A quienes pendieron de un hilo
El maestro de marionetas era un anciano misterioso, o al menos así me lo pareció por el cuerpo encorvado y la torpeza de sus pasos, que arrastraban una leve cojera e imprimían un cierto vaivén a los hombros. Abandonó la mesa donde se ocupaba en ordenar unos frascos, caminó hasta detrás del mostrador de su tienda y se dirigió a mí con una sonrisa entre ladina y amable. Anuncié mi deseo de comprar un títere de la mejor calidad y aprender el oficio. Me miró por encima de sus gafas de pasta y se interesó por el motivo de mis propósitos. Las razones se debían a la pobreza, que me empujaba a huir de mi vida y encontrar un futuro mejor. Permaneció en silencio y supe que mi jubilosa declaración era insuficiente para su curiosidad, y añadí algunas razones adicionales. El trabajo perdido, la gran crisis que azotaba el país, los millones de desocupados que se abalanzaban sobre cada oferta de trabajo, sin importar su naturaleza o salario, y que había malvendido mi reloj para concederme un último respiro antes de sumergirme en la miseria. A excepción del alquiler presente y un refrigerador lleno de víveres, no me quedaba nada. Un amigo me habló de la existencia de un maestro de marionetas que aceptaba posponer el cobro por la compra de sus títeres, siempre que se que suscribiese un contrato y se aceptaran sus condiciones. Pensé que una marioneta me permitiría idear un espectáculo con el que acaso pudiera garantizar mi sustento. En cualquier plaza, en una confluencia de calles, el muñeco reclamaría la atención del público y un sombrero recogería los donativos. El anciano asintió y me indicó que lo acompañase hacia la trastienda, donde se encontraba su taller. Obedecí y me pareció que sus pasos arrastraban un aire de sabiduría. Reconozco que mis impresiones suelen ser confusas y no suelo otorgarles mucho crédito. Acompañé al maestro mientras descendíamos al sótano por una escalera de caracol.
La escasa iluminación señalaba al escritorio, resaltado por una discreta lámpara de mesa que había quedado encendida. Hacia allí se dirigió el maestro, al fondo de un espacio que parecía delimitado en su perímetro por una librería continua. En el centro de la estancia se agrupaban unas mesas con variedad de herramientas y máquinas desconocidas para mí, pero indudablemente relacionadas con la madera. Adivinando mis pensamientos, el viejo confirmó que se trataba del taller de marionetas, donde nacían sus creaciones y empleaba las horas en dar forma a sus ideas, y que en ese mismo escritorio se dejaba llevar por la fantasía para proponerse diseños y adelantos en la concreción de sus títeres. Como su padre, su abuelo y así a través de las generaciones familiares, hasta perderse en los orígenes de un lejano país. Pero eso era historia antigua, porque los suyos habían emigrado muchas generaciones atrás. Mientras el maestro se acomodaba a la mesa y extraía del cajón un cuaderno de registro, observé que en los estantes a su espalda se amontonaban una multitud de volúmenes de lomos desgastados y letras diluidas por la erosión. Su consulta de las anotaciones fue minuciosa y siempre apuntada por el dedo, que parecía guiar sus ojos en la lectura. Pasó páginas hacia un lado y otro, luego retrocedió, miró de nuevo en lo que parecía un índice, y se desplazó hacia un epígrafe concreto. Delató su satisfacción con un sonido gutural, como el ronroneo de un gato, y supe que había concluido su búsqueda. Mientras esperaba su respuesta mantuve fija la curiosidad en su boca, y fue entonces cuando reparé que sus bigotes parecían despeñarse desde los labios en delgadas líneas cenicientas. También observé que su cabello se recogía en una coleta, y mi mente se abrió al saber de otras culturas.
El maestro abandonó el cuaderno de registro y aseguró que tenía el títere adecuado a mis necesidades. Luego se desprendió de sus gafas y fue a un anaquel cercano, para buscar un volumen en cuyo dorso se leía la palabra Memeluche en letras doradas y cursivas. Aseguro que era el mejor para un principiante, sin que yo pudiera aducir nada, y añadió que solo era preciso animarlo con sus hilos. Tomó el libro, me pidió que lo acompañara y lo seguí hasta un discreto habitáculo donde me invitó a entrar, como una cripta o un lugar muy secreto. De repente me vi rodeado de vitrinas que exhibían en su interior una frenética actividad de arañas. El anciano pareció reparar en mi sorpresa y aseguró que sus arañas urdían la mejor seda para los hilos de las marionetas, que solo podían ser de calidad excepcional, para que el tacto del muñeco fuera tan eficiente como siempre había honrado a su familia. Luego me invitó a desentenderme de las arañas hiladoras y me señaló un haz de invisibles hebras de seda, que solo en su conjunto adquirían entidad y consistencia. El maestro aseguró que aquellos hilos permitían la percepción del sentimiento de las marionetas, que llegaba tras la mucha práctica necesaria para animarlas con eficacia, lo que sin duda había de considerarse un noble arte. Solo ateniéndose a sus indicaciones avanzaría en el dominio de la técnica, por otra parte imprescindible para el éxito del muñeco. Me mantuve en silencio mientras el maestro seleccionaba hilos de diferentes longitudes, adecuados para cada engarce de la marioneta. Luego consideró su búsqueda concluida y regresamos a la tienda, donde el aire se tornó benigno. Las arañas persistían en mi recuerdo.
De vuelta al mostrador, el maestro abrió el libro por las últimas páginas, y leyó un epígrafe de recomendaciones finales, cuyas líneas recorrió con gran solemnidad. Luego murmuró que procedía firmar nuestro acuerdo. Mientras rebuscaba en sus cajones comentó que debería seguir las instrucciones. A los principiantes les recomendaba práctica, práctica y más práctica, y aún más práctica cuando pareciera imposible, porque era el único modo de asegurar la excelencia que honraba a sus antepasados. Luego encontró bajo la mesa una caja de madera, la abrió y sacó el esqueleto de una marioneta. Ratificado en la idoneidad de los hilos de seda sin más que una breve medida adicional, añadió que en el interior encontraría el manual de uso y un juego de vestiduras para el hombre camaleón, una de sus primeras creaciones. Atrapó mis manos con un movimiento rapidísimo y las midió en un instante. Removió unas cajas a su derecha y encontró guantes de mi talla. Eran de terciopelo negro, y ajustaban perfectamente a mis dedos. Me los quitó con la misma presteza con que me los había probado, y los situó muy cerca de mi rostro. Atendiendo a sus indicaciones observé un entramado de minúsculos engarces, como lazos que surgiesen de la delicada piel del guante. El maestro me explicó que ahí debía anudar los hilos de seda que acompañaban al muñeco, luego señaló el libro otra vez y sugirió paciencia con el aprendizaje, que me auguraba difícil. Garabateé mi firma al pie de un documento que aseguraba mi compromiso de pago y abandoné la placidez de la tienda. Apreté el paquete bajo mi brazo y salí al frío de la calle.
Pronto me enfrenté a Memeluche, que llegaba con un juego de disfraces para adaptarlo a distintas personalidades. Vestirlo requirió buen pulso y mucha lectura del manual, escrito en una caligrafía apretada pero legible. Las ropas eran coloridas y vistosas, para proporcionarme una multiplicidad de personajes. Empleé muchas horas en aprender a vestirlo correctamente y acostumbrarme a sus variadas apariencias. La siguiente etapa de mi aprendizaje fue más penosa. Los hilos, apenas visibles a contraluz, exigían de vista precisa y cierta habilidad para manejarse entre nudos. Los engarces eran minúsculos en la marioneta y aún menores en los guantes negros, que era preciso enfundarse con la máxima delicadeza. La primera tentativa fue un absoluto desastre, como las muchas siguientes, pero con insistencia se hizo fácil y descubrí en mí una destreza inimaginada. Una semana me bastó para aprender a vestir al muñeco, anudar los hilos en sus engarces e iniciarme en los secretos de la animación, pero transcurrido el primer esbozo de mi aprendizaje, adentrarme en el espíritu de la marioneta se me reveló un esfuerzo baldío. Mis dedos no respondían a mi deseo, y por más que me esforzaba no conseguía que las evoluciones del muñeco fueran gráciles. Practiqué día y noche hasta que los resultados me parecieron aceptables. Concluyó el mes y con él mi tiempo, así que me armé de valor y busqué una esquina donde ejercer mi nuevo oficio.
En una calle poco concurrida me entretuve en preparar al muñeco, que vestí con un atuendo discreto, pantalones y camisa, como un transeúnte cualquiera. Enganché los hilos en la madera y los guantes, alcé la marioneta y comencé mi representación. Si manejarla en mi cuarto no era fácil, mucho menos en mitad de la calle, e incluso menos cuando se aproximaba algún transeúnte atraído por mi torpeza. Creo de permanecí sonrojado tres días, hasta que me desentendí de los comentarios de la gente, que pagaron sus críticas con algunas monedas, apenas lo imprescindible para subsistir. Transcurrió así un tiempo, hasta que algo debí hacer mejor, porque encontré más monedas en el sombrero. Cené como no recordaba, en un restaurante barato que conocía por remover entre sus basuras con el beneplácito del dueño, un hombre caritativo y diestro en mirar hacia otro lado cuando acudíamos a buscar entre las sobras. Por la mañana regresé a mi esquina y me recogí al oscurecer, y así continúe cada jornada, con ganancias crecientes en el sombrero, que se convirtió en el sustento de mis necesidades. Tanta rutina obró su beneficio y pronto me sentí cómodo con el muñeco. Decidí mudarme a una calle más concurrida y casi sin proponérmelo atraje la atención de los curiosos. No me sorprendí de mi éxito, porque la marioneta se movió con suavidad y me procuró un sombrero generoso al final de la jornada. Pronto me encontré en disposición de pagar el alquiler por anticipado, lo que proporcionó gran alivio a mis preocupaciones. El muñeco se movía con una gracia que despertaba la generosidad del público, y yo cubría mis necesidades y me daba por satisfecho, habida cuenta de la desesperación que se arremolinaba a mi alrededor. Una limosna de aquí y otra de allá me permitían lo imprescindible para subsistir.
Una tarde un niño se detuvo ante mi sombrero y permaneció frente a mí durante toda la jornada. Se despidió con un saludo al concluir mi representación y me sentí obligado a responder a su gesto. Volvió a la mañana siguiente, y todas las demás mañanas hasta que le pregunté si no tenía una ocupación mejor. Negó con la cabeza y me explicó que era huérfano y vivía en la calle, donde se ganaba la vida honradamente. Añadió que se llamaba Álex y que intentaría ayudarme. Sonreí de su arrogancia y me reprochó que ni siquiera conociese a Memeluche. Protesté por la insolencia y me interesé por cómo sabía el nombre del muñeco. Está escrito en la caja, respondió entre carcajadas. Me gustó el sonido de su risa, que parecía franca, y me interesé por la naturaleza de su ayuda. Pronto comprobaría que sus apreciaciones eran bien fundadas. Álex se apresuró a recoger unas monedas del suelo y las devolvió al sombrero, avanzó imitando mis movimientos y me las tendió con una graciosa reverencia. Luego me mostró una moneda que había escamoteado sin que yo lo descubriera. Reí de su ocurrencia y lo invité a que expusiera la naturaleza de su ayuda. Fue tan certero en sus críticas que no supe que decir. Mi torpe habilidad con Memeluche y la escasa gracia de mis movimientos en escena habían llamado su atención. No me auguraba éxito más allá de algunos meses. El interés por mí decaería pronto, apenas me diluyese entre cuantos buscaban algún provecho de la calle. Los tiempos eran duros y solo había fortuna para los mejores, lo que no era mi caso. Supuse que deseaba algo a cambio de sus servicios y confesó que estaba cansado de dormir a la intemperie y remover en los cubos de basura. Permanecí pensativo y en silencio, sopesando mis palabras. Ven cuando quieras y me enseñas cómo mejorar, le dije, y tras desearle suerte me despedí con mis mejores deseos.
Álex era despierto como un gorrión y más rápido en aprender que una centella. A la mañana siguiente esperaba en la esquina de siempre. Me deseó buenos días y pidió permiso para vestir a la marioneta. Acepté convencido de que su arrogancia encontraría buena horma en la realidad, y al instante acepté que mis dedos eran torpes, porque Álex era mucho más hábil que yo en vestir a Memeluche con sus distintas ropas. Consciente de mi sorpresa, me invitó a que admirase la exquisita decoración de mi marioneta. Confieso que ni siquiera había reparado en su rostro, tatuado con policromías que configuraban sus facciones. A distancia normal parecía un semblante varonil, pero muy de cerca no cabía duda de que se trataba de una bestia disimulada bajo el disfraz humano. Me hizo reparar en los ojos saltones y el color verdoso de sus mejillas, que ante la mirada próxima respondían a un animal, pero que apenas separada la marioneta a la distancia del brazo se transfiguraba en un rostro masculino. Asintió Álex con un gesto de burla, para asegurarme que se trataba del hombre camaleón, y de nuevo solicitó mi permiso, esta vez para engarzar los hilos del muñeco. Acepté con mi presencia como requisito, y asistí a un derroche de eficacia en el anudado de los finísimos hilos de seda, entre los guantes y la marioneta, en un tiempo inverosímil. Quedé maravillado y deseé saber cómo lo había hecho. Al parecer era fácil, bastaba conocer de nudos y tener buena vista. Alegué la dificultad de anudar con unos engarces tan pequeños y admitió la importancia de la práctica, porque los nudos se olvidaban con una gran facilidad. La buena vista era genética o al menos él la tenía desde siempre, y aquella rutina le había supuesto la dificultad de enhebrar una aguja. Lo verdaderamente meritorio era sentir a la marioneta.
Durante las siguientes semanas intenté hacerme con Memeluche, para lo que según Álex bastaba con acoplar el movimiento de los dedos al latido del muñeco. También aseguró que las marionetas tenían alma, y que no obtendría verdadero partido de mi camaleón mientras continuase desoyendo sus deseos. Practiqué, practiqué y practiqué, sometido a la crítica de Álex, tal y como me anticipase el maestro de marionetas, y pronto fui consciente de mi mejora, que no era continua, sino con altibajos que tanto me inclinaban a desistir por inútil como a entusiasmarme con un progreso recién descubierto. Sufrí la decepción, la euforia y el continuo estímulo de Álex, que me incitaba a hacerlo mejor, a veces con discretas apuestas a cuenta de la recaudación, o con licencias para un extra en el postre de la cena que disfrutaba cada noche conmigo. Fruto de sus astutos envites y mi ingenua confianza, me encontré compartiendo el alquiler con él, ajeno a todas las preocupaciones y convertido en un parásito de mi vida. Excusa mi dureza al juzgar su compañía el hecho de que vivía solo desde hacía varios años y era reacio a compartir mi vivienda con nadie. Aún así, debo reconocer que Álex supo aceptar los límites de mi intimidad y su compañía no supuso ningún inconveniente.
En realidad Álex no era propiamente un niño, sino más bien un adolescente, y peor aún, habituado a vivir en la calle. Padecía una cierta aprehensión al agua y a las normas cívicas elementales, y me disgustaron algunas de sus costumbres, que me propuse corregir a fuerza de insistencia. La primera vez que escupió en el suelo fue la última, porque le aseguré que regresaría a la calle en cuanto se repitiese aquel repugnante acto. Luego fue la manía de hurgase en la nariz y otras asquerosidades que no describiré por respetar su intimidad, y el régimen de visitas al baño, que incluían la necesidad ineludible de asearse a diario, así como otras exigencias que me parecieron imprescindibles. El discreto acné de sus mejillas, el incipiente bozo de su labio superior y el olor de sus hormonas adolescentes fueron irremediables. Comprendí que todos hemos olido así una vez en la vida y me desentendí de lo que el tiempo resolvería a mi favor. Por lo demás, Álex justificó su carácter incivilizado por su vida callejera, y aceptó de buen grado mis normas, con lo que poco tuve que objetar a su intromisión en mis costumbres. Sé reconocer el esfuerzo, pero lo que verdaderamente ganó mi confianza fue su inesperado interés por los libros, para terminar de aprender a leer, aseguró, porque se reconocía torpe y aún se trababa con algunas palabras. Le ofrecí mis libros para practicar y me ofrecí como maestro. Me pareció que era una compensación justa a su ayuda con la marioneta. También me atreví a sugerirle que se cortase el cabello, demasiado largo y fuera de época. Respondió con un bufido que alzó el flequillo sobre su frente, algo que me pareció cómico y acorde con las marionetas.
Por fin mi esfuerzo obtuvo recompensa. Una tarde, a última hora, sentí que mis dedos se independizaban para obedecer al albedrío de Memeluche, que adquiría presencia y se adueñaba del escenario de la calle, para mi sorpresa y regocijo de Álex, que se burlaba de cuánto había tardado en hacerme con la marioneta. Según su opinión, solo restaba perseverar y pulir los movimientos, para lo que bastaba atender a los deseos de Memeluche, que asumiría su protagonismo en el espectáculo. Yo debería mantenerme en mi papel secundario de titiritero, y permitir que la marioneta expresase su carácter. También era preciso que prestara más cuidado a su indumentaria. Memeluche era el hombre camaleón y convenía atender al estado de su ánimo para elegir la vestimenta, porque no era igual el sol que la lluvia o el viento, ni un suspirar placentero que la amargura del infortunio, así que me convenía escoger las ropas apropiadas a cada circunstancia. Asentí y procuré aplicarme en los consejos de Álex, que pese a su juventud se mostraba un crítico afilado y notable. En contraprestación, me interesé por su nivel de lectura y lo animé a que perseverase en el esfuerzo, con la promesa de inminentes frutos y la sugerencia de algunas obras que me parecieron adecuadas para su progresión correcta. No soy un maestro, pero Álex supo sacar buen fruto de mis indicaciones y pronto leyó con facilidad. Su voz me sorprendió por diáfana.
En breve fructificaron mis esfuerzos y acerté con las ropas y el movimiento, que de repente se me antojó fácil y no supuso más que abandonarme a un vago anhelo que no reconocía mío sino de Memeluche, un sentimiento que inundaba mi ánimo con un impulso ajeno a mi carácter. Álex aseguró que ya encontraba mi recompensa y me animó a que perseverase en ensayar con el muñeco, ahora que lo más costoso, empezar, parecía superado con éxito. Lo miré sorprendido por el juicio que demostraba en sus apreciaciones, y reparé en su pelo lacio y negrísimo, con el flequillo desgreñado sobre la frente y la nariz recta y enérgica. Los ojos me parecieron limpios y ágiles, y respondieron a mi mirada con un gesto de aliento mientras aseguraba que por fin había sentido el alma de Memeluche. En correspondencia a su interés, le pregunté por sus lecturas y se entusiasmó al comentar una novela de aventuras. Me congratulé de mi acierto al estimular su imaginación, objetivo que consideré plenamente cumplido. Sin duda, Álex era un excelente lector, de esos que se involucran con la obra y la hacen suya. Me felicité a mí mismo, y reímos porque nunca había sido más generosa nuestra fortuna, comiendo cada día sin mesura, durmiendo a cubierto y descansando el domingo, un lujo que yo no recordaba y Álex no había conocido jamás. Después le pregunté qué suerte nos esperaba y aseguró que solo podría mejorar, dada la precariedad de nuestra existencia. Lo miré y me prometió que todo iría bien. Luego señaló a Memeluche y dijo que practicase con otro disfraz.
Una mañana, concluido el desayuno, Álex dijo que desaparecería unos días, que no me preocupara y continuase practicando. Lo atribuí a la inquietud propia de su edad y supuse que su ausencia pronto encontraría justificación. Intenté imaginarme adolescente y me pareció que era igual pero envuelto en bruma. Elegí un conjunto que me pareció adecuado y vestí a la marioneta de leñador, con una camisa a cuadros y un pantalón de franela oscura. Un hacha diminuta completaba su atuendo. Tomé el haz de seda y anudé los hilos a sus engarces, que coincidían con los diminutos ojales del vestido. Luego me enfundé los guantes y repetí mis nudos sobre los lazos del terciopelo, nudos especiales que dejaban un extremo libre, del que bastaba tirar para deshacer el enlace limpiamente. Me sorprendí de la destreza de mis dedos y alcé a Memeluche, que se comportó como el leñador que era, simulando que caminaba por el bosque y escogía los árboles y los cortaba con una prestancia y fortaleza que al instante despertó la ovación del público. Luego fue el panadero, el campesino o el señor, papeles que Memeluche desempeñó con ingenio y espontaneidad, reclamando para sí la carcajada y el aplauso. Comprendí que mi camaleón tenía un regusto histriónico y supuse que precisamente esa era cualidad que debía destacar en su espectáculo. Luego intenté saber como mi mano articulaba a Memeluche con tanta eficacia, y dónde se originaba aquel hechizo que lo convertía en cualquier personaje con apenas procurarle el atuendo adecuado. Una sencilla variedad de camisas, pantalones y chaquetas se urdían en identidades que despertaban la sonrisa del público. Aunque me esté mal el decirlo, me enorgullezco de la comicidad que Memeluche desplegaba para simular el personaje de su disfraz. Sus evoluciones eran un regalo para la vista y los espectadores reían de sus gracias hasta olvidar la miseria de aquellos tiempos de penuria. Con su modesta recompensa, el sombrero era generoso al final de la jornada.
Álex llegó con un representante del circo que había recalado en la ciudad, un circo modesto, sin animales. En su nombre, un faquir altísimo y delgado hasta lo inverosímil juzgaría mi trabajo con el propósito de ofrecernos un empleo si era de su agrado. En una pausa, aproveché para preguntar a Álex por su ojo morado y el labio partido. Sonrió y dijo que la existencia fuera del hogar no era fácil, y que todo logro en la vida exigía una contraprestación. Alcanzar la fortuna precisaba un sacrificio y el mundo del circo era atractivo, lo que había precisado un esfuerzo adicional para imponerse a otros aspirantes. Me encogí de hombros porque para vivir me bastaba con el sombrero, pero supuse que se me abría una oportunidad. Me esmeré en una prueba ante el faquir, para gozo y halago de Álex, que declaró mi trabajo en la excelencia y aseguró que sería un digno empleado del circo. A continuación se proclamó mi ayudante y confesó que ya teníamos las maletas preparadas y casi habíamos aceptado otra oferta importante. El faquir dijo que nos presentásemos en el circo para la función de la tarde, donde nos reservaría un hueco entre dos actuaciones. Después hablaríamos de salarios y de viajes. Asentimos, el faquir se despidió y Álex se congratuló conmigo por nuestra suerte. La vida cambiaba y eso me llenó de esperanza. Álex apartó su flequillo sin más que soplar hacia arriba, y una vez más le sugerí que se cortara el pelo, en cualquier peluquería, no importaba cuál.
Nos situamos entre la domadora de pulgas y el ilusionista de la luz, que actuaba vestido completamente de negro y creaba hermosas fantasías con su sombra. Asistido por Álex en los preparativos, mi actuación causó el favor del público, que nos recompensó con aplausos suficientes para decantar el juicio del faquir hacia nuestra causa. Repetimos por la noche, y nuestro aplauso pareció incluso mayor. Firmamos el contrato y el faquir nos invitó a cenar con los artistas, que desde el primer instante aprecié como buenos compañeros. El ilusionista de la luz me confirmó que el mundo de las giras era atribulado y azaroso, porque más allá del mero viaje se ocultaba una vida de sacrificios y dificultades, menos atractiva en la realidad que cuando se imaginaba en un sueño. También supe, por una pareja de payasos, que la competencia era terrible y en cada pueblo se presentaban ante el faquir varios aspirantes a integrarse en el circo. Como máximo, el contrato solía prolongarse durante un año, que era lo requerido para una gira completa. Después el faquir reconsideraba la idoneidad de los números que componían el espectáculo, y no temblaba al deshacerse de cuanto parecía agotado para el interés del público, que a la postre era el único juez válido en un mundo donde la taquilla diaria era lo realmente importante. Nos aconsejaban disponer de al menos otra marioneta, para que el espectáculo fuese más variado y se pudieran tramar más y mejores intrigas entre los personajes. Asentí en silencio, todavía agradecido de nuestra suerte, mientras Álex se deleitaba por segunda vez con el postre.
Tengo que reconocer que Álex demostró muy pronto su desenvoltura entre las gentes del circo. Por razones que no alcanzo a comprender pero que intuyo alejadas de mis habilidades didácticas, prefirió la compañía de una joven contorsionista para mejorar en sus lecturas, y para mí que se mostró más torpe de lo que realmente era, porque lo oí balbucear en textos que leía sin esfuerzo. También me pareció que tomaba algunos fragmentos de poesías recomendadas por mí y las adaptaba a su beneficio. Deduje que Álex fingía para captar el interés de su acompañante, lo que no me pareció ni bien ni mal, porque me recordé en estrategias parecidas para conquistar un capricho de juventud. Una tarde, por reclamar su interés, me ofrecí para introducirlo en el mundo de los números. Álex se rió de mí abiertamente y aseguró que las cuentas eran la primera lección para sobrevivir en su mundo. En la calle todo lo rige el dinero, así que era preciso sumar, restar, multiplicar y dividir tan rápido como el mejor, amén de operaciones más complejas que, sin ser esenciales, podían ser útiles y suponer una ventaja, lo que siempre era interesante. Además, me dijo, tengo quién me ofrece otras cosas y su compañía es mejor que la tuya, sin que tenga queja de tu compañía. Aún así, tienes mucho que enseñarme, por lo que no te librarás de mí tan fácilmente. Después, como no podía ser de otro modo, me dejé arrastrar por la risa de Álex y admití que nos habíamos convertido en cómplices.
Las opiniones del trapecista sin red, los payasos y la domadora de pulgas, me instaron a mejorar mis representaciones con un argumento mejor trabado, y obraron el efecto de prevenirme en contra de la pereza, tan tentadora en época de bonanza. También coincidieron en que visitase por segunda vez al maestro de marionetas, pero lo que verdaderamente me decidió fueron los abrumadores argumentos de Álex, que me señalaron la posibilidad de que un accidente inesperado malograse nuestra fortuna. Un incendio causal, un enredarse irresoluble de los hilos o cualquier dificultad mecánica sobrevenida con la madera del títere o sus vestiduras, pondrían en grave riesgo nuestra empresa, ya comprometida por lo absurdo de encomendarse al espectáculo de una marioneta sin recambio. Visitar al anciano maestro era casi obligado para minimizar la posibilidad del temido fracaso. No sé cuantas veces repitió que cualquier desgraciado accidente, un fuego, una rotura, la repentina lluvia que empapa el delicado esqueleto de madera, podían inutilizar a Memeluche, imposible de reparar durante la gira del circo, y que eso malograría nuestros planes de prosperidad para devolvernos inmediatamente a la miseria. Tanto insistió en su sonsonete de mal augurio, que visitar al maestro de marionetas se convirtió para mí en una obsesión. Álex continuaba sorprendiéndome con una madurez impropia de su edad. Sus advertencias eran sensatas, el riesgo no era despreciable y las consecuencias serían desalentadoras, así que cedí a sus pretensiones y le permití que me acompañase en busca de una segunda marioneta.
El maestro de marionetas nos recibió en la rancia tranquilidad de su tienda con una sonrisa comprensiva. Me felicitó por haber conseguido un ayudante, para que Álex se enorgulleciese de su importancia, y preguntó qué deseaba y si había tenido algún problema con Memeluche. Se lo tendí en su caja, para que lo sometiera a una escrupulosa revisión, y le pedí los repuestos más frecuentes para enmendar una rotura, y quizás que me mostrase alguna otra marioneta para reemplazar a Memeluche en caso de un percance irremediable. Desenvolvió al muñeco y lo estudió minuciosamente, con el amplificador auxilio de una lupa de aumento. Tras unos segundos dictaminó que Memeluche se encontraba en inmejorable estado, que la madera no mostraba grietas y que los engarces para los hilos no sufrían deshilachaduras o muescas que hicieran temer por su seguridad. Repuestos no cabía imaginar a lo que era puro hacer artesano, tan solo los hilos, tan fuertes que nunca se partirían, porque la seda de sus arañas era de una colosal resistencia. En cuanto a la posibilidad de hacerme con otra marioneta, aseguró tener justo lo que necesitaba, noticia que Álex celebró con un destello de inoportuno entusiasmo. El maestro adoptó un aire comprensivo y, dirigiéndose a mí, aseguró que lo primero y más necesario para un aprendiz de marionetista era la prudencia y el silencio. Álex se dio por enterado y pidió disculpas por su torpe intromisión. Lo excusé por su juventud y el maestro aseguró que sobraba tiempo para corregir a mi discípulo, y alivió el arrepentimiento de Álex ofreciéndole un puñado de golosinas que tomó de un bote de cristal a su espalda. Poco habituado a obsequios, los ojos de Álex se iluminaron con una chispa que no pasó desapercibida para el maestro, plenamente consciente del efecto de sus actos.
Isabela sería la salvaguarda de mis temores, aunque acaso fuera recelosa a la tosquedad de Memeluche. Escuché las recomendaciones del maestro ante la atenta mirada de Álex, que parecía muy interesado por las características del nuevo títere, de construcción mucho más reciente y dotado de adelantos que le permitían un movimiento más suave. Su coloración era sobria y solo contaba con dos vestidos de bailarina, que era suficientes, al contrario de Memeluche, porque todo en Isabela se había previsto para favorecer el espíritu de la danza, y no era por tanto factible asignarle distintos papeles en la representación. Por el contrario, Memeluche no era adecuado para la danza pero sí para otras muchas escenificaciones, por lo que fácilmente complementaría el arte de Isabela para permitir un espectáculo mucho más vistoso. Incapaz de guardar silencio, Álex preguntó al maestro si Isabela era la mujer serpiente. El viejo se atusó el bigote mientras permanecía reflexivo. Después señaló a Álex y aseguró que mi ayudante sería en el futuro mejor marionetista que yo, porque sabía captar el alma de las marionetas y que, en efecto, Isabela era la mujer serpiente, como bien mostraban los dibujos de su rostro, con los ojos demasiado grandes y los labios finos y aplicados en la retención de la lengua. Apartó el cabello de Isabela y mostró una filigrana sobre su nuca, una serpiente alzada y amenazante, que confirmaba su naturaleza peligrosa. Luego felicitó a Álex por su prontitud en identificar el espíritu de la nueva marioneta, y le aseguró que habría de tener paciencia conmigo en su empleo de asistente, porque Isabela se manejaba con la mano izquierda y eso siempre era una dificultad añadida. Luego, mientras Álex curioseaba entre las mesas, el maestro adjuntó a Isabela su manual de ejercicios, preguntó si pagaría o me encomendaba de nuevo a su confianza, y mostró el documento para hacerme cargo de Isabela, que esperaba en su caja a la espera de nuevo dueño. Pensé en pagar en efectivo, porque Memeluche era muy rentable, pero consideré la incertidumbre de nuestro futuro y preferí firmar el documento.
Nuestra vida en el circo, con Memeluche e Isabela, tuvo un esperanzador comienzo. Aproveché para que Álex me presentara a nuestros compañeros del espectáculo, que entre artistas propiamente dichos, tramoyistas de pista y vigilantes de seguridad sumaban una cantidad excesiva, sin considerar a iluminadores, porteros o funámbulos, que constituían una gran familia. Entre la multitud de rostros desconocidos pronto tomaron protagonismo el faquir altísimo, recordado por su labor intermediaria en la contratación, el ilusionista de la luz y la domadora de pulgas, que habían quedado prendidos en mi recuerdo y destacaban entre sus compañeros. Por lo demás, trabé amistad con innumerables artistas de superficial relevancia, que a la postre no aportaron nada a mi historia con las marionetas. Por su cuenta, Álex se empleó de modo diferente, comprensible por su percepción de las novedades del tren, distinta a la mía, pero apareció para el trabajo con las marionetas a la hora prevista, después de advertirle que me había impuesto la férrea disciplina de un horario fijo y bien compartimentado. La secuencia del ensayo consistía en practicar con Memeluche, Isabela y con los dos al unísono, en este orden, para intentar conjugar sus movimientos. Álex me ayudaba a vestirlos, desvestirlos, engarzar y desprender los hilos de seda y a discutir el resultado de mi esfuerzo, demostrando un sentido estético que despertaba mi sorpresa. Siempre reía igual y me contagiaba su risa, supuse que su simpatía y las dificultades nos habían unido en la necesidad.
Isabela era muy difícil, porque era preciso manejarla con la mano izquierda y sus movimientos lógicos eran espejo de lo que dictaba la práctica. Nunca he sido diestro con la mano izquierda, así que mi aprendizaje de Isabela requirió un estímulo adicional. Todo era fatigoso, contrario, imposible. Iniciaba mi trabajo diario con la facilidad y elegancia de siempre, recreándome en la policromía de Memeluche y permitiendo que su espíritu fluyese con facilidad. Consideré que era una marioneta prodigiosa mientras intentaba distinguir los hilos invisibles, que apenas presentía como etéreas hebras pálidas. También apreciaba su ingenio para el humor y la asimilación que hacía de sus personajes, que convertía en caricaturas de sí mismos para disfrute y gozo de los espectadores. Su dominio de la mímica solo cabía reconocerse como magistral y, mirándolo de cerca para apreciar sus rasgos de camaleón, fácilmente se percibía la esencia de su carácter. Definitivamente, Memeluche era un cómico extraordinario, como demostraba su fama, que se extendía dentro y fuera del circo.
Con Isabela era mucho peor, sus movimientos parecían envarados y torpes, casi espasmódicos. Por más que practicaba los ejercicios de su manual, por horas que invertía en consolidar lo más sencillo, la progresión era lenta, insoportablemente lenta. Me empleaba en cada movimiento fundamental, con celo, con fervor y obediencia a las recomendaciones, pero me rendía el cansancio y abandonaba hasta la mañana siguiente, cuando sin tregua para el calentamiento inicial de los dedos, emprendía mi rutina en el punto de abandono y me aplicaba con ahínco renovado. Pretendía invocar el baile de la serpiente dormida, como me gustaba llamar a la marioneta desde que el maestro nos revelase el reptil tatuado sobre su nuca, usualmente oculto por la peluca azabache. Hasta que una noche, sin que tuviera conciencia de mi progreso, Isabela se adueñó de mi mano izquierda y, sin precisar el instante, la sentí en las yemas de mis dedos y todo se convirtió en fácil. Debió ser una impresión real, porque Álex rompió en aplausos y aseguró que lo había conseguido. Me felicitó entusiasmado e insistió en que completase mi entrenamiento con un número de Memeluche e Isabela al unísono, que por ser compartido entre ambas manos requería un empeño mayor. Mi rotundo acierto con Isabela confirmaba el buen momento para atreverse con el próximo peldaño del aprendizaje. Lo intenté antes de que decayese el entusiasmo, y debo confesar que Álex sintió una cierta decepción ante mi torpeza en acoplar el movimiento de las marionetas, que parecieron resentirse de su presencia mutua y no funcionaron en conjunto. Resumiendo, el intento de unir a Isabela y Memeluche fue un rotundo fracaso, haciéndome parecer más torpe de lo que en realidad era y condenándonos a un triste epílogo de la jornada. Mi compañero protestó con uno de sus resoplidos para apartar el flequillo, y lo reprendí porque hizo un atisbo de hurgarse la nariz.
Álex se refugió en los libros para aliviar su desencanto, y observé que había escapado a la lectura sugerida por mí y se acompañaba de nuevos títulos. Le pregunté por su origen y me reveló que había muchos lectores en el circo, y que su amabilidad era tanta como para poner una vasta biblioteca a su disposición. Por otra parte había encontrado otro campo digno de su estudio. Su amiga contorsionista era una experta en música y lentamente lo adiestraba en los rudimentos del solfeo. Luego me interesé por su opinión sobre mis progresos con Isabela y admitió que la mano izquierda suponía una dificultada adicional. A continuación esbozó una mueca y aseguró que no para él, que era ambidextro y sabía servirse de ambas manos, lo que le era de sumo interés para la existencia cotidiana. Me interesé por esa peculiaridad y aseguró que era muy útil valerse de las dos manos, que podían así turnarse en el esfuerzo, en la gesticulación o en el engaño, siendo esta última faceta de su habilidad la más estimable, y se jactó de poder embaucarme con ambas manos. Por devolverle lo que supuse un menosprecio hacia mí, le sugerí que mejorase sus modos a la mesa, porque ahora que se acompañaba tan ufanamente de la mujer contorsionista, parecía el momento oportuno por esmerarse con los cubiertos, que tan mal manejaba para vergüenza ajena de su enamorada. Prometió que tomaba buena nota de mi observación y que su enamorada sabría agradecer mis críticas. Luego añadió que no me preocupase por Isabela y que practicara el noble arte de la paciencia.
Unas pocas jornadas más de práctica sirvieron para que Isabela fuera dócil en mis manos. Sus evoluciones eran armoniosas y extremas, propias de su naturaleza bailarina. Le gustaba dejarse mecer y recostarse hacia atrás, como apoyándose contra el viento. La cadencia de sus movimientos transmitía una sensación hipnótica, y bastaba reparar en sus evoluciones para admitir que había nacido predestinada para la danza. Pensé que acaso conviniese intercalarla con Memeluche, para dotar de mayor variedad al espectáculo, pero después supuse que hacerlos coincidir asentaría el favor del público. Álex se añadió a mis razones y aceptamos la conveniencia de utilizar a Memeluche como compañero de la mujer serpiente. Con su parodia universal había conseguido el interés de varias ciudades importantes, y su presencia en escena era garantía de aplomo y saber estar. Gracias a él nuestro éxito sobresalía a los restantes triunfos del circo, que veía avalada su calidad con la asistencia de un público incondicional, que esperaba, que salía en procesión a recibirnos, que vitoreaba nuestra llegada y hacía de nosotros un tiempo de júbilo y fiesta. Después, tras un éxito fulgurante, otro tren, otra ciudad, otro alzar de lonas y más trabajo para satisfacer la expectación del público.
Por fin acerté a conjuntar ambas manos y conseguí que Isabela y Memeluche unieran sus movimientos. Ese instante permanecerá en mí para siempre, me sentí en comunión con las marionetas y comprendí los anhelos de sus almas. Anuncié a Álex que presentaría a Isabela en sociedad, introducida por un breve elogio de Memeluche, y que lo haría coincidir con nuestra presentación en la capital, máximo esplendor a que podíamos aspirar en nuestro mundo de circo. Su entusiasmo fue instantáneo y me animó a pulir los detalles del espectáculo. El resto, mientras el tren nos acercaba a nuestro destino, resultó una alternancia de euforias y desesperanzas, porque tan pronto parecía que el número de Isabela y Memeluche estaría dispuesto en la fecha señalada como nos atrapaba un esfuerzo baldío, sin solución ni remedio. El ilusionista de la luz y la domadora del pulgas asistieron casualmente a uno de nuestro ensayos y quedaron admirados por su meticulosidad, aunque esto es usual entre las nobles gentes del circo, que saben apreciar la pulcritud de los detalles. Así, con más fatiga que consuelo, nos acercamos a la fecha señalada para el estreno en la capital, con gran ilusión e incertidumbre por un resultado que parecía solo deseo, a juzgar por la escasa armonía entre Isabela y Memeluche. Pese a la deficiencias del espectáculo, la noche del estreno se aproximaba inexorablemente.
El debut en la capital fue precedido por una gran propaganda. Ver nuestro nombre en los carteles me producía una sincera emoción, también responsabilidad por comprender a Isabela y Memeluche, para acoplarlos en sus evoluciones y que encandilasen a nuestro distinguido público. Las autoridades habían reservado su asistencia a la sesión inaugural y en las noticias se exaltaban las virtudes del circo. Actuó el faquir que dormía sobre la cama de espinas y no tenía dificultad en atravesarse las mejillas, las orejas, o el pecho con un afilado estilete, actuó la domadora de pulgas y su ejército de insectos adiestrados en la más excelsa disciplina, que tiraban de un carro, saltaban distancias inauditas y obedecían a la voz de su ama con la fidelidad de los perros, y actuó el ilusionista de la luz, capaz de simular todas las realidades de la fantasía con el mero concurso de la sombra de su silueta, y por fin nosotros, Isabela y Memeluche, la pareja de marionetas que se movían con la suavidad de los seres animados y parecían provistos de vida propia. Esperamos nuestro turno pacientemente, incluso Álex parecía impresionado por la distinción de nuestro auditorio, que había copado los asientos de la fila cero. Se demoró más de lo imprescindible en los nudos y pareció más torpe que otras veces, pero no se lo reproché porque yo también me sentía abrumado por la importancia de nuestra actuación. Nos anunciaron y se hizo el silencio. Salimos a escena.
Memeluche ocupó la primera parte de mi tiempo y debo reconocer que vibró en mis dedos con una sensibilidad especial. Sus evoluciones eran fáciles, su humor inverosímil, su acierto en el gesto emotivo y cálido. Despertó aplausos entusiastas y me consideré satisfecho. Tomé entonces a Isabela con la mano izquierda y pretendí que grácilmente se adueñara de la escena. Pareció apocada y comprendí que le asustaba el público. Memeluche vestía ropas de vagabundo y ella lucía como una princesa, con su vestido de gasa y seda flotando entre los pliegues del viento. Algo salió mal, sentí un dolor agudo, de tendones o de nervios, y mi mano izquierda quedó paralizada. Intenté disfrazar el sufrimiento y Memeluche vino en mi auxilio, con sus parodias chispeantes y su saber estar de siempre, convirtiéndose en el mendigo que suplía la pasividad con bromas que la bailarina no sabía interpretar. Reparé en que Álex había descubierto mis dificultades y se esforzaba por tranquilizarme desde una posición anónima, y de nuevo me concentré en Isabela, que respondió aventurando unos tímidos pasos. Permití que Memeluche bailoteara alrededor de la bailarina, incitándola a emprender la danza, pero sus grotescas evoluciones apagaron el espíritu de Isabela, que comprendió que habría de vivir sin su baile. Languideció al instante y desfalleció en mi mano, que no supo articularse para evocar su arte. Quedó rota y sin alma, acompañada por Memeluche, que con su improvisación convertía la tragedia en espectáculo. Los aplausos fueron entusiastas, como lo fueron en las demás actuaciones, pero supe que Isabela no bailaría más. Después esbocé un gesto de disgusto, por el sabor amargo que sucedía a mi fracaso, y sentí el lacerante dolor de la muñeca, un dolor desgarrado y profundo, de carnes rotas e ilusiones truncadas.
Álex alegó que el verdadero artista es ajeno a su valía y que mi trabajo no fue tan malo como yo imaginaba, ni mucho menos. El público aplaudió con entusiasmo y nunca supo cómo habría sido la actuación de haberse cumplido mis deseos. Sin saber lo que se pretendía ni lo que se alcanzaba, lo usual era disfrutar del espectáculo y dar por bueno lo que no era perfecto. Como el solista que interpreta una melodía y yerra una nota que nadie advierte, a excepción de los eruditos, lo que no era el caso porque yo era el mejor en mi oficio, y quizás por eso fuera tan exigente conmigo mismo. Debo reconocer que las palabras de Álex me confortaron en la desolación y sirvieron para contener mi tristeza, aunque poco hicieron ante la evidencia de que Isabela y Memeluche no se complementaban en escena. La simplicidad y grosería del camaleón lo alejaban del instinto sencillo de la serpiente, cuya mordedura me imposibilitaba usar la mano izquierda. Una pomada analgésica usada por los trapecistas y la pertinente inmovilidad me proporcionaron cierto alivio, pero durante la noche me despertó un pesar que me mantuvo en vela hasta el nuevo día. Al amanecer comprendí que de nuevo necesitaba al maestro de marionetas, que sabría aconsejarme con cordura, al menos en la parte técnica de mi infortunio, porque de mi sensibilidad perdida se ocuparían los vendajes y el reposo de mi brazo. Aunque desde la otra mano Memeluche continuaba procurándome el aplauso del público y Álex restaba importancia a mi fracaso, me sentí un completo inútil.
Aprovechado un discreto asueto en el circo, viajé en compañía de Álex hacia el maestro de marionetas, que me recibió en su local como si hubiese esperado mi comparecencia. Lo informé de mi lesión en la muñeca y aseguró que la mujer serpiente era complicada y ejecutar con la mano izquierda suponía un desafío cuya fortuna señalaba a los grandes maestros, admitió en una confidencia que no acerté a interpretar adecuadamente. Luego culpó al alma de las marionetas de imponerse sobre la destreza de sus ejecutores, y añadió que el mejor marionetista pecaba de ingenuo al intentar comprender a sus muñecos, a veces reacios a la tiranía de la rutina y con más carácter del esperado. Isabela y Memeluche eran una mala combinación, al menos en una primera instancia, porque no existía química entre ellos. Memeluche podía superar cualquier imprevisto en el escenario, porque era marioneta vieja y sabía adaptarse a los imperativos de la necesidad, pero Isabela era menos curtida, más ingenua y delicada, y en consecuencia no era tan flexible como su compañero, que a la postre honraba su esencia camaleónica. Una bailarina necesitaba mayor ternura, la percepción sutil, otra imagen en escena o si se prefiere otra concepción del tiempo y el espacio, afín a los saltos esbeltos y las piruetas vertiginosas. Con Isabela todo había de parecer fácil, a pesar de su dificultad extrema. Álex resopló, perfectamente de acuerdo, y los tres nos miramos sin poder evitar una sonrisa.
El maestro de marionetas se interesó por la salud de mi mano, que examinó y palpó hasta localizar un punto que respondía con dolor a la presión. Me miró con severidad y aseguró que el daño era grave, y que procedía un vendaje compresivo para inmovilizar la muñeca, que se había desgarrado muy adentro. Luego añadió sombríamente que no todos los titiriteros eran capaces de hacerse con una marioneta como Isabela, de carácter tan arisco y extremo en sus necesidades. Casi caprichosa y malcriada, añadió con un atisbo de resignación, como si la conociera de muy lejos. Por otra parte, Memeluche no era el tipo de títere adecuado a Isabela, como ya me advirtiera antes, con quien podía compartir escenario pero difícilmente servirle de pareja, para lo que se requerían habilidades muy específicas, en concreto era preciso que la acompañase en su danza, porque Isabela sin danza perdía ilusión y empuje, convirtiéndose en una marioneta apagada. Después el maestro adoptó un tono conciliador y señaló que era el momento de ofrecer un mayor protagonismo a mi ayudante. Objeté que Álex no estaba preparado para manejar las marionetas, porque su labor se había reducido siempre a prepararlas para el espectáculo y devolverlas a la caja tras su finalización. El maestro sonrió y dijo que no cabían objeciones a su sugerencia, porque necesitaba a Julián, una tercera marioneta que bailaría bien con Isabela, y que con Memeluche sumaban tres marionetas en escena, lo que inapelablemente exigía tres manos. Luego añadió que yo solo contaba con una mano sana, y que cuando la otra sanase descubriría que Isabela me había repudiado y no se plegaba a mis deseos. Sin atender a mis protestas, que prometían una completa y rápida recuperación, sacó a la nueva marioneta, Julián, y la desplegó ante mis ojos para que admirase su belleza. Añadió que era trovador y algo juglar y que sabría acompañar a Isabela en el baile. Luego llamó a Álex, embelesado ante una estantería donde se mostraban recipientes con hierbas y piedras convenientemente etiquetadas, le mostró la nueva marioneta y preguntó por su naturaleza oculta. Sin titubear, Álex aseguró que se trataba del hombre leopardo. El maestro de marionetas sonrió, y se dirigió a mí para advertirme que Álex pronto sería mejor titiritero que yo. Además, su juventud lo salvaba de lesiones, y convenía que yo dejara descansar la mano izquierda un tiempo indeterminado. Encontró una pareja de guantes para Álex y luego, como era su costumbre, preguntó si pagaría al contado o de nuevo demoraba la compra de la marioneta. Álex se anticipó a mi respuesta y aseguró que la pagaría él con sus ahorros, que había conseguido por sus servicios y la generosidad de las propinas. Antes de que acertara a esbozar una queja, el anciano tomó el dinero ofrecido por Álex y lo confirmó como el dueño de la nueva marioneta.
Regresamos a la rutina del circo y pronto comprobé que las palabras del maestro se cumplían con una dolorosa exactitud. Inmovilicé mi mano izquierda para no malograr la recuperación y me concentré en Memeluche, cuyas evoluciones mejoraron y fueron aún más placenteras y sutiles. Entretanto, Álex se consagraba a explorar las posibilidades de Julián, su hombre leopardo, que mirado muy de cerca se asemejaba ciertamente a este felino, aunque apenas apartado de la visión cercana recuperaba su aspecto de juglar. En manos de Álex pareció cobrar vida y alma propia en apenas dos semanas, al cabo de las cuales se incorporó conmigo al espectáculo, ensombreciendo a Memeluche en sus evoluciones, que aunque gráciles y suaves, no podían competir en delicadeza y armonía con las de Julián, por otra parte menos simpático al favor del público, quizás demasiado soso, según crítica del propio Álex, tan formal y correcto que no había lugar para lo inesperado. Precisamente esta era la baza esencial de Memeluche, que se encorvaba, caía y tropezaba como roto de sí mismo, lo que le hacía parecer torpe y gracioso. Julián era distinto, diríase que ausente y acaso engolado, retraído en exceso para la comedia. No obstante, su aprovechamiento en escena nos valió un notabilísimo éxito en algunas provincias importantes, donde el circo recalaba en su vertiginosa gira. Memeluche, debo reconocerlo, mejoró con su asistencia y se convirtió en más grácil y sutil.
Tanta era la destreza de Álex con Julián que le pregunté por el tacto de su marioneta. Álex me felicitó por mi acierto al emplear la palabra tacto, y aclaró que sentía a Julián principalmente a través de ese sentido. Es alegre aunque tímido, me dijo, y vive para su arte. Cuando se apodera de mí y toma el control de sus movimientos, apenas lo siento como un deslizarse del aire. Su vuelo es perfecto y su técnica de bailarín, aunque yo no sea un experto en danza, me parece insuperable. Nada más trasmite, porque nada más le importa. Es cortés hasta donde la cortesía se convierte en obediencia, y amable hasta donde la amabilidad es empalagosa. Álex también confesó que le había sorprendido mucho al principio de su aprendizaje, cuando leyó minuciosamente las instrucciones del manual, demorándose en cada sílaba para que nada escapara a su atención, y solo encontró poesía y notas musicales, lo que parecía acorde con la naturaleza de juglar y trovador con que lo había presentado el maestro de marionetas. Las pautas sobre cómo disponer los dedos para esbozar los movimientos básicos o las indicaciones sobre el personaje representado, sencillamente habían cedido su espacio a rimas y canciones que parecían fuera de contexto. Cierto que el carácter de Julián viviría entre la música y la palabra, pero eso no indicaba nada sobre qué se podía esperar de él. Después de mucho esfuerzo había conseguido un movimiento armonioso y coherente, y en apariencia Julián se mostraba al público de un modo correcto, pero faltaba algo, como si la marioneta reservara su alma para un fin superior, más artístico quizás, pero aún indeterminado. Necesitaba un detonante que alentara el espíritu de Julián, tan ensombrecido en la escena por Memeluche que casi pasaba inadvertido. Álex insistió en que le desagradaba lo conseguido sin esfuerzo, quizás por la falta de costumbre, y que no se resignaría a que su marioneta se redujera a una mera comparsa que cumple su papel, sino que aspiraba a más, y que no cejaría hasta desvelar los secretos de Julián y convertirlo en lo que presentía de su naturaleza, algo exquisito y sublime que era preciso descubrir. Después, sorprendido por el eco de sus palabras, se apartó el pelo de los ojos con uno de sus soplidos y prometió que se lo cortaría muy pronto. Muy corto, aseguró, para cambiar de aspecto. Se rió de sí mismo y me sumé a su risa.
Una noche que practicábamos hasta muy tarde, intenté de nuevo que Isabela bailara para mí. Me enfundé el guante, eliminando todas las pequeñas arrugas que pudieran incomodarme durante la ejecución, moví ligeramente los dedos y alcé a Isabela. Avancé el dedo índice y la marioneta adelantó su torso, como pidiendo algo. Un movimiento desvanecido que resultó de mi agrado. Alcé otro dedo e Isabela extendió una pierna. Repetí un movimiento simétrico y se alzó de puntillas y elevó un brazo que recogió sobre su cabeza. Mantuve la postura y anduvo describiendo un amplio círculo, luego moví los pies e Isabela viajó conmigo, animada por saltos largos y elegantes. La obligué a jugar con Memeluche y de nuevo sentí un dolor en la muñeca y supe que la picadura de la mujer serpiente paralizaba mis dedos. Isabela cayó y me desprendí del guante, con la mano agarrotada por un doloroso hormigueo. Apreté mi mano y sentí que algo se había partido en su interior. Ofrecí entonces Isabela a Álex y le pedí que lo intentase él, si así lo deseaba. Me apresuré en busca de un vendaje y dejé a Álex anudando a Isabela en su guante izquierdo.
Me entretuve en buscar alivio a mi muñeca y en una larga conversación con la domadora de pulgas, por lo que no volví a encontrarme con Álex hasta la mañana siguiente. Llegué a escena aún saboreando el sueño y lo encontré practicando con un entusiasmo desconocido. Le pregunté que hacía tan temprano y me confesó que no había dormido por practicar con las marionetas, ensayando, repitiendo e inventando, hasta que había conocido a Isabela. Ahora la mujer serpiente bailaba con el hombre leopardo una danza bellísima. Sonrió satisfecho de su explicación y lo reprendí por tanta palabrería. Después lo insté a que me mostrase lo aprendido en su noche de insomnio, y añadí que fuese breve y se concentrase en lo significativo. Isabela corrió, saltó y giró con una armonía que me declaró incapaz de ejecutar, muy superior a mi mejor experiencia con ella. Álex la desplazaba con tanta precisión que bajo el impulso de sus manos parecía aire suspendido. Algo que sencillamente emocionaba. No puede evitar el aplauso. Entonces Álex dijo espera y se enfundó en la otra mano el guante de Julián, y al instante se alzó el trovador para dar réplica a su compañera. Isabela esbozó un salto suave, y Julián entonó una melodía, naturalmente por boca de Álex, que me sorprendió por su facilidad para el canto. Isabela saltó y pareció flotar entre la música que entonaba Álex simulando la voz de Julián. Después, el trovador, pareció bailar y escenificar su música con la voz infantil de mi amigo, cuyo timbre sonaba como un eco purísimo. Isabela reaccionó a la música y parecieron confluir en una suerte de recelo y acecho de frágiles evoluciones. El trovador se detenía como para sentir a su bailarina e Isabela quedaba suspendida en un amplísimo vuelo, o se perseguían por el escenario inmersos en un entramado de piruetas que rasgaban el aire con la amplitud de sus evoluciones. Acechándose, escapando al acecho, hipnotizándose mutuamente, con un regusto de sensualidad que hacía nacer algo en el espíritu. Instintivamente se comprendía que estaban enamorados. Quedé aturdido por la armonía rotunda que inspiraba la danza de las marionetas y a mi memoria retornaron las fatigas del pasado y el temor al futuro. Álex había conseguido algo que iba más allá de la ejecución técnica, algo que trascendía al esfuerzo y se adentraba en la magia. Comprendí que el espectáculo de Isabela y Julián era perfecto cuando se me inundaron los ojos de lágrimas.
Julián cambió y su carácter en escena se tornó más dinámico. Sus intervenciones aún eran breves en contra de mi voluntad, que me sentía contagiado por el entusiasmo de Álex, dedicado a Julián e Isabela con un celo obsesivo. Durante interminables horas, practicaba en cualquier escenario ante la mirada crítica de su amiga contorsionista o de la domadora de pulgas y el ilusionista de la luz, que con frecuencia recalaban allí para aportar su saber al espectáculo que preparaba Álex, de repente revelado como un perfeccionista que perseguía cada detalle como si en ello le fuera la vida. Más a partir de una tarde, que detuvo su actuación y permaneció pensativo ante nuestra sorpresa, que atribuyó al error lo que era obra del genio. Se golpeó la cabeza como si lo alumbrase una idea, y pidió a su amiga contorsionista que no cantase una canción cualquiera, sino que tomase el manual e intentara cantar una de las poesías musicales. La amiga contorsionista hizo un par de ensayos muy satisfactorios, porque no era ajena a la música, y cantó finalmente una poesía, mientras Julián se movía al dictado de su ritmo. La segunda vez fue mejor y la tercera aún mejor, con el juglar deslizándose entre las notas con una destreza y una gracia inimaginable. Parecía que su hacer fuese sencillo, insignificante, cómo sin mérito. Pero encandilaba, la destreza era tal que no cabía objeción. Álex bufó apartándose el flequillo y como vencido por el esfuerzo. Ahora sí he encontrado el alma de Julián, que es trovador y juglar en igual medida, y sacó la lengua como exhausto, una broma que le valió el aplauso.
Apenas un mes después, Álex ocupaba la mayor parte de la escena conmigo y el éxito de la danza de las marionetas despertaba el entusiasmo y el fervor del público. En cada representación, cuando el trovador y la bailarina exhibían su danza al criterio de los espectadores, una especie de comunión espiritual trascendía a las explicaciones racionales. Pasmo, tránsito o embelesamiento, puede llamarse de cualquier modo, los espectadores quedaban igualmente sumidos en una reflexión profunda, como enlazados por un sentimiento placentero. Después se escuchaba un aplauso, y más aplausos que al instante se convertían en un rugido de público entusiasmado por la rotundidad del espectáculo. Las marionetas saludaban con elegantes reverencias, Álex saludaba, yo saludaba y el faquir saludaba en su calidad de jefe de pista y dueño del circo. Nuestro número concluía la representación de la noche y animaba el desfile de los compañeros, que se veían representados en el meritorio número de Álex, reconocido por un clamor unánime.
Consagrado a sus marionetas, Álex me confesó que entre Isabela y Julián había surgido una chispa que solo cabía calificar de mágica. Me burlé de su concepción superficial de un sentimiento tan profundo, y aseguró que ciertas verdades no requieren explicación, se presienten sin que quepa ninguna causa racional. El amor es una de esas verdades, aseguró muy digno, y por no rendirme a sus argumentos le recordé que había prometido cortarse el pelo, convertido en una maraña ingobernable. Tendré que hacerlo, aseguró Álex, porque la contorsionista apostó a que me lo cortaría, así que no tengo otro remedio. Al principio, continuó Álex, Isabela se mostró recelosa, como si le hiriese el orgullo que aquel desconocido se atreviera a solicitar su baile. Defraudada por la torpeza de Memeluche, había prometido no volver a intentarlo, porque prefería morir a renunciar a sus aspiraciones. Apreciaba a su compañero, pero sencillamente no valía para la danza. Era de naturaleza torpe, irremediable aún con la mejor escuela, lo que no era el caso, porque Memeluche, a pesar de sus innumerables virtudes, era manifiestamente incapaz de acompasar sus movimientos a un ritmo. Ella intentó plegarse al espectáculo y asumir el papel de compañera estúpida, pero fue imposible, un impulso interior se revelaba contra la humillación de su arte. No por Memeluche, a quien admiraba y reconocía en su mérito, sino por ella misma, incapaz de acompañarlo en un espectáculo donde debía fingirse otra, lo que la hacía sentirse derrotada y vencida. Por eso decidió no volver a bailar, prefería renunciar para siempre que vivir en una espera insoportable y eterna. En este punto de indeterminación y tristeza se encontraba Isabela cuando Julián llegó para solicitar su baile, y con el beneplácito de Memeluche se había animado a intentar unos pasos, insegura de la calidad de su acompañante. Quedó sobrecogida por la delicadeza de Julián, que no solo se acoplaba a sus movimientos con la levedad de la brisa, sino que susurraba bellas palabras a su oído, ensalzándola y retándola a piruetas más arriesgadas que él secundaba con una excepcional dulzura. Casi al instante Julián se convirtió para ella en un gozoso estímulo de quién aprendía y por quién se dejaba guiar. Era, por decirlo de algún modo, lo que siempre había deseado en un compañero de baile. Entonces, al reparar en el sentimiento de Isabela, había comprendido que, al margen del virtuosismo de su danza, la verdadera destreza de Julián era su habilidad para incitar a los demás a encontrar lo mejor de sí mismos. Felicité a Álex por su suerte, y me retiré porque era tarde.
Memeluche mejoró hasta más allá de donde yo había intuido en mis mejores ensayos. Me despreocupé completamente de la parte técnica, que parecía sublimada por el estímulo de sus compañeros y fluía con una sobrecogedora sencillez. La marioneta parecía parte de mí, sin que yo tuviese que preocuparme de articular sus movimientos, que eran reflejo de los míos y parecían omnipresentes en el escenario. Entonces, con mucha pompa, presentaba Memeluche a sus compañeros, que interpretarían una danza artística compuesta para la ocasión. Isabela y Julián se enlazaban entonces en un revuelo de acrobacias inverosímiles y de gestos tiernos que no pasaban inadvertidos. Tras una fantasía de saltos amplísimos y giros vertiginosos y precisos, el público descubría la emoción inspirada por la hermosa danza de las marionetas, que de tan bella y perfecta suspendía el aliento y obraba el milagro de la infancia, porque los espectadores perdían el sentido de la realidad y se dejaban arrastrar por un torbellino de sentimientos dulces, tan dulces que los retraían a memorias muy antiguas y cálidas, donde quedaban suspendidos en sus almibarados recuerdos hasta que concluía la danza y se sucedían las reverencias, las muestras de gratitud, el reconocimiento a la pareja de baile. Isabela y Julián se retiraban apresurados por Memeluche, que recobraba su protagonismo parodiando a sus compañeros y proseguía sus peripecias con cualquier personaje inverosímil, a modo de epílogo a la actuación. Unas evoluciones más y resonaban los aplausos que avalaban nuestro éxito.
En el momento de renovar nuestro contrato, el éxito de Álex se había convertido en el emblema del circo, mientras que del títere Memeluche no se acordaba nadie. El faquir mencionó que las dificultades para sobrevivir en un mundo tan inhóspito continuaban obligándolo a recortar el espectáculo, y que había pensado en quedarse solo con mi ayudante, con quien hablaría después, cuya danza de las marionetas y su facilidad para el canto le habían permitido construir un espectáculo tan sólido que le auguraba un espléndido porvenir, incluso en los circos internacionales. En cuanto a Memeluche, sintiéndolo mucho, su gira había concluido en favor de un artista mejor. Nada objeté y me atreví a solicitar un favor personal, que me garantizase el cuidado de Álex. El faquir comprometió su palabra en velar por mi compañero, y le pedí un favor más, que no revelase sus planes a Álex hasta después de que me hubiera ido, para así facilitar su decisión y ahorrarme la despedida. Asintió el faquir y le prometí que me bajaría en la próxima ciudad grande y no regresaría jamás. Me despediría de Álex con una nota, legándole a Isabela y mencionando mi necesidad de partir hacia nuevos horizontes. Supuse que eso le ayudaría a olvidarse de mí y proseguir su camino.
Los ahorros del circo me permitieron regresar cómodamente a mi cuidad de origen, donde busqué la tienda de las marionetas y descubrí que había sido derruida y era imposible localizar a su propietario. El viejo había desparecido sin dejar rastro, y en lo que fuera su tienda se abría un solar vallado, donde se anunciaban las obras de un edificio de varios pisos. Me desentendí del maestro de marionetas y busqué un apartamento a mi gusto, para reemprender la lucha diaria. Apenas me acomodé y deshice mi equipaje, reparé en la caja de Memeluche, que había venido conmigo, y pensé en quemar su hilos, quizás también los trajes y el esqueleto articulado de madera, para que mi ser titiritero se extinguiese para siempre. Me contuve y salí en busca de trabajo. En las fábricas, en los mercados, en cuanto negocio pensé que necesitaba un dependiente. Intenté sobreponerme al fracaso, pero la erosión de una infinitud de negativas me obligó a tomar constancia de que fuera del tren la vida era incluso peor de lo que había sido antes. Entretanto, en los periódicos y noticiarios que ojeaba alrededor de los quioscos, mi antiguo circo brillaba con el esplendor de su nueva estrella, Álex, un muchacho prodigio que había conseguido descifrar la danza de las marionetas e iniciaba una gira que lo llevaría por las capitales internacionales, donde se aguardaba su llegada con una expectación unánime. El tren recorrería todo el continente, para que los lugares más lejanos se admirasen con la magia del circo.
La necesidad me obligó a reencontrarme con Memeluche, que aguardaba pacientemente mi regreso en su caja. No tuve dificultad en hacerme de nuevo con él, y otra vez busqué una esquina concurrida donde desplegar y hacer vivir sus numerosos personajes. Tramé cuatro o cinco historias que fueron de mi agrado, y el hombre camaleón se adaptó a todas las circunstancias como siempre había hecho. Con su torpeza, con su andar característico y cómico, con sus saltos desacompasados y ridículos, y con esa respuesta a la mímica de mi mano que lo convertía en cada uno de sus personajes. Me gustaba aquella variedad de situaciones, el prodigarme en fantasías distintas y urdir historias entre los distintos caracteres que Memeluche asumía con tanta naturalidad. El beneficio fue inmediato, desde la primera representación, y el sombrero rebosó de caritativas compensaciones a mi esfuerzo. Hasta que llegó el invierno y el eco del circo desapareció de los quioscos.
Tres años después, despertando la primavera, un joven de pelo muy corto y discreta barba recaló frente a mi espectáculo con Memeluche, en una aristocrática y concurrida plaza que servía bien a mis propósitos. Asistió en silencio a varias representaciones y me llamó por mi nombre. Álex había cambiado tanto que parecía normal no haberlo reconocido antes. Era mucho más alto, más fornido y cercano al adulto que sería después. Su voz era grave, aunque tras el disfraz de la barba incipiente y el cabello demasiado corto se descubriera al niño de siempre. Lo abracé efusivamente y le pregunté por su vida al tiempo que recogía a Memeluche, empaquetaba los bártulos y le pedía que me acompañase a cualquier lugar donde pudiéramos conversar en paz. Me interesé por su apoteosis en el circo, por el triunfo en las ciudades extranjeras, por su renombre en los ambientes mundanos, donde se le consideraba un marionetista prodigioso. También por mis compañeros perdidos, por la domadora de pulgas, por el ilusionista de la luz y por cuantos conocí durante mi estancia en el tren y bajo la carpa del circo. Naturalmente, no olvidé a su contorsionista.
Álex me tranquilizó con una de sus bromas y dijo que había vuelto para quedarse conmigo, si me parecía adecuado, y que soñaba con crear un gran espectáculo de marionetas de hilo. En cuanto a su éxito, cuánto se había dicho en los noticiarios era objetivamente cierto, aunque a él no le había parecido de tanta relevancia. Ahora su voz había cambiado y no acompañaba tan bien a las evoluciones de los bailarines, que se resentían de esta imperfección. Consumido su amor por la contorsionista y harto que correr por el mundo, había decidido apartarse de la vorágine del circo y preparar nuevos números con los que regresar cuando se apagasen sus éxitos anteriores, algo que según el ilusionista de la luz formaba parte del ciclo normal del arte, que había de gestarse, pulirse en su esencia y mostrarse al público cuando fuese digno de ser mostrado. Solo yo era de su confianza para abordar esta ambiciosa empresa, y conmigo Memeluche, para el que tenía grandes planes. Casi lo imaginaba con Isabela y Julián en escena, entorpeciendo graciosamente las evoluciones del baile, porque el secreto era acoplar los movimientos y contar los tiempos de la música, para que los bailarines se rigiesen por una referencia externa. Entonces Álex se detuvo, comprendió que me había perdido en sus palabras y señaló un lugar adecuado para disfrutar de una cena tranquila. Celebré que se hubiese cortado el pelo y reímos para festejar la noche.
Blas Meca, con licencia Creative Commons