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domingo, 31 de mayo de 2015

Kalhat XVII

- XVII -

Mientras los preparativos para nuestra defensa proseguían al ritmo acostumbrado, Zhor aprovechó para conocer las calamidades que se habían abatido sobre Kalhat y maravillarse con los ingenios construidos según los planos de mi maestro. Nuestro admirado cazador ya no era el héroe recordado con veneración. Aunque los halagos de quienes conocían sus hazañas eran aún más exagerados, y el afecto de sus amigos y vecinos se traducía en un sinfín de manifestaciones de respeto, Zhor había sentido la herida del miedo y se enfrentaba al amargo vacío de la derrota. Una sombra entristecía la nobleza de su rostro y le confería una apariencia dubitativa y melancólica. La misma sombra que turbaba mi ánimo con una lúgubre inquietud.

Naturalmente, Zhor se había sorprendido de que Elm ostentase la máxima dignidad de Kalhat y de que Uk, cuyo secreto le había revelado Adsler, se hubiese convertido en el brazo ejecutor de los caprichos del tirano. También le extrañó que hubiéramos permitido la llegada de los mercenarios que ahora componían el ejército, y que las calles de Kalhat fueran escenario de las voluptuosas danzas de las meretrices. No porque le amedrentase la ferocidad de los sicarios del déspota ni porque se escandalizara ante las vendedoras del placer, sino porque le sorprendía que los hijos de Kalhat hubieran consentido que su existencia se enturbiara con el alboroto de la depravación. Si no hubiese mediado la serenidad de mi maestro, me consta que Zhor hubiera luchado contra la injusticia en cuanto tuvo conocimiento de la locura que regía nuestras vidas.

Un suceso inesperado anunció la fatalidad. Elm revisaba el emplazamiento de unas máquinas cuando se desplomó sorprendido por una apoplejía. Durante varias horas, el delirio y la inconsciencia fueron sus compañeros. Quizás en un hombre sano hubiera bastado la espera hasta que se atemperase la virulencia del mal, pero para un espíritu propenso a la debilidad, aquellas alucinaciones significaron el desmoronamiento de los últimos reparos que la naturaleza opone a la locura. Nunca más se interesó Elm por nuestra defensa. Solo durante el espejismo de un restablecimiento momentáneo, preguntaba por el quehacer de los artesanos, impartía algunas consignas entre sus mercenarios o alertaba a los lanceros contra un ataque de nuestros enemigos. Hasta que le sobrevenía un espasmo y lo dominaba el frenesí de la demencia. Entonces caía de su cabalgadura y durante unos segundos se agitaba entre convulsiones y vómitos. Cuando remitían los síntomas de su enfermedad, ordenaba la presencia de mi maestro y requería de sus generales un sinfín de informes sobre la lealtad del ejército.

Entretanto, bajo la supervisión de Uk se habían iniciado otros preparativos concebidos por la astucia de mi maestro. No era conveniente oponer una defensa única al ataque de las panteras. Si por cualquiera de las vicisitudes de la batalla nuestros hombres cedían ante el asedio enemigo, el sentido común demandaba que contásemos con una segunda oportunidad. La lucha no se limitaría entonces a un defender y atacar, sino que se prolongaría hasta el sacrificio de Kalhat o el fin de la Reina Negra. De poco servirían los ingenios lanzadores de flechas de Adsler y las tinajas de metal blanco catapultadas sobre el páramo. Solo un laberinto de lanzas posibilitaría que nuestros soldados se enfrentaran a las panteras con alguna esperanza de victoria. Un laberinto que se dispondría para que las lanzas dificultasen el paso de las bestias sin entorpecer las evoluciones de los hombres. Si la fortuna nos era adversa y la lucha se trasladaba a las calles de Kalhat, mi maestro confiaba en que el laberinto nos permitiría enfrentarnos a las Hijas de la Noche en un escenario ventajoso para nuestra causa.

También se prepararon algunos ingenios que obedecían a la inventiva de Adsler, ingenios que una vez accionados por el concurso de un dispositivo letal, activaban engranajes sin que cupiese una oportunidad para la supervivencia. Una cuchilla, una lanza o un dardo alcanzarían a la presa en el tiempo requerido para el vuelo de un relámpago. A veces no se disponía un mecanismo único, sino que eran dos, tres o cuatro resortes los que se accionaban simultáneamente, y dos, tres, o cuatro armas las que se abatían sobre la víctima. Todo se dispuso para que ningún hombre pudiese sucumbir bajo uno de estos terribles ingenios. En los sistemas activados por el peso se requería un peso superior al humano, y en los que se activaban por contacto, se había dispuesto el punto de la muerte a una distancia adecuada a la envergadura de una pantera. Solo Elm estuvo muy cerca de perecer en dos de aquellas trampas. Una vez porque interfirió el trabajo de los obreros en un momento crítico de la instalación, y otra porque intentó comprobar personalmente el funcionamiento de los distintos mecanismos. Pronto, las calles de Kalhat quedaron preparadas para el escenario de la lucha. Tras las empalizadas que aseguraban los enclaves más expuestos de la ciudad, lanzas y trampas inclinarían el destino a nuestro favor.

Los esbirros de Elm, lejos de reconocer la locura de su amo, parecieron complacerse mientras el dorado galope del déspota fue una imagen usual en las calles de Kalhat. En la soledad de una alameda o entre el bullicio de un mercado, la figura de oro arremetía contra cuantos enemigos le dictaba su imaginación. Una gigantesca catapulta que pretendió mutilar a espadazos, el brocal de un pozo seco, la penumbra de unos soportales y otros adversarios aún más inverosímiles, sirvieron para que Elm demostrara el temple de su brazo y la osadía de su arrojo. Sus enemigos fueron siempre inanimados, y aquellas excentricidades solo sirvieron para poner una nota de humor entre las gentes de Kalhat.

En alguna ocasión, Adsler consiguió entrevistarse con Elm entre dos de estas hazañas. Tras alabar sus imaginarias victorias, mi maestro se inclinaba hacia la advertencia y el consejo. Elm atendía y obraba en estricto cumplimiento de sus deseos. Desafortunadamente, lo que Elm atribuía a los deseos de mi maestro no siempre concordaba con el sentido de lo que mi maestro había expresado durante la entrevista. Así, Elm interpretó que era preciso ejecutar a los gatos de Kalhat cuando se le sugirió que vigilase los sonidos de la noche, condenó a todos sus soldados al tormento de la sed cuando se le pidió que no desperdiciase el agua, y ordenó el arresto indiscriminado de las meretrices ante la observación de que algunas culpas demandan castigo. Adsler aclaró personalmente estos malentendidos.

Durante aquellos días, Zhor intervino en algunas disputas que demostraron la superioridad de su brazo en la lucha. No fueron enfrentamientos que amenazasen el equilibrio que Adsler requería para sus propósitos, sino discretas manifestaciones de fuerza que pronto se cantaron a la luz de las hogueras. Su fácil victoria sobre tres sicarios que imponían su voluntad a una meretriz, y la derrota que infringió a un gigante que se burlaba de dos ancianos, le valieron el reconocimiento entre los hombres más aguerridos de la tropa y la veneración de cuantos se amedrentaban ante los desmanes de los soldados. Zhor también venció repetidamente las argucias de Uk. La primera vez como réplica a unas acusaciones que pretendían comprometerlo por irregularidades en el juego, y la segunda respondiendo a la cobardía de alguien que ocultaba su identidad entre las sombras de la noche, y que escapó a la respuesta de Zhor solo porque este prefirió responder a la torpeza de la agresión con una escueta advertencia.

Describiré las circunstancias y el desenlace de estos dos enfrentamientos. La noche era espesa, una suave llovizna refrescaba los aires de Kalhat y el frío era más intenso de lo que se hubiera previsto para el ocaso del invierno. Junto a una hoguera alimentada con maderas olorosas, Zhor practicaba un juego de azar que había venido entre las alforjas de alguno de los mercenarios reclutados para el ejército. Junto a él, Uk y dos hombres más compartían los avatares de la suerte. Mi presencia se reducía al espectador que se interesa por el concretarse de los distintos acontecimientos de la madrugada. Inesperadamente, Uk acusó a Zhor de embelesarlos con sortilegios para distraer a los jugadores. Zhor no respondió a la provocación. Insistió Uk, pero sólo obtuvo una sonrisa de advertencia. Entonces Uk desenvainó su cuchillo. Apenas transcurrido un instante, Uk había perdido su cuchillo y era el cuchillo de Zhor el que amenazaba la garganta de Uk. En el rostro del vencido, inmovilizado por la destreza del cazador, se reflejaba todo el miedo de los cobardes cuando se enfrentan a la muerte. Los ojos de Zhor brillaban en calma. Recuerdo el aletear de su cabello sobre la cabeza del vencido y las palabras de disculpa del Uk, que pretendía para sí la misma gracia que había negado a tantos hombres.

―También yo te pido disculpas, no he sabido sobreponerme al acaloramiento del juego.

Y con esta sencilla frase, Zhor indultaba a su enemigo y le proponía una excusa para salvar el honor. Después, ajeno a la expectación que había despertado la agilidad de sus movimientos, regresó a la partida que disputaba junto a la hoguera. Uk se perdió entre los visitantes de las meretrices.

El segundo enfrentamiento de nuestros personajes acontenció apenas transcurrido un breve sosiego. Zhor continuaba embebido en las vicisitudes del juego, se habían apagado la mayoría de las hogueras y solo resonaban las cantinelas de los borrachos. La noche era aún más densa, ni siquiera se escuchaba el rumor de las criaturas del bosque. De repente, un silbido rompe la oscuridad, Zhor abandona su lugar junto al fuego y una saeta hiere el espacio en ese mismo lugar. Sin que la premura descompusiera la suavidad de sus movimientos, Zhor desenvainó su cuchillo y amenazó a las tinieblas.

―¡Dos veces ha visto la luz por ti esta madrugada! ¡La tercera vez no lo envainaré sin tu sangre!

Recogí la flecha y miré a Zhor. Por la expresión de su semblante supe que compartía mis pensamientos. En la flecha, el olor de Uk destacaba entre los aromas de la madera y el metal.

Transcurrieron dos semanas antes de que Zhor demostrase toda su grandeza. Yo dormía plácidamente cuando sentí que mi compañero acariciaba la empuñadura de su cuchillo. Me removí en el lecho y percibí un cambio en el aire. Entre las tinieblas de los bosques, dos criaturas de olor almizclado galopaban entre la espesura. Criaturas de carrera suave, que estudiaban el pueblo al abrigo de la distancia. No comprendí, me encontraba sumido en un duermevela que impedía captar el sentido de aquellos aromas. Escuché la sigilosa salida de Zhor y el ronquido de mi maestro en la alcoba contigua. Después, todo desapareció engullido por la inmensidad de la noche.

Cuanto desperté, entrada la mañana, mi maestro parecía inquieto. Le pregunté por el origen de su preocupación y me conminó a que agudizase mis sentidos. Lejos, muy lejos, se escuchaba el tintineo de los collares de Zhor, y en el aire, más nítido que durante la madrugada, se abocetaba un olor que no me fue difícil reconocer.

―¿Saldremos a su encuentro? ―y mi pregunta demostraba que conocía cuál era la naturaleza de las presas que el cazador llevaba a nuestro pueblo.

―No, se dirige hacia nosotros ―respondió Adsler sin que en sus palabras se percibiera ningún reconocimiento hacia lo que también para él era una deducción evidente.

―¿Qué sucederá ahora? ―añadí sin ánimo.

―Es el principio. Pronto sabremos cómo se enfrentan los habitantes de Kalhat a su destino. Tres o cuatro días bastarán para que nos encontremos sumidos en la batalla ―y la voz de Adsler se tornó ausente.

―Tengo un presentimiento.

―Ya no importan tus presentimientos ―sentenció Adsler.

Comprendí que el desánimo sería nuestro enemigo y que los ecos de la maldición obraban en nuestra contra. Permanecimos en silencio hasta que se escuchó un revuelo de gentes alborotadas y el murmullo de la incredulidad inundó las calles de Kalhat. El viento nos trajo el olor de la sangre. Adsler me invitó a que nos reuniésemos con Zhor.

―Sus trofeos deben exhibirse en un lugar visible. Vayamos a su encuentro.

Encontramos a Zhor en mitad de una plaza, rodeado de un enjambre de espectadores. Se detuvo cuando reparó en que bajábamos por una de las calles adyacentes. El olor de la sangre impregnaba el aire con una dulzura pegajosa. En las manos de Zhor se balanceaba la gigantesca cabeza de una pantera.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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