio y fervoroso que la adentraba en la edad adulta, leído por un fraile reconocido por su piedad y ayuno. El rey declaró iniciados los juegos, y al instante la explanada entre las tribunas y las gradas se inundó de malabaristas, funámbulos, comedores de fuego, lanzadores de puñales y otras atracciones que despertaban el entusiasmo del público. Se sirvieron algunas bebidas y unos manjares ligeros, porque el verdadero festejo empezaría a continuación. Tras este primer refrigerio, desaparecieron los artistas y se tendió una alfombra roja para honrar a los príncipes, que entraron envueltos en sirvientes, precedidos por criados que portaban valiosos obsequios, incluso un caballo de pura sangre que le ofrecieron para las cuadras reales. Muchos dignatarios desfilaron con gran boato y magnificencia, mostrando su gentileza y narrando algunas de las hazañas de sus antepasados. Se sucedieron los árboles genealógicos, las certificaciones de pureza de sangre y cien listas de difuntos ilustres, sin que ninguno de estos méritos reclamase la atención de la princesa, que ya se retiraba cuando un último invitado suplicó su atención.

El príncipe Iris llegaba sin más compañía que un guerrero que vestía una armadura blanca, con gola, guanteletes, escaracelas, cangrejos, glebas y cuanto se precisaba para convertirla en completa. También morrión y visera, que ocultaban su rostro mientras se mantenía inmóvil a la espalda de su señor. El príncipe se disculpó por la parquedad de su séquito, reducido a un mero guarda personal, lo que había convertido en breve un viaje que de otro modo le hubiera impedido rendirse ante su dueña en la fecha establecida, porque cualquiera que fuese la elección de su señora, le había bastado contemplarla un segundo para reconocerse vencido por su belleza. En prueba de su amor le ofrecía un anillo de compromiso, que portaba una valiosa joya perteneciente a su familia desde un tiempo inalcanzable, y el príncipe Iris tendió a la princesa Elia un enorme rubí engastado en una sortija de oro, tan grande que sobresalía al dedo anular de la princesa. Elia sonrió tímidamente al recrearse en la feliz incandescencia de la piedra sobre su mano, y respondió al presente con un pañuelo que desanudó de su cuello y anudó al brazo del príncipe, que luego de una reverencia se retiró junto a los demás príncipes. La princesa entornó la mirada y reconoció íntimamente que el príncipe Iris había sido de su agrado.

Antes de que pudieran servirse nuevas viandas o anunciarse la reanudación de los espectáculos, se escuchó un alboroto en la tribuna, y gritos de pánico y chillidos de autoridades asustadas. Melitón, surgido de la nada, desbarataba los maderos de una grada y sembraba el pánico a su alrededor. Algunos príncipes corrieron a protegerse, otros buscaron un arma con que hacer frente al oso, pero solo el príncipe Iris y su guerrero se abalanzaron efectivamente hacia Melitón, esquivándolo y confundiendo su furia a la espera de doblegarlo. De repente, el oso corrió hacia la tribuna de los reyes y la princesa intentó confundirse entre sus damas. El guerrero se interpuso y Melitón se alzó sobre sus patas traseras, mostrando el tamaño enorme y su temible ferocidad con un gruñido que sobrecogió a los presentes. La armadura rechinó ante el envite del oso, y los brazos del guerrero quedaron trabados por el abrazo de Melitón, con la espada empuñada y firme, pero sujeta e impedida de escapar. Luego, el metal durísimo chirrió, la espada tembló en la mano que forcejeaba, y la armadura crujió al hundirse por la terrible presión. Por fin, el oso se desprendió del guerrero con un golpe seco y brutal, que le arrancó parte de las protecciones de su cabeza. La princesa Elia se encontraba indefensa y expuesta al peligro.

Melitón se detuvo ante la princesa y gruñó suave, sin rastro de la ferocidad que había exhibido antes, y en ese preciso instante el príncipe Iris irrumpió en la escena, tan ágil y rápido que la princesa lo reconoció como una silueta afortunada, que ejecutaba unos arriesgados saltos ante los ojos del oso y escapaba hacia un lateral para atraer su atención. Entonces la princesa, gritó piensa como un oso, y el príncipe Iris respondió piensa tú por mí mi amor, que me va la vida en ello, y al instante Elia supo que hablaba con Belarmino, y creyó que el alma de su bufón se había encarnado en el príncipe, y sin tiempo para más pensar imaginó praderas llenas de flores, riachuelos de aguas cristalinas, macizos de adelfas silvestres donde zumbaban las abejas. Por instinto tomó un enorme pastel, roto junto a una de las mesas, y corrió hacía Melitón ofreciéndoselo con las manos. El oso se detuvo y giró hacia Elia cuando Amarilio llegó rebelándose el guerrero del príncipe Iris, que había perdido el yelmo con el último manotazo de Melitón, y aún trastornado regresaba para proteger a su princesa. Entonces el oso aventuró un golpe y Amarilio cayó de rodillas entre el oso. Elia llegó hasta el derrotado Amarilio y tendió el pastel a Melitón, que olfateó el aire y luego tomó el dulce que le ofrecía la princesa. El príncipe Iris pretendió sumarse a Amarilio para sujetar la cabeza del oso, que se limitó a seguir comiendo su pastel, ajeno a los esfuerzos por distraer su gula. Luego Melitón se desprendió de quienes lo sujetaban con más deseo que fuerza, y lamió las manos de la princesa, manchadas de bizcocho y nata. Antes de que la guardia del rey atacase al oso, el príncipe Iris aseguró que solo era un animal perdido, que debidamente alimentado tornaría su fiereza en mansedumbre, y tomó del suelo otro pastel que tendió al oso, engolosinado por la comida que llegaba a sus fauces. Apenas saciado y atemperada su hambre, Melitón permitió que Elia e Iris lo acariciaran sin temor, ante el asombro de los presentes, ensimismados por comprender que aquella bestia terrible se doblegaba ante la belleza y magnificencia de los príncipes.

Poco más puede añadirse a la historia de Iris y Elia. Los reyes escucharon las explicaciones de Amarilio y Belarmino, que resultó ser un príncipe que viajaba de incógnito, con quien había cruzado armas en la aérea angostura de un puente sobre los rápidos del río, con final tan sorprendente y cómico que hubieron de salvarse de morir ahogados, y en su forcejear y ayudarse entre las aguas quedó trabada una amistad. Por conversaciones de jinetes que cabalgan juntos, Amarilio supo que el príncipe Iris venía atraído por la belleza y lozanía reconocidas a la princesa, aunque receloso por algunas murmuraciones que la tildaban de caprichosa y soberbia. También lo descubrió noble y sensato, y dotado con un habla instruida y un ingenio alegre. Cuando su rey le confió la misión de servir de instrumento a la educación de la princesa, pensó al instante que el principie Iris sería mejor compañía que la suya, y que el oficio de bufón era bueno para trabar un conocimiento desenfadado y más propio de la juventud. Después los arrastraron los acontecimientos y la simpatía de la princesa. El rey asintió satisfecho del buen fin de la historia, y todo concluyó con los mejores deseos para la pareja de los príncipes enamorados. Amarilio encontró su retiro en un valle entre montañas que fue también del agrado de una cocinera amante de sus virtudes, y Melitón halló lugar en el blasón del rey y hartazgo a su glotonería en los bosques de palacio, donde nunca le faltó con qué saciar su hambre y recobrar la mansedumbre. Iris y Elia supieron pensar el uno como el otro, heredaron un reino doble al que ya tenían y vivieron felices para siempre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

1 comentario:

  1. Increíble y hermosa historia, digna para un libro. Tienes una hermosa manera de escribir. Muchísimas gracias por compartirla, Dios nos siga bendiciendo abundantemente. ... Recibe saludos y gracias.

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).