Google+ Literalia.org: El titán y la sombra

viernes, 6 de junio de 2014

El titán y la sombra

A quienes olvidan su pasado


La respuesta de los dioses apareció sobre los arrecifes, desvanecida sobre unas rocas tan afiladas que parecían puñales aflorando entre los bajíos del mar. Unos pescadores la reconocieron encarnada en un hombre aparentemente muerto y arrastrado por la marea, en la frontera del océano, donde la rompiente señalaba el fin de las aguas someras. Más allá, tras un fondo de corales y selvas de algas, el terreno se precipitaba ladera abajo por la montaña que era nuestra isla, hacia una tenebrosa oscuridad de donde jamás había regresado nadie.

La presencia del naufrago causó gran sorpresa entre los pescadores, que tras reconocerlo vivo arrastraron su cuerpo hasta el poblado con gran esfuerzo, porque tenía la complexión física de un gigante y caminar sobre las aristas del arrecife exigía un gran cuidado para no sufrir heridas. Aunque el terreno era escabroso, los pescadores se movían habitualmente con la facilidad de la práctica, pero acarrear aquel peso enorme sobre un piso tan irregular, donde cualquier tropiezo se saldaba con un corte o una erosión profunda, requería aventurar los pasos con la suavidad y elegancia propias del baile. Un mal tropiezo suponía riesgos que era preciso medir en sus consecuencias. Tras varios ensayos, decidieron que izarlo entre seis era lo adecuado y así se las ingeniaron para procurar su regreso. Tardaron más de tres horas y padecieron grandes penurias hasta reclamar nuestra atención para correr en su auxilio. Tomamos al desconocido entre todos y comprendimos que había escapado al demonio del mar.

Los ancianos encendieron luminarias de aceite y quemaron hierbas que desprendían un aroma sanador. El pueblo esperó junto al fuego, mirando hacia el cielo de la noche, por si una señal confirmaba nuestra esperanza. Escuchamos los cánticos sagrados y supimos que limpiaban sus heridas y las cubrían con pomadas curativas. Después los ancianos dijeron que nada podría aventurarse hasta el alba, pero creían que era un titán enviado por los dioses. Recordamos ante el fuego lo sabido por la experiencia de nuestros antepasados, que en el universo existían las estrellas, el sol, la luna, el océano y nuestra isla, única tierra disponible para la supervivencia. El mundo rompía su azul para alzarnos en mitad de la nada marina como un pequeño paraíso de cenizas volcánicas y fértiles. La llegada de aquel gigante no había de considerarse aún una respuesta a las oraciones, aunque su aparición sobre los arrecifes hubiera coincidido con nuestras súplicas y la terrible tormenta que nos había azotado durante una semana. Dos hechos invitaban a la confianza en la benevolencia de los dioses, su excepcional tamaño, que invitaba a pensar a los titanes, y que hubiera escapado al demonio, sin duda aún al acecho.

Despertó y lo interrogamos sobre cómo había llegado a nuestra isla, con qué magia burló al demonio y por qué su piel, tan herida que la dieron por desollada, cicatrizó con ese color rosáceo tan distinto al nuestro. También quisimos saber si portaba el favor de los dioses y había venido en respuesta a nuestras súplicas. Le contamos que ofrecimos sacrificios, vertiendo sangre en los altares y dibujando los diez círculos del fuego, y que mientras dormía y se recuperaba de su naufragio, habíamos recibido una señal de los cielos, una estrella que vimos precipitarse hasta el horizonte del mar. Pero no sabía hablar ni entender nuestras palabras, y solo por indicaciones comprendimos que había olvidado todo lo relativo a su pasado. Ni siquiera recordaba como había llegado hasta los arrecifes, apenas que despertó en la cabaña, lo demás eran ausencias. Le ofrecimos hospitalidad, como no podía ser de otro modo, y convinimos en dejarlo vagar a su antojo por el poblado, para que se familiarizara con nuestras costumbres y recobrase la memoria.

Durante un mes comió con nosotros, durmió con nosotros y nos acompañó en las diferentes tareas del poblado. Fue con los agricultores a arañar en los sembrados al pie de la montaña, y a la selva con los cazadores, que hubieron de contentarse con pájaros, monos y alguna serpiente desprevenida. Otra veces había más suerte, con ratones silvestres, iguanas o algún lagarto grande, mejor caza sin duda, pero restando estas ocasiones excepcionales, el beneficio era insuficiente para nuestra supervivencia, que siempre había obtenido del mar la fuente del alimento. Ahora los pescadores empleaban su tiempo en el marisqueo de langostas, erizos y cangrejos, sus principales capturas, y por supuesto en los peces que varaban tras las tormentas. El gigante los acompañó durante su faenar diario, y pronto comprobó lo rápido que las almejas y las lapas habían menguado para alertarnos del desastre. Los erizos eran más pequeños, según testimonio unánime de los pescadores, así como los centollos o las caracolas, que apenas se encontraban ya. El arrecife se consumía rápidamente por nuestra explotación desmesurada ante la imposibilidad de aventurarnos mar abierto.

Por supuesto, pronto supo que el demonio había arribado a nuestra isla para aterrorizar a los pescadores. Primero fue un vecino que simplemente desapareció mientras lanzaba sus anzuelos desde unas rocas al borde del mar abierto. Se encontraron sus aparejos de pesca y supusimos que cayó y la resaca lo habría arrastrado lejos. Revisamos el arrecife y las ensenadas próximas, a la espera de que lo trajese el oleaje. Igualmente buscamos en la otra parte de la isla, por si las corrientes habían propiciado un desplazamiento más largo. Ante el fracaso, supusimos que lo habría engullido el mar.

Días después despareció una barca con tres pescadores y luego dos barcas más. Sus restos aparecieron varados en los arrecifes y las playas contiguas, pero de los marineros no se supo, sin que nadie hallara una explicación. Otros botes se perdieron en los caladeros donde habíamos faenado siempre, con embarcaciones que por su escasa quilla eran osadas en las proximidades de las rocas. La pesca de cabotaje era buena si se sabían leer los vientos y las corrientes, y siempre sobraba pescado para abastecer a la aldea, pero ahora era distinto, ningún bote volvió de los que se aventuraron en mar abierto. Ni grandes ni pequeños, solo encontramos pecios y maderos. Durante algún tiempo fue un misterio y nadie quiso faenar en previsión de la desgracia, pero se impuso la necesidad del hambre y salieron las barcas restantes, como un ejército que intentase encontrar el origen de nuestro mal. Las vimos perderse en el lejanía y permanecer suspendidas bajo el sol de la tarde, hasta fundirse con las luces del crepúsculo. Los supervivientes arribaron al arrecife entre un revuelto de astillas.

Casi todos los marineros admitieron que la rapidez de los acontecimientos hacía dudar de lo sucedido en apenas un instante. La mayoría recordaron que una descomunal criatura había arremetido contra ellos como una exhalación que saltaba entre los botes para arrastrarlos tras su salto. Su primer ataque fue fugaz, un grumete se asomaba para arrojar cebo por la borda, y de repente desapareció reclamado por una sombra que surgía de las profundidades. Tres botes corrieron en su socorro imposible, y la sombra los golpeó furiosamente, haciendo que volcasen con gran confusión de gritos y chapoteos. Alguien gritó mientras su cuerpo se desgarraba en un revuelto de espumas. Quedó volteado y hacia arriba, partido por su mitad. Otro marinero advirtió un roce en el costado y se descubrió herido. Se desató un horror de gritos apagados por la furia de las aguas. Una forma enorme nadaba entre la desesperación. Sucedió una calma roja y fúnebre, con algunos despojos que se sumergían lentamente en el abismo.

Supimos que era un demonio porque mató a quince vecinos más en los siguientes días. En distintos lugares de la isla, en ensenadas, en playas, hasta que todo quedó proscrito y desierto. Las dos primeras víctimas simplemente desaparecieron sin dejar rastro, una pareja que supusimos huida por amor. Rastreamos la isla sin encontrar indicios de su presencia, ni huellas ni hojas aplastadas que hubieran revelado un refugio para dormir. Tampoco aparecieron ahogados, se inspeccionaron las playas sin éxito durante una semana, después de que imagináramos un accidente fatal. Senderos abruptos para despeñarse había muchos, y se recorrieron en busca de un indicio que iluminara la búsqueda. Al final encontramos una camisa rota en una ensenada perdida, donde supusimos que entraron al mar para consumar su deseo. Nada más.

Las siguientes víctimas desaparecieron con aciago recuerdo de su desgracia. Tres pescadores que salieron en una barca y los vimos perderse para siempre entre la agitación de las olas, otros se aventuraron en las playas y sucumbieron ante testigos paralizados por una sombra que irrumpía de improviso y atacaba con una espantosa crueldad. Gritos, espuma y el silencio de la ausencia. No hubo supervivientes, apenas restos que provocaban espanto. El demonio acechaba en el mar y era imposible adentrarse en él sin correr un gran riesgo.

Abandonamos el océano en la esperanza de vivir del arrecife y lo que ofrecía la tierra, pero rezábamos a los dioses para que pusieran fin al demonio. Entonces, después de una tormenta que se prolongó una semana, apareció nuestra súplica sobre los arrecifes, sin ser devorada o sumida en el abismo. Solo por eso y su tamaño creíamos que se emparentaba con los dioses, porque habíamos orado y llegó tras la tempestad y porque había renacido de sus heridas para revelar a un gigante de piel distinta y más blanca, un gigante tan fuerte que quizás los dioses lo hubieran enviado para matar al demonio.

Tras reponerse y compartir algunos de nuestros oficios, el gigante recobró el habla y pudo balbucear que se llamaba Onuk y pedir por señas un guía para conocer los alrededores. Me encomendaron su tutela y lo acompañé por un recorrido que le mostraría lo más representativo de nuestra isla. Supuse que no me entendía, pero su trato era agradable y ya había faenado conmigo, persiguiendo a los cangrejos y encontrando algunos peces atrapados entre las rocas. Pronto lo consideré un amigo, porque tenía una sonrisa simpática y era respetuoso. Me asombraba su tamaño, que era doble al nuestro. Al separarme de él y reparar en su apariencia, me parecía casi un niño grande, siempre tan sonriente y presto a colaborar. Su vigor físico era prodigioso, casi diría que destacaban todos los músculos de su cuerpo, aunque alejándose un poco más se descubría que la impresión infantil era subjetiva, y se apreciaba a un hombre delgado, aunque menos que nosotros. Lo más llamativo sin duda era el color de su piel, que era muy rosada, a diferencia de la nuestra, mucho más oscura, casi negra, curtida por el sol. Al principio nos preocupó porque comprobamos que enfermaba y hubimos que protegerla con la savia de unos arbustos, al comprender que su esencia divina se resentía en nuestro mundo imperfecto. Después de unos días observamos que se tornaba dorada y parecía más resistente. Suspendimos el tratamiento y se estabilizó en la salud.

Lo advertí meticuloso y no me sorprendió que pronto centrase su atención en la costa, que reconoció desde los acantilados tres veces al menos, con una insistencia que yo no acertaba a comprender. Una mañana, durante una de nuestras travesías, descubrí que hablaba mi lengua y era capaz de expresarse torpemente, con pocas palabras, para decirme con su acento de sílabas que aún sin recordar su pasado nos ayudaría a cazar al demonio. Le dije que era imposible, que nadie había visto más que una sombra, y me respondió que cazaríamos una sombra. Después descendimos hasta la playa, trazó en la arena lo que parecía un dibujo de la isla vista desde la montaña, con sus curvas de la costa, con las ensenadas y los cabos, que eran suaves como yo los recordaba desde arriba. Me pidió silencio y me pareció que dormía ante la arena. Lo interrumpí y me mandó callar de nuevo, con tanto énfasis que permanecí a la espera de sus órdenes sagradas. Onuk conocía nuestra lengua y parecía abstraído en un saber importante.

Durante los siguientes días recorrimos incansablemente los acantilados, de un modo que pronto dejó de ser caótico para adquirir una pauta. Dormíamos en cuanto caía la noche, amparados por cualquier cobijo, y nos despertábamos al amanecer, para alimentarnos de frutas y carne ahumada que guardábamos en un pequeño zurrón. Después volvíamos a las mismas horas a las mismas ensenadas, con ligeras modificaciones, con escasas variantes en el lugar desde donde Onuk oteaba el mar. Hasta que un atardecer, sobre el promontorio que dominaba una bahía escarpada, señaló un punto lejano, un punto que avanzaba rápidamente hacia el interior de la ensenada. Pronto se situó cerca de nosotros y permaneció inmóvil, confundiéndose bajo el saliente donde nos encontrábamos, una laja de roca que presidía el paisaje. Allí tenía su guarida el demonio, sin duda amparado por un agua mucho más tenebrosa, porque era más opaca e intensa, como si la profundidad fuera mucho mayor. Sin duda era una entrada al abismo donde vivía la criatura, cuya sombra me pareció tan grande como cinco bueyes en fila. Onuk dijo que era hora de regresar al poblado.

Nuestro regreso despertó admiración al comprenderse que Onuk había aprendido nuestra lengua en los días que vagamos por la isla, lo que se atribuyó a su alma emparentada con los dioses. Por su parte, Onuk se empeñó en negar la evidencia de su carácter divino, con el argumento de que durante su estancia entre nosotros, mientras marisqueaba en los arrecifes, perseguía monos en el selva o faenaba en los campos, atendía nuestras conversaciones a la espera de que una luz se abriera en su mente, porque no solo había olvidado quién era o cuál era su procedencia, sino también el habla misma, quedando sus labios reducidos al silencio o a esbozar gemidos irreconocibles, que era cuanto parecía brotar de su garganta.

Durante varias jornadas deambuló por la selva, procurándose varales de bambú y lianas cuya utilidad se nos antojó un misterio. También atrapó gran cantidad de ranas venenosas, de las que utilizábamos para impregnar los dardos de las flechas, y las guardó en una cesta de hojas de palma que urdió con gran habilidad. Después empleó las lianas para anudar las cañas, hasta construir una enorme jaula, dotada de una puerta descendente, que cerraba o abría uno de sus lados. Tomó los varales que estimó oportunos, de considerable grosor, se aseguró de su correcta flexibilidad y procedió a cortar, afilar, y quemar uno de sus extremos. A continuación empapó su corte con el veneno de las ranas, y aseguró que emplearía las cañas como lanza, según explicó torpemente a los curiosos. Observamos que entendía casi todas nuestras palabras, pero pronunciarlas le era más difícil, porque los labios y la lengua se le trababan en su concreción, como si desconocieran los sonidos y no acertaran a pronunciarlos correctamente. Pese a sus continuos errores, entendimos que pretendía capturar al demonio en una jaula y matarlo sin *tregua. Temimos que hubiera perdido el juicio, pero al instante aceptamos que su saber superaba nuestra torpeza.

Entre varios porteadores condujimos la jaula hasta donde se nos señaló como destino, a través de senderos demasiado estrechos para el transporte de un encargo tan grande, por pendientes resbaladizas que nos hicieron temer por la carga, siempre atentos a las instrucciones de Onuk, que corría de un lado a otro de la jaula, asegurando su integridad, reforzando un nudo que parecía flojo, despejando el obstáculo que entorpecía nuestro paso. Por fin llegamos a la ensenada escogida, donde se encontraba el saliente bajo el que se refugiaba el demonio. Con extrema precaución y manteniéndonos a salvo del agua, embocamos la jaula a la entrada de la oscuridad y esperamos durante horas sin que nada sucediera. Vigilamos mientras Onuk revisaba obsesivamente cada nudo y cada junta, para anticiparse a las debilidades estructurales y asegurar la resistencia de su trampa. También se preocupó de que los varales, afilados y convertidos en durísimos tizones, se ubicasen correctamente sobre la cuna de unas guías dispuestas sobre el techo de la jaula, para dirigir la trayectoria de la lanza hacia los puntos vitales del demonio.

Tras una infructuosa espera, mientras vigilábamos la jaula desde el acantilado, por turnos y en riguroso silencio, porque así se nos había pedido, Onuk aseguró que presentía al demonio muy cerca, acechando desde el otro lado del umbral, y que era el momento de forzar su presencia. Pidió un cuchillo, el más grande que tuviésemos, y le tendimos un machete bien afilado, útil para desbrozar la espesura de la selva. Saltó a la jaula y afianzó los pies sobre el techo, cortó suavemente su muñeca con el machete y la sangre resbaló mano abajo hasta caer sobre el mar. Distinguí su color diluyéndose en el agua grisácea, y otra vez me sorprendió que Onuk fuese colosal e infantil al mismo tiempo. Recuerdo que lo miraba a plena luz y *recorría su musculatura enjuta, que resaltaba bajo la piel dorada. Se concentró como si percibiese algo más allá de los sentidos. La sangre continuaba goteando entre sus dedos. Desde nuestras atalayas de observadores nos miramos sin comprender cuál era su propósito. De repente, una sombra negra inundó la jaula y se detuvo en su centro.

Anticipándose a nuestros ojos, Onuk cerró la puerta de la jaula y saltó sobre la pica central, asegurada sobre el lugar que definía su trayectoria. La pica cayó arrastrada por su peso y se hundió en la sombra, que permaneció inmóvil apenas un instante, mientras Onuk se precipitaba hacia las otras dos picas que ensartarían el cuerpo de su presa. Hundía la última de las cañas envenenadas sobre la cabeza de la sombra, cuando la jaula pareció deshacerse en las aguas y liberó al demonio, que saltó revelando una criatura monstruosa, armada con terroríficos colmillos triangulares, dispuestos en una sonrisa de varias filas de dientes que mostró en una dentellada fallida. A todos nos descubrió con la misma mirada, de unos ojos enormes y brillantes, fríos y tan muertos que helaban el alma. Después se sumergió de nuevo, envuelta en espumas que se abrían a su paso, precipitándose hacia el exterior de la bahía a una velocidad desconocida para los mejores barcos. Dos veces voló el demonio sobre las enloquecidas olas que flanqueaban su paso, y en ambas distinguimos a Onuk amarrado a los restos de sus picas y lianas, luchando por nuestra venganza contra aquel monstruo del averno. Quedó un rastro de sangre y nuestra sorpresa por la prontitud de los hechos.

A mitad de la semana nos sorprendió una tormenta de varios días, tan violenta como no recordaban los mayores. Suspendimos la búsqueda porque era imposible encontrar con un viento que arrancaba los árboles de la selva y convertía el acceso a las ensenadas y las playas en una empresa insalvable. Nos mantuvimos a resguardo como aconsejaba la prudencia, en mitad de un cielo de relámpagos que iluminaban la rompiente salvaje de los arrecifes. Luces espectrales se adueñaron de la lluvia y el fuego santo estalló en las agujas y los mástiles, un fuego azul y tan purísimo que interpretamos como la respuesta de los dioses a nuestras súplicas. Después amaneció y unos pescadores advirtieron que Onuk había aparecido de nuevo sobre los arrecifes, en el lugar de la primera vez y también casi muerto. Ya lo traían de regreso y pronto podría dormir entre los aromas sagrados.

Despertó para asegurar que su pensamiento era un vacío blanco, solo se contemplaba muerto en algún lugar y renacido maltrecho en aquella tienda de humos. Supimos que verdaderamente se llamaba Onuk y que había perecido para salvar a nuestro pueblo. Nada recordaba del demonio y sus palabras fueron sinceras, y aún con su pronunciación extraña y desajustada comprendimos que había perdido su esencia divina para renacer convertido en un ser nuevo. Preguntó si podía quedarse con nosotros y lo prevenimos de nuestro agradecimiento, porque por él celebrábamos la supervivencia. Entendió nuestras palabras, pero no su sentido, y supusimos que había entregado su memoria en pago a la desaparición del demonio. Aceptó no obstante, porque comprendió que jamás recordaría su pasado y nosotros supimos que estaba en lo cierto. Le ofrecimos hospitalidad y nos aprestamos a las celebraciones por su regreso.

No concluyeron aquí los beneficios de contar con Onuk, que además de ofrecerse para cuantas tareas requerían colaboración, nos sorprendió con la fecundidad de su ingenio, al elaborar una variante de su jaula que adaptó con singular éxito a la pesca del atún, procurándonos una abundancia y prosperidad desconocidas. Finalmente terminó por olvidar que olvidó su pasado y fue uno de los nuestros, lo que supimos porque encontró una familia, sonrió siempre y pareció feliz hasta fin de sus días. En nuestros cánticos evocamos al titán que vivió entre nosotros y portaba el alma de los dioses.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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