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viernes, 28 de febrero de 2014

Aquel rincón perdido

A los que olvidaron sus recuerdos


El cartero nos encontró a media mañana, en una travesía perpendicular a la cuesta larga, donde nunca para nadie. Llegó envuelto en el sonido de su bicicleta, que protestaba por los muchos baches. Habló con el abuelo frente a la puerta, bajo la higuera. Después llamó a casa de la vecina y dejó el telegrama, recogió una firma y se fue con el tintineo de su bicicleta por la misma cuesta de llegada. El abuelo entró en la casa y Margarita llamó después, para alegrarnos con la noticia de que regresaba su esposo Manuel, tras años de ausencia. Después llegó Teresa, que era otra vecina, atraída por la felicidad de Margarita, que gritaba de júbilo por el regreso de su hombre. Mire usted que le guardo la casa como el mismo día que se enroló de fogonero en el barco ese, el que se hundió en el confín de las islas, donde todo era agua y se perdían los náufragos. Pero su Manuel era muy fuerte y escapó a lo peor hasta volver a su sitio, junto a su esposa. Poco más contaba el telegrama, que llegaría a la mayor brevedad, apenas resolviese la última combinación de transportes. Se despedía su amante esposo y otras cosas de enamorados que prefería omitir porque era personal. Margarita sonrió y pareció reconciliada con la vida, lo que era insólito en un temperamento tan inquieto. La cicatriz de su mejilla se suavizaba por el gozo y parecía menos triste y cruel, extendiéndose desde la nuca hasta la comisura de los labios, donde se deshacía en un tridente astillado. Aún así, su rostro se iluminaba con una dicha íntima y purísima. Pidió disculpas por tanta felicidad y se despidió para regresar a su casa, porque tenía un guiso en el fuego y se podía quemar. Esa tarde, Teresa, la vecina de enfrente, visitó al abuelo bajo la higuera y habló con él en privado. Entreví sus gestos mientras atisbaba tras los visillos del cuarto de estar. Teresa convencía al abuelo mientras este negaba con la cabeza. Después el abuelo quedó solo y pareció confundido, como si al escuchar a Teresa le hubiese quedado un temor.

Manuel recaló de madrugada, apenas delatado por el toquetear de una aldaba en la noche y la luz que se enciende con el grito de júbilo y luego un silencio quebrado por la alegría. Se escucharon murmullos, sollozos, algún gemido y quietud que se perdió en la mañana porque el viaje había sido largo y era preciso reponerse del cansancio. El abuelo salía cuando Margarita llegó radiante, convertida en un torbellino de plenitud. Aceptó un tazón de sopas porque aún no había desayunado de tan gozosa que fue la noche, y bajó la voz para confesarle a la abuela que su Manuel había regresado más hombre, por las fatigas de la soledad se entiende, y que la había amado casi hasta el alba, cuando se durmió con un sueño de bendito y un roncar de macho que retumbaba en la alcoba y esparcía una paz monótona, honda, que inspiraba confianza. Ella gozó con su Manuel como si el tiempo se hubiera detenido desde que se embarcó en aquel viaje que era mejor olvidar. Por lo demás, había vuelto más guapo, tanto que le había removido el orgullo de hembra, tostado por el sol inclemente que había padecido para regresar al hogar, y más magro que a su partida, sin duda atribuible a las penurias de un viaje que, por mala planificación o desgracia, se había convertido en una peligrosa aventura. Por fortuna había regresado con bien.

Margarita también dijo que su Manuel volvía para quedarse y que el equipaje llegaría después. Poca cosa, algún recuerdo que había adquirido en los puertos que jalonaron su regreso desde un lugar civilizado, donde pudo embarcar en un navío mayor, de cabotaje, que le sirvió para subir continente arriba hasta alcanzar las grandes ciudades del norte, donde fue posible contactar con la compañía naviera, que apenas supo de tanta ventura le facilitó el regreso. La urgencia y el deseo de concluir su desgracia lo impulsaron a preceder a su equipaje, encomendado a una agencia de transporte, y que era más bien poco, unos recuerdos comprados con el salario de estos años y una gratificación adicional, acorde con las leyes de los desaparecidos y la fortuna de la naviera, que se beneficiaba al eludir la compensación de la viuda, requisito legal que se habría hecho efectivo en cuanto transcurriesen los plazos para declarar muerto al náufrago. Manuel llegó de madrugada, con lo puesto y la compañía de una mascota que había traído de las islas perdidas. El resto importaba menos y esperaría hasta la tarde.

Una camioneta apareció al oscurecer, con el equipaje encomendado, que Manuel acomodó en las ubicaciones escogidas por su Margarita. Aquí esa talla decorativa, de una madera tan oscura que ni siquiera tenía nombre, porque solo los animales del bosque sabían encontrarla entre una vegetación toda igual, y Margarita se estremecía cuando su hombre le explicaba que no solo las fieras mataban al menor descuido, sino también una miríada de pequeños insectos, ranas, y plantas, que a la postre se revelaban más dañinos que las propias alimañas, fáciles de descubrir y abatir con un arma. Por el contrario, no cabían prevenciones ni defensas contra el veneno de algunos animales pequeños, tan violento, tan rápido, que no existía cura posible contra la picadura, y Margarita palidecía aún más cuando Manuel explicaba que era preciso extremar las precauciones entre la floresta, porque bastaba apoyarse en un tronco o pisar una hojarasca desafortunada para sentir el dolor y al instante una parálisis o el desfallecimiento. También se asustó cuando Manuel habló de la serpiente siete pasos, porque una vez que su saliva se mezclaba con la sangre, la víctima caía fulminada en apenas unos segundos. Después se maravilló de que su amor usase aquel veneno, el más potente que se conocía, para untar sus flechas y procurarse una cacería fácil.

Como muestra de la fidelidad de sus palabras, Manuel mostró a Margarita un pequeño arco y una aljaba de afiladas flechas, que había fijado a la pared del comedor. Margarita aseguró que era un motivo decorativo que siempre recordaría la fortuna de su regreso. Manuel inclinó la cabeza y confesó a su amada que no le avergonzaba reconocerlo, que sin ella se sentía perdido desde que la tormenta desarboló el barco y la noche se convirtió en un revuelto de espumas. Se recordaba sin gobierno contra los arrecifes y no sabía más, solo que despertó sobre la orilla de una playa de arena negra, al norte de una isla donde la vegetación era espesa y el agua dulce abundante. De allí provenía su compañero, Macaco, que encontró durante su primera exploración, inmovilizado entre unas zarzas donde se había enredado por accidente. Lo liberó con cuidado, procurando alejar las espinas, que lo habían herido en varios lugares. El monito lo miraba con tristeza, ya resignado a su suerte mientras él decidía llevarlo consigo, por si acertaba a curar su daño, que no parecía demasiado grave, a excepción de una mano descoyuntada o rota por la muñeca. Ya por la infección de los arañazos, algunos bastante profundos, o por la inactividad requerida para que aquella extremidad laxa recobrase el vigor, el mono moriría pronto de fiebre o hambre, poco importaba la naturaleza de su fin, que acaso fuera aún antes, en cuanto un depredador oliese la sangre o escuchase sus gritos.

Manuel besó a Margarita muy tiernamente, recreándose en la dulzura de sus labios, y le confesó que, sumido en la desesperación tras el naufragio, había considerado los perjuicios de la soledad absoluta. Supuso que el mono le serviría para entretenerse mientras lo encontraba su rescate. La ayuda exterior parecía difícil, porque habían navegado muy lejos de las rutas comerciales y el mar era un salpicado de islas, así que era aventurado predecir cuánto tardarían en encontrar a los supervivientes. Acomodó al monito en un saco de arpillera y lo llevó hasta la orilla de playa, donde limpió sus heridas con agua salada e inmovilizó la mano por si el hueso curaba con reposo. Pese a la desconfianza propia de las bestias que no han tenido contacto con el hombre, el mono se resignó a su suerte y aceptó que lo alimentara con unos dátiles y hojas de arbustos que encontró en el palmeral que delimitaba la playa a lo largo de la línea de la costa.

Entramos a la casa con las luces encendidas, porque Manuel así lo había dispuesto para que contemplásemos mejor sus recuerdos. Nos explicó la utilidad de un pequeño instrumento musical que tocaban los indios y servía para invocar a los espíritus. Calabazas en un bastidor de caña que se golpeaban con los dedos y emitían un sonido de marimbas, pero asociado a una nota adicional, que flotaba suave y estremecía la conciencia. Después nos enseñó unos pañuelos de colores tan vivos que eran resplandecientes. Comentó algunas propiedades de las telas, que nunca se deshilaban ni perdían el brillo por mucho que se lavaran con agua caliente, y nos permitió oler diversos perfúmenes que llenaron el aire de aromas. También nos mostró los insectos embalsamados, las pieles de serpiente y los colmillos de elefante, esculpidos con unas filigranas tan bellas que convertían el marfil en un destello del arte. Quise apreciar lo que supuse una caligrafía pero era demasiado pequeña. Me aparté para contemplar los colmillos en su conjunto, muy altos y blanquísimos, apenas arañados por aquella escritura en relieve. De algún modo inspiraban una cierta sensación de autoridad. Entre ellos destacaba un pequeño escabel de terciopelo granate, sobre el que hice intención de sentarme.

Algo salió de la nada, algo peludo y muy rápido, que se enroscó en mi pierna y escaló sobre mí, ascendiendo hasta la cabeza, desde donde saltó a las manos de Manuel, que había acudido en mi auxilio. Alzando la voz, nos presentó a Macaco, mientras el monito se encaramaba sobre su hombro y permanecía allí muy digno, a salvo de nuestra presencia. Manuel me preguntó si me encontraba bien, a lo que asentí porque aparte del sobresalto no había sufrido ningún mal, y luego bromeó sobre mi desfachatez al arrebatarle el trono al rey mono, porque Macaco, tan insignificante, era la encarnación de una antigua leyenda de las islas perdidas, que se encontraban en un lugar pacífico y asombrosamente calmo. Añadió Manuel algunas bromas más, hasta adoptar un tono serio y admitir que aquel simio era lo único que lo había salvado de la locura durante el olvido, y que después de alimentarlo a mano durante unos días, pareció que recobraba movilidad en la pata lastimada. Pronto pudo andar y correr a su antojo. Se reveló entonces una ayuda inestimable y le descubrió más recursos alimenticios. Pozas donde abundaba la pesca, nidos de huevos y frutas entre la espesura, larvas de hormiga y algunos hongos dulces. Lo necesario para sobrevivir durante casi dos años, hasta que pudo hacer humo para un velero lejano, de pescadores faenando, que lo rescataron cuando había renunciado a la esperanza. Macaco, por entonces su compañero inseparable, embarcó con él, desapercibido entre unos cabos del bote de rescate. El resto fue más fácil, las autoridades se hicieron cargo, informaron a la naviera propietaria del buque hundido y lo interrogaron en busca del lugar del naufragio, por si era posible encontrar otros náufragos. Después compensaron su desgracia y le facilitaron el regreso.

Ahora Macaco era su sombra y lo acompañaba incluso en la alcoba, donde Margarita le había dispuesto un apartado con cojines y mantas para su comodidad. Por lo demás, el monito disfrutaba de su nueva vida y ya había aprendido donde se guardaban las galletas de canela y otras golosinas que habían despertado su codicia. Era un buen animal y muy gracioso, con esa cara pícara y la mirada traviesa, con esos ojos enormes e inocentes y ese morro negro, siempre entretenido en comer algo. Más interesante era la cola, tan larga y flexible que parecía llegar a todas partes. Manuel aseguró que Macaco la usaba para equilibrar el peso del cuerpo, de modo que en realidad casi podía decirse que flotaba en el aire. Daba fe de que su apreciación era cierta, porque había tenido más de dos años para observarlo con detalle. Casi aseguraba que conocía sus pensamientos, de tan estrecha que había sido su convivencia. En una ocasión tuvo fiebre, porque le picó una araña, y Macaco permaneció a su lado hasta que se recuperó, despertándolo cuando el sueño lo arrastraba demasiado profundo y peligraba su vida. Tuvo pesadillas entonces, de sombras rojas que se confundían en un sol crepuscular. El mono estuvo a su lado y le trajo fruta para que comiera y se recuperase. También encontró miel y robó huevos de perdiz para que le sirviesen de sustento. Como si pagase su deuda de gratitud por haberlo salvado de las zarzas. En otra ocasión, enfermó por la picadura de un pez escorpión y Macaco también lo cuidó, como otras veces más, así que cuando el mono sucumbió al hechizo de una serpiente, él estuvo allí para ahuyentarla y salvar a su amigo. También siempre que comía bayas rojas, que lo volvían loco y era como si lo poseyese el espíritu de la selva. Acudía en su auxilio y le proporcionaba agua fresca y raíces curativas, adecuadas para superar la resaca de aquellos frutos narcóticos. A la postre era su compañía en aquel destierro de sol y viento. Después Manuel quedó pensativo y aseguró que tanta soledad había creado un vínculo.

El color dorado de su pelaje le prestaba a Macaco un cierto aire majestuoso, como de rey de la selva o dueño de un imperio. Era muy cómico, porque se movía con ligereza y sus movimientos llegaban a todas partes, con esas manos y pies en miniatura, que parecían humanos pero se revelaban más diestros. A veces pareciera que se detuviese el tiempo y Macaco aparecía súbitamente en cualquier lugar, como si las dificultades del espacio no tuviesen que ver con él. Siempre imitaba lo que veía y jugaba a reproducir los movimientos de su interlocutor, despertando la risa de los espectadores, porque el monito se convertía en un calco del original. También era listo, y aprendió todos los trucos que le enseñamos una tarde, con Manuel bajo la higuera, cuando el abuelo le dijo que si había perdido la memoria, que lo buscaban para matarlo, que tenía asuntos pendientes y lo querían bien muerto, que por eso se embarcó de fogonero tras recién desposarse con su amada, gracias a quien le ofreció ayuda cuando lo buscaban para cobrar su vida, que valía un buen precio pagado por el señor y las autoridades. El asunto fue una disputa de amor que se saldó mal, con un señorito despechado y él defendiendo a la mujer que ahora era suya de tanto esperarlo. Margarita también perdió el sentido y la memoria al quedar malherida aquella noche de su matrimonio, cuando despertó trastornada por su delirio, fija en él para siempre. Lo había esperado cada día desde entonces, hasta que llegó el telegrama y enloqueció aún más, añorando su regreso como si jamás hubiera sucedido nada, como si no se reconociese en la mujer marcada por la botella y pensara que su amor era consagrado y puro. Pero la vida era diferente, porque él había muerto al hijo del señor y las autoridades lo buscaban para prenderlo y conducirlo hasta la horca, el presidio con suerte. Los testigos apoyaban la versión del señor y poco restaba por decir, así que lo mejor era desaparecer y dejar que las venganzas se adentrasen en el olvido. Escapar con Margarita si así lo deseaba y desaparecer para siempre. Manuel dijo no recordar nada, que eso era el sin vivir de un hombre, y se reafirmó en bajar al pueblo y entregarse para aclarar los malentendidos. Alguna reparación habría de haber al daño, y nada mejor que darse a las autoridades y poner en orden la conciencia. Pagaría a la justicia lo que precisase su culpa y regresaría junto a su amada, porque solo la recordaba a ella y la quería para siempre. De nada sirvió que el abuelo insistiera y que Teresa se sumase a sus ruegos de cordura con el argumento de que había sufrido visiones en la madrugada. Manuel no recordaba su vida anterior, pero insistía en que era imposible, que sería un equívoco, que los testigos se retractarían al comprobar su inocencia.

La víspera de la feria del ganado, Manuel se levantó de la siesta bien entrada la tarde, saciado por el amor de su esposa Margarita, y fue al cuarto de baño a completar su aseo personal. Un recipiente con agua caliente le permitía afeitarse mientras Macaco observaba desde el techo de un armario, siempre atento al quehacer de su amo, que lo encandilaba con el brillo de la navaja. Mi abuelo y Teresa acudieron a convencerlo por última vez, aún estaba a tiempo de escapar. Nadie sabía de su llegada porque el cartero era discreto y amigo, y el telegrama se entregó sellado, así que se desconocía su mensaje. No todo estaba perdido, él no estaba allí y aún cabía la huida. Manuel no atendió las palabras del abuelo, ni de Teresa, que advertía de visiones que anunciaban malo. Manuel continuó afeitándose mientras insistía en mejor pagar sus deudas que consumir la vida huyendo. En vano le advirtieron que los odios se mantenían frescos y que trataba con gentes canallas. Quienes se preciaron amigos hacía mucho que lo vendieron a buen precio, los jueces apenas recordaban el caso e irían en favor del poderoso, y huye y vive en lugar de condenarte al presidio o la muerte. El abuelo y Teresa insistieron en torcer el sino de Manuel, pero no hubo modo porque jamás se conoció hombre más obstinado ni confundido en su certeza. La conversación se prolongó más allá de que Manuel concluyese su afeitado, y terminó con un discúlpenme señores, tengo asuntos que resolver, confío en regresar pronto.

Manuel bajó al pueblo entrada la noche y despertó la atención de quienes lo habían olvidado. Un forastero, tan moreno y con ese mono avieso que se mantenía sobre su hombro, difícilmente hubiera pasado desapercibido entre sus antiguos vecinos. Señalaron a Manuel, primero con incredulidad, después con recelo, por si iba armado y pretendía venganza. Al sentirlo tan tranquilo, tan ajeno a sus culpas, lo comprendieron fuera de este mundo, por lo que se limitaron a seguirlo hasta que se adentró en el recinto destinado a la feria del ganado. Despertó el relincho de los caballos, el gruñir de los cerdos, el mugido de las vacas y el alboroto de las gallinas y los pavos, porque todos los animales parecían incomodarse con la presencia del monito. Sin duda reconocían su olor como extraño y sentían miedo. Las cabras huían, las ovejas se amontonaban en la esquina más apartada de sus corrales, todo era confusión y chillar de bestias. Hasta que los operarios cerraron todos los accesos al recinto que albergaba la feria, y un grupo de hombres irrumpió armado, un grupo de hombres conducido por otro más elegante, más distinguido, que era señor e imponía su autoridad. Detuvieron a Manuel y sin mediar palabra la emprendieron a golpes. Macaco se encaramó sobre un poste, lejos del alcance de los hombres, que continuaban golpeando a Manuel. Insultos, gritos y el jadear cansado de los verdugos. Pronto sólo quedó el rumor sordo de los golpes, hasta que el hombre elegante ordenó arrojar la basura a una pocilga apartada, donde los cerdos se ocuparían de los deshechos. Macaco escapó por un tragaluz muy alto, próximo a las ramas de los árboles.

Tras la cena, el abuelo disfrutaba de su tabaco bajo la higuera cuando apareció el monito, convertido en un torbellino. Como siempre, el tiempo pareció detenerse ante la armonía y velocidad de sus movimientos. Macaco no atendió al abuelo, ni a Margarita, ni a nadie que intentara atraerlo. Corrió enloquecido por la casa, saltando entre los muebles, trastornado por un frenesí incomprensible, sin esfuerzo, como fundido con el aire. De repente, sin que Margarita o el abuelo acertasen a impedirlo, encontró las bayas rojas y corrió con su botín bajo los colmillos de elefante, al taburete granate que extendía su reinado, donde se entretuvo en devorar su tesoro. Después permaneció tranquilo mientras el abuelo se acercaba por su espalda, para atraparlo e introducirlo en un saco, a la espera de tomar una decisión mejor. Macaco presintió al abuelo, se encaramó sobre uno de los colmillos y pareció leer las letras sobre el marfil. Descendió inspeccionando la escritura diminuta hasta que se detuvo sobre una mano y un pie, desafiando la gravedad. Movió la cabeza como si pensase, emitió unos gruñidos y mostró sus dientes afilados. Saltó sobre el taburete, un armario, una mesa y un canasto, saltó aquí y allá, buscando entre los insectos embalsamados, las telas y las pieles de serpiente. Hasta que corrió al baño, rompió unos vidrios y escapó por la ventana.

El abuelo revisó los desperfectos y corrió tras Macaco, que había escapado cuesta abajo y se dirigía a los campos o el monte quizás. Supuso que las luces del pueblo atraerían al mono y se apresuró para escapar a las visiones de Teresa, que habían adelantado la desgracia incluso antes de la llegada de Manuel, con la visita del cartero. Después comprendió que Macaco no corría hacia la luz, sino hacia Manuel, que se encontraba en algún lugar del pueblo. El mono pretendía avisar sobre el percance de su dueño, que sin duda se había procurado la desgracia. Por supuesto el abuelo había reconocido el peligro, pero disculpó la visita de Manuel porque lo adivinaba sensato. Cuerdo para unas noches de amor al abrigo de miradas indiscretas, para vivir siempre allí si ese era su deseo, pero con discreción, sin comprometer a los demás. Presentarse en la feria de ganado, bajo la carpa de lonas grises donde estaría el señor y sus hombres, al margen de autoridades que reclamaran su custodia y de testigos que pudieran delatar el crimen, no era temerario sino suicida, y Manuel con su olvido ponía su destino en manos del señor, hermano del muerto, que no tendría piedad. Pero no era momento de lamentaciones, pensó el abuelo mientras alcanzaba las primeras calles del pueblo, desiertas por la oscuridad y la hora tardía. Continuó guiado por su instinto mientras se preguntaba porque Manuel volvía a casa de Margarita, que tanto visitó cuando su amor cobraba un precio, cuando todos la pretendían antes de que se rasgara su belleza en aquella disputa de gañanes y quedase marcada para siempre, antes de que perdiera el juicio y desayunara cada mañana leche y sopas de avena en la cocina de la abuela, antes de que su rostro se malograse con esa cicatriz que rompía su mejilla con la amargura del pasado. Margarita tampoco recordaba nada, para ella fue siempre así, con esa marca de nacimiento que Manuel no veía, con esa sonrisa rota que a su hombre le inspiraba pasión.

El abuelo vagó por instinto hasta que lo reclamaron unos gemidos de animal. Se orientó hacia la carpa de la feria del ganado, y entró guiado por un presentimiento aciago. El abuelo no sabe cómo describir su hallazgo. La sangre rezumaba en el aire, entre el hedor de los animales y sus excrementos. Todo lo que vivía bajo el pabellón de la feria agonizaba tras una vorágine de cuchilladas inimaginable. En apenas los minutos que el abuelo había tardado en bajar la cuesta y llegar hasta el pueblo, el mono, más rápido, había adelantado lo suficiente para ensañarse con cuanto vivía bajo la lona. Comprendió el abuelo que Macaco había robado la cuchilla de Manuel, la que tanto brillaba mientras su amo se entretenía en el aseo, y que voló repartiendo navajazos a su alrededor, como una peonza diabólica e increíblemente certeza, porque todas las cuchilladas habían sido fatales. La agonía de la últimas bestias componía un gorgoteo tan atroz que despertaba el miedo. Era imposible comprender como había tenido tiempo de decapitar a cientos de pavos y pollos, a decenas de ovejas, terneros y cerdos, a los caballos, destripados con un corte larguísimo, y a los carneros, minuciosamente heridos con cuchilladas tan precisas que la muerte fue rápida. Entre miles de cadáveres animales, el abuelo encontró a los hombres que el mono había degollado y al señor, con quien parecía haberse entretenido en una suerte especial, que nunca contó.

Macaco se plantó ante el abuelo y este pensó que había llegado su última hora. Completamente empapado en sangre, con la cuchilla de Manuel en su mano derecha, brillando entre vetas encarnadas y convertido en el instrumento de la venganza. Macaco gruño, saltó y se detuvo inmovilizándose en el tiempo como solo él sabía, esperando al abuelo, que corrió hasta Manuel, malherido en el fondo de una pocilga, rodeado de cadáveres e inmundicias. Sobreponiéndose a la dulzura empalagosa que inundaba el aire, el abuelo arrastró a Manuel hasta la salida, donde un soplo de aire fresco lo arrancó del espanto que dejaba atrás. Se apartó unos pasos y alivió su angustia. Luego recogió a Manuel, malherido pero aún vivo, y lo arrastró como pudo, dejando atrás el silencio. Después el abuelo recuerda esfuerzo porque Manuel viviese, porque despertase y ayudara en su huida, cuesta arriba, muy alto, a una de esas travesías donde nunca para nadie, donde todo se olvida.

Manuel tardó mucho tiempo en sanar, porque las costillas rotas eran muchas y otros dolores afligían su cuerpo. Pero era fuerte y había sobrevivido a un naufragio y a sí mismo, de modo que prosperó con los cuidados de Margarita y las sopas de la abuela, que lo acompañaron mientras permanecía encerrado para evitar miradas curiosas, porque el revuelo había sido mucho y convenía ser precavido. En aquellas semanas el abuelo se entretenía más bajo la higuera, para encontrarse con los distraídos que recalaban en aquella travesía remota, por si mentaban rumores o noticias confirmadas. Supimos así que se organizó un gran alboroto a primera hora, cuando el personal de la feria descubrió el horror bajo la lona, con miles de animales incomprensiblemente sacrificados y envueltos en lo que parecía una lluvia de sangre que hubiese empapado las lonas de la carpa, los maderos del andamiaje, las cuerdas, el serrín y los aparejos restantes. Todo rezumaba sangre, mucha más de la que hubiera correspondido en razón a los animales muertos. Veintiocho hombres aparecieron degollados, casi de idéntica manera. Al señor le había correspondido una suerte distinta, menos noble. No cabía imaginar culpables de una carnicería tan cruel, porque no se imaginaba una matanza tan feroz sin que los vecinos quebrasen el sueño, y nadie, absolutamente nadie había escuchado un murmullo o un romperse la calma, algo incomprensible en opinión de los investigadores. Se buscaron huellas entre el barro ensangrentado, la policía e incluso el ejército colaboraron en estudiar los cadáveres, el lodo, los maderos, las cuadras, el yeso de las paredes, todo empapado de una sangre que parecía inundarlo todo bajo la lona de la feria.

Pronto supimos de la recuperación de Manuel, por el gemido de Margarita en la noche y porque cada mañana, completamente trastornada por la dicha, llegaba a la cocina para beber el vaso de leche y las gachas de avena que la abuela le preparaba, y pedía consejo para la comida o le encargaba víveres de la tienda, arriba de los escalones, porque a ella le era imposible, por el problema de su hombre, que se arreglaría sin más que recibir unos papeles. Con la felicidad de la enamorada suspendida en sí misma y colmada en su amor. Así un día y otro, mientras el abuelo se entretenía bajo la higuera, por si pasaba alguien, por si se escuchaba algo. Llegaron rumores y muchos, pero quedaron en nada y al final se olvidó la tragedia y se alzó un edificio sobre el solar de la matanza, un mercado nuevo que hacía falta en un aquel sitio.

Hasta que una noche de verano Manuel salió bajo la higuera, a charlar con el abuelo, y se acercó Teresa y dijo que sus sueños estaban limpios y que el peligro había pasado. Vinieron entonces Margarita y la abuela, y escucharon un alboroto de hojas en las ramas altas del árbol, y Macaco cayó sobre el hombro de su amo, donde se mantuvo como por ensalmo, haciendo gala de su prodigioso equilibrio. Permaneció un segundo inmóvil, como petrificado en el tiempo, y prosiguió su incesante actividad de mirar, de rascarse, de llevarse algo a la boca. Manuel sonrió y dijo que afortunadamente no quedaban bayas rojas, que el mono había olvidado su vida en la isla, porque lo conocía, porque era así, que la soledad crea extraños vínculos, que Macaco aún agradecía la liberación de los espinos y que su fidelidad trascendía a las palabras. Acarició suavemente al monito, sobre la cabeza, y Macaco saltó de su hombro y corrió a casa, como si nada hubiera sucedido y sus fatigas de prófugo careciesen de importancia. Después Manuel miró al abuelo y a Teresa, muy solemne, muy serio, y dijo que su vida empezaba allí mismo, aquel día, junto a Margarita, porque sus almas eran compañeras en el silencio de aquel rincón perdido, donde nunca llega nadie, donde se perdió la memoria.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

2 comentarios:

  1. ¡Fantástica historia tan hermosa! Me gustaría mucho tenerla en papel, un libro que me acompañaría a todas partes.
    Gracias Blas, ¡escribes con el alma!

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  2. ¡Fantástica historia tan hermosa! Me gustaría mucho tenerla en papel, un libro que me acompañaría a todas partes.
    Gracias Blas, ¡escribes con el alma!

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).