Google+ Literalia.org: El hombre plateado

viernes, 14 de febrero de 2014

El hombre plateado

A los que esperaron toda la semana


La semana amaneció inundada con su publicidad. En el colegio, desde un mes antes, destacando sobre los paneles informativos, con charlas de los profesores y recordatorios por megafonía. Las carteleras de los cines le habían cedido parte de su tamaño, los paneles de los autobuses mostraban un mensaje único y nada, absolutamente nada, hacía referencia más que a su inminente llegada. En la tienda de la esquina, la academia de matemáticas y en el parque de los patos no se hablaba más que del sábado, en la explanada del puente.

La radio lo repetía sin desfallecer, en cada pausa, en cada intermedio, junto al cacao, el brandy y las nuevas lavadoras, el hombre plateado llegaba con un despliegue de policía que garantizaba la seguridad y el orden. El alcalde pronunciaría un discurso, tras unas palabras de los patrocinadores del evento y un espectáculo de bienvenida del que no se conocían los detalles. Todo previsto para entregar las llaves de la ciudad al hombre plateado.

Durante la semana se engalanaron las calles, se alzaron los palcos de las autoridades y se dispusieron vallas para contener al público. Se comentaba, se decía, se especulaba sobre su aspecto, aunque nada se sabía porque inaugurábamos una larga gira nacional, donde se visitarían las capitales de provincia y algún pueblo que destacase por sus tradiciones o tamaño. La expectación era máxima. Se discutía brusco y con fundamento en la barbería, entre el chasquido de las tijeras y el penetrante olor de las lociones de afeitado, donde las disputas eran más que voces, en el bar se especulaba sobre cuales serían sus primeras palabras, y junto al menú de la pizarra se mostraba un mapa con el lugar donde se reunirían los integrantes de un grupo formado para la ocasión. También en la confitería, donde los chicles de fresa olían tan fuerte y los bollos siempre eran recién hechos, con su azúcar por encima y ese tostado de caramelo. Incluso en la farmacia, por donde pasé a recoger una medicina, el boticario lo comentaba con una anciana que me pareció muy frágil. En la mercería, en el taller de camiones y en el hilado del cobre, casi junto a la estación, el hombre plateado llegaría el sábado.

Mis primos llegaron el viernes por la mañana. En el ferrocarril, a primera hora, con muchísimo frío, y los esperamos en la cafetería porque en el andén el viento soplaba demasiado fuerte y helado, propio de un enero que desaconsejaba esperar a la intemperie. El tren entró en la estación y pudimos recoger a los primos, que llegaban excitados por la novedad de pasar el fin de semana con nosotros. Se había doblado el número de vagones y los viajeros inundaron las calles adyacentes, donde se habían instalado los vendedores ambulantes, con sus tenderetes y sus puestos donde se ofrecían desde estufas antiguas a desechos de mudanza y herencia. Fuimos directamente a casa, para deshacer el equipaje y dejar todo dispuesto para la noche. Después salimos a pasear por el barrio, para que mis primos lo disfrutasen antes de la tarde, cuando iríamos a la feria instalada en las afueras, a donde viajaríamos en autobús, para disfrutar del ambiente y montar en algunas atracciones, que eran más grandes, arriesgadas y espectaculares de lo habitual. Recuerdo que me cegaba el reflejo del sol en las losetas de la alameda y que caminaba con los ojos entornados.

Comimos de pie, entre la barra y el servicio de una bodega que conocía mi padre, en el centro. Esperamos hasta que conseguimos adueñarnos de un pequeño hueco que nos sirvió para desprendernos de los abrigos y dejarlos sobre unos taburetes. Mi tía y mi madre doblaron cuidadosamente las ropas, para que no se arrugasen por amontonarse sin precaución, y las apartaron hasta donde supusieron que se mantendrían a salvo de las manchas. Nos desprendieron de los abrigos, hacía calor por la gente que se agolpaba en la barra. Me gustaron los tirantes de mi tío y la camisa de rayas finísimas, que me pareció muy elegante. Dijeron donde la habían comprado en la sastrería del pueblo, que siempre había vestido a la familia y que ahora, con un aprendiz y las revistas de moda que recibían del extranjero, había mejorado tanto que la alta costura parecía nacida en su taller, porque era preciso reconocerlo, el hijo trabajaba mejor que el padre. Tenía otro gusto para las telas y era muy fino en los patrones y el corte. Después me desentendí porque nos sirvieron aceitunas para que entretuviésemos la espera. Jugué con mis primos en ver quien llegaba más lejos escupiendo el hueso, y hubiera ganado, pero se suspendió porque molestamos a nuestros vecinos de barra y mi padre nos ordenó parar. Comimos patatas fritas, queso, alas de pollo y arroz con leche como postre.

Pasamos por casa de otro de mis tíos, que trabajaba en la ciudad, con el que apenas coincidíamos porque vivía en un barrio apartado. Me sorprendió que tuviese el pelo completamente blanco. Lo recordaba moreno y con un bigote muy negro, que ahora era gris, por las canas, un poco amarillas sobre el labio superior, supuse que por el hábito de fumar. Mis padres dijeron que el tiempo no perdona y era ley de vida, y todos asintieron, porque al parecer eso era así y no cabía ninguna discrepancia. Mis primos y yo nos entretuvimos en un cuarto anexo, que pertenecía a un hijo mayor que estaba fuera, la verdad en que no lo supe muy bien, pero apenas importó porque el cuarto rebosaba de juguetes y pronto encontramos unas pistolas que disparaban bolas de goma y nos entretuvimos en escondernos y luchar, hasta que se rompió un vaso o un jarrón, del que solo recuerdo una infinidad de fragmentos inundando el suelo y a mi tía con un recogedor y pidiendo disculpas por lo que era un accidente. Después nos dejaron unos fascículos encuadernados, que nos entretuvieron hasta que mi padre aseguró que era un poco tarde y que debíamos salir para llegar a buena hora y que no hubiese demasiada cola para las atracciones. Mis primos gritaron felices, les incomodaba la lectura.

La feria me sorprendió porque era más grande y completa que otros años. Disfruté muchísimo, quizás por ir con mis primos. Mi tío pagó varios viajes y mi padre lo imitó en una carrera para ver quien era más generoso, de modo que nos beneficiamos de una suerte inesperada. Recuerdo demasiado ruido y bastante vértigo, porque a mis primos solo les interesaban las atracciones emocionantes y muy aéreas. Persiste en mi memoria un instante de confusión cuando viajábamos en la noria, al sentir que me desprendía del asiento y apoyar mis manos sobre el techo, mientras me encontraba boca abajo y descubría que mis bolsillos se vaciaban en una lluvia de objetos que aparecían ante mí, flotando en el vacío. Duró un instante, porque cayeron muy rápido y jamás pensé en soltarme para impedir su caída, que ocurrió mientras yo empezaba a doblarme sobre mí mismo y a sentir que ocultaba el cuello entre mis hombros. Por fortuna la noria reemprendió su movimiento y regresamos a la posición normal, aunque con los bolsillos vacíos. Nos devolvieron los objetos perdidos unos empleados muy amables que atendieron a una legión de viajeros confusos, a quienes mostraban las pertenencias encontradas antes de dirigirlos a la salida. Mis primos disfrutaron mucho, yo no tanto.

La noche fue muy divertida, porque dormímos en la habitación de invitados, donde habíamos desplegado unas colchonetas. Tuvimos la luz encendida hasta que una lucha de almohadas y cojines despertó el enfado de mis tíos, que nos riñeron y ordenaron apagar la luz. Continuamos en voz muy baja y en la oscuridad hasta que también nos reprendieron por nuestras risas, así que nos callamos y al poco escuché la respiración del primer dormido, más regular y profunda. Pronto solo quedé yo, escuchándolos a todos y emocionado porque ya empezaba mañana. Me dormí y soñé brevemente con un bosque de higueras, en el pueblo con mis primos, que me enseñaban a trepar y perseguir libélulas. Luego alguien protestó porque se filtraba la primera luz, con lo que hicimos correr la noticia de que era de día hasta que todos estuvimos despiertos. Jugamos un rato y nos llamaron para el desayuno. Entonces nos vestimos y fuimos corriendo al baño y después a la mesa, donde mi padre aseguró que no teníamos prisa y que comiésemos tranquilamente. Mi madre había bajado a la confitería mientras mi padre hervía el chocolate, y subió con una bandeja llena de hojaldrados, bizcochos y galletas de muchas clases. Terminé con un sabor de coco en la boca, después de la vainilla y el cacao. Nos pusimos las bufandas y salimos de la casa cuando el sol ya había derretido la escarcha.

Era una mañana anaranjada, con jirones de nubes que se resistían a ser grises y variaban entre el cobalto y el ocre. Eso dijo mi tío, que sabía de metalurgia y había trabajado en la construcción de barcos. También aseguró que tendríamos lluvia por la tarde, por la forma de las nubes y algo del viento norte que no entendí, pero que me pareció cierto en cuanto mis primos repararon en el mucho vaho que salía de nuestras bocas. Mis tíos sugirieron dar un paseo y mi padre aseguró que conocía un atajo y que de paso encargaríamos la comida en el restaurante de un amigo suyo. A todos nos pareció bien y caminamos entre calles sinuosas, de aceras estrechas, porque esa era la idea que mi padre tenía de un atajo. Jamás he vuelto a pisar esas calles, que no encontraría ni con un mapa, pero debieron ser muy interesantes cuando mis tíos las celebraron tanto. Mi madre no dijo nada, se limitó a detenerse en algunos escaparates que al instante requirieron también la atención de mi tía. Por fin llegamos a la plaza del restaurante de su amigo, que salió a la calle para conocer a mis tíos, con el delantal y el gorro blanco, porque también trabajaba en sus cocinas hasta que todo se encontraba a su gusto, y después en el comedor y en la barra. Ser dueño y empleado era fatigoso y exigía mucha responsabilidad. Todos estuvieron de acuerdo, y nos despedimos, porque pareció que se apresuraba la gente y que de pronto sería tarde.

Anduvimos por callejas aún más retorcidas, por plazas irregulares, con bancos de piedra y miradores inesperados, hasta que salimos a una calle secundaria desde donde se distinguía el puente, al fondo y ligeramente en alto. El tráfico se había cortado y la policía custodiaba el acceso. Pronto anduvimos entre gente, mi madre advirtió que tuviésemos cuidado de nos perdernos. Cruzamos una glorieta enorme, con moreras, fuentes y dos estatuas, que nos condujeron a lo que sería nuestro observatorio, un lugar justo frente a donde llegaría el hombre plateado, una explanada con gradas para las autoridades y espacio para la banda de música. Esperamos mientras aparecían algunos vendedores de almendras confitadas y tramusos, que están agrios y tienen la piel áspera. También distinguí unos tenderetes con frutos secos y algodón de azúcar, y una señora que asaba castañas al fondo de la calle. Pronto llegaron nuevos vendedores, con sus carritos decorados con serpentinas, donde se apilaban bolsas de pipas y cacahuetes, indios de plástico, caretas de cartón y otras muchas tentaciones revueltas. El reclamo intermitente del caramillo, con su música aflautada, reclamaba la compra del público. Se escapó un globo rojo y se esparció un oh contenido, porque todos sintieron la perdida de aquel globo, que se hizo muy pequeño, hasta desaparecer en la nada gris del cielo. El olor de las castañas y de su carbón se hicieron más nítidos.

Esperamos correteando entre la gente, que empezaba a bromear con la demora. Pasaban diez minutos cuando sonó un rumor. Al principio pensé que ronroneaban a mi espalda, después pareció que todos ronronearan y de repente alguien señaló un punto muy lejano que avanzaba hasta nosotros. No se distinguía demasiado bien, porque era de color plata y se confundía con el gris de las nubes, que era claro u oscuro, según los caprichos de la luz. Pero brillaba un poco y cada vez era más grande, hasta que se hizo enorme y todo lo inundó con un ruido que parecía conmover los mismos cimientos del aire. Todo vibraba, todo se estremecía, todo se conmocionaba a nuestro alrededor. La gente se cubría los oídos con las manos y se agachaba o volvía de espaldas para protegerse de un viento que aplastaba a los árboles y las personas. Cuando era insoportable, el ruido disminuyó y el viento amainó hasta que la máquina estuvo muy alto, donde ya no incomodaba al público.

La gente bramó de júbilo y se supo que era un robocóptero, un ingenio volador de última generación, que parecía destinado a conquistar el mundo. Ascendió muy alto, girando y retorciéndose en el aire, y dejó caer una lluvia de minúsculas sombras que se perdieron entre las nubes. Se abrieron diminutos paracaídas para que los regalos cayesen despacio y evitasen su rotura. Otras cosas planeaban o caían lentamente. Eran aviones de papel, de todos los colores, que cayeron a nuestro alrededor. Mis primos y yo cogimos muchos y comprobamos lo bien que volaban antes de que nos sorprendieran los rotadores, que eran hélices sujetas por un simple palo, que giraban y descendían pausados. Luego, situando el palo entre las manos y haciéndolo girar, como tentando al fuego, podía conseguirse que ascendieran hasta perder su impulso. No pudimos entretenernos mucho porque cayeron un sinfín de globos que flotaban como burbujas que rebotaran sin causar ningún daño. Después nos asombraron otros muchos regalos, mayores y amortiguados en su caída por paracaídas estridentes, que los conducían suavemente al suelo, donde pronto encontraban dueño. Algunos precisaron más esfuerzo, porque concluyeron sobre una farola o sobre el mismo puente, donde no tenían un acceso fácil. Camiones, pistas de coches, cocinas y muñecos para distintas edades, disfraces y una especie de tortugas de trapo con el nombre de una empresa, según dijeron mis tíos, que lo habían leído en una revista, una empresa importante, con filiales en el extranjero.

El robocóptero regresó con su ruido estentóreo y el huracán de sus aspas, pero esta vez pasó como amortiguado, quizás más alto y menos ruidoso, y pudimos comprobar que brillaba como de níquel contra el cielo plomizo. Giró en su vuelo y fue suavemente a posarse en la explanada dispuesta para su aterrizaje, con el oportuno alboroto de las autoridades, que encontraron su elegancia descompuesta por un súbito vendaval que les arrancaba la dignidad y los hacía parecer ridículos, con tanto aspaviento para protegerse sin éxito. Numerosos sombreros volaron, las señoras se cubrieron para evitar el terral de polvo que levantaban las aspas. Se detuvo el movimiento y el ruido, quedando una especie de insecto posado, que tartamudeó hasta permanecer completamente en silencio.

Las gentes señalaban las aspas que habían impulsado el vuelo, rotores dijo mi tío, y que el brillo era de un material nuevo, galvanizado, que pronto revolucionaría la industria. Se escuchó un murmullo y las primeras bromas de los graciosos, entonces se abrió el robocóptero y de nuevo se obró el silencio. Un hombre que era difícil de ver por ser del mismo color que su nave, descendió y aplaudimos hasta que la ovación fue ensordecedora. Lentamente se impuso la banda de música, con un himno que apenas se escuchaba entre un fondo de incómodos murmullos. Esperamos con respeto mientras el hombre plateado se dirigía hacia las autoridades para que el alcalde le entregase las llaves de oro de la ciudad. Pareció que también traía un obsequio para nuestros representantes y aplaudimos para festejar aquel detalle amistoso. El hombre plateado saludó al público, con un ademán y una reverencia algo cómica. Intentó hablar dos veces, pero las palabras no salieron de sus labios. Un ayudante explicó que se había levantado afónico y le era imposible pronunciar su discurso. Entonces el hombre plateado saludó otra vez, regresó sobre sus pasos y se acomodó en su nave. Todos aplaudimos tras el aplauso de las autoridades.

El robocóptero alzó el vuelo, con su estruendo y el huracán de sus aspas, que esta vez lo elevaron pronto, para nuestro alivio, que de nuevo soportábamos los inconvenientes de la proximidad a una máquina tan ruidosa. Se detuvo un momento en el aire, a poca altura, y arrojó un torbellino de hojas de papel que mostraban la imagen del hombre plateado sobre un fondo negro, con una leyenda que especificaba fechas y ciudades para las siguientes semanas. Después el robocóptero se alejó muy rápido, confundiéndose en la nada gris de las nubes mientras crecía el murmullo y la admiración de las gentes. Mi tío aseguró que jamás había visto una máquina tan prodigiosa, y que la tecnología había alcanzado un nivel de excelencia inimaginable unos años antes. En fin, el progreso, reconoció ante mi padre, que daba por concluido nuestro asombro y nos invitaba a regresar al restaurante de su amigo, donde nos esperaban entre los primeros comensales. Reunimos nuestros juguetes en una bolsa que había traído mi madre y avanzamos lentamente entre la multitud que se dispersaba tras el acontecimiento. Los servicios municipales ya recogían la tribuna de las autoridades.

El restaurante del amigo de mi padre contaba con un discreto comedor donde nos acomodamos mientras los camareros terminaban de disponer la mesa. El dueño se disculpó y alegó en su defensa que aún no era la hora convenida. Mi padre admitió que la exhibición del hombre plateado había sido más breve de lo esperado, y mi tío aseguró que dos eran los factores que aconsejaban celeridad. El uniforme del piloto, tan moderno y espléndido que su sola contemplación despertaba asombro, pero diseñado para facilitar el trabajo en la cabina del aparato, no para pasear entre las autoridades, porque una cierta rigidez de traje dificultaba mantenerse erguido. Se había apreciado una cierta torpeza en los movimientos del hombre plateado al avanzar hacia la tribuna de autoridades, y por otra parte, más importante, amenazaba lluvia, un peligro para el vuelo de regreso, aunque tampoco había que otorgarle demasiada importancia. Los robocópteros eran seguros aún en condiciones meteorológicas muy adversas, pero era razonable que se hubiera apresurado el espectáculo.

Mientras aguardábamos a que sirvieran la comida, mi tío y mi padre nos ayudaron a comprender el funcionamiento de los aviones de papel que habíamos recogido durante el espectáculo. Mi tío tomó una servilleta y nos explicó cómo había que plegar el papel para infundirle el espíritu aerodinámico. Terminó un pequeño avión puntiagudo, y lo lanzó hacia un extremo del comedor, aún vacío porque era temprano. Voló muy rápido y se posó suavemente en el suelo, entre dos mesas. Antes de que uno de mis primos recogiera el avión, mi padre había concluido otro, pero esta vez completamente distinto, más difícil de plegar porque ocultaba peores dobleces. Tenía una pequeña cola y volaba más pausado, parecía casi de verdad. Nos explicaron que el primero era un caza de combate mientras que el segundo era un planeador, y que en la realidad eran aeronaves muy diferentes, empleadas para diferentes misiones, aunque igualmente importantes. Escuchamos embelesados hasta que los camareros sirvieron los primeros platos. Mi madre ordenó silencio y señaló la comida.

La sobremesa sirvió para ahondar algo más en el diseño de los aviones de papel y para que mi tío explicase el funcionamiento de los rotadores, muy similar al robocóptero del hombre plateado. Nos hizo una pequeña demostración de la fuerza ascensional del giro, aunque con discreción, porque ahora el comedor rebosaba de comensales y lo correcto era no molestar. Salimos pronto, porque mis tíos preferían regresar en el primer tren de la tarde, antes de que oscureciera, para llegar al pueblo, cenar con tranquilidad y que mi tío disputase su partida de cartas en el casino. Llovía un poco y el amigo de mi padre señaló el acierto de mi tío y nos ofreció unos paraguas para guarecernos de la lluvia. Mi tío denegó con un gesto, porque no esperaba mucha lluvia, y se despidió de él con un apretón de manos, quizás para agradecerle que hubiera mencionado su pronóstico meteorológico. Pasamos por casa para preparar el equipaje de vuelta, donde no faltaron algunos recuerdos adquiridos apresuradamente por mi tía, en el mismo barrio, para enseñar a las amigas, que sabían de su viaje a la ciudad. También compró algunos juegos magnéticos para entretener a mis primos durante el viaje. Unas pequeñas damas que se pegaban a su tablero con la mágica fuerza de los imanes, un rompecabezas de piezas minúsculas, dos juegos desconocidos, con sus pertinentes instrucciones para aprender. Los acompañamos de vuelta a la estación de ferrocarril, donde los viajeros esperaban pacientemente, apurando el domingo concluido y disponiéndose a emprender un melancólico regreso.

Me entretuve en jugar con mis amigos en la calle, a la pelota primero, junto a la lechería, hasta que nos echaron de allí después de que tirásemos una bicicleta a balonazos. Entonces fuimos al extremo de la calle, donde el taller para el hilado de cobre, y jugamos con los innumerables hilos que alfombraban el suelo. Finísimos, que apenas servían más que para rellenar cables, y gruesos, perfectos para darles forma de letra, de número, de motivos que luego nos entreteníamos en reconocer, en un juego de moldear y decir que me distrajo hasta última hora, cuando se encendieron las farolas y supe que era tiempo de tomar un baño, concluir los deberes para el lunes, cenar más que rápido y acostarme temprano, para empezar con buen pie y que todo transcurriese sin incidencias hasta el próximo fin de semana.

Preparé la cartera con lo necesario para cerrarla y no abrirla hasta la primera clase, y me acosté con una octavilla del hombre plateado, de las arrojadas por el robocóptero. La leí detenidamente, procurando entender todas las palabras, algunas muy difíciles. Revisé la lista de las siguientes ciudades y todas me parecieron lejanas. Después me recreé en el dibujo, con sus anteojos para protegerse del sol y esa segunda piel que tan bien se ajustaba al cuerpo, de amalgama según mi tío, y con extraordinarias propiedades que la convertían en un mono de trabajo tan bueno para el calor como para el frío. Apagué la luz, me acomodé bajo las mantas y me imaginé volando más allá de los tejados y las nubes, en un robocóptero que era transparente y no precisaba de ningún estruendo de motores para sustentar su vuelo. Muy a lo lejos se distinguía el mar lejano, brillante, limpísimo. Acaricié el dibujo del hombre plateado y permití que mi nave se deslizara entre las nubes.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).