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miércoles, 1 de abril de 2015

Kalhat XIII

- XIII -

Erradicado el mal de la lluvia roja, las gentes de Kalhat se resignaron a un sentimiento triste. Visité a mis padres, y durante la comida reinaron el silencio y la melancolía. Tras el postre, alzamos las copas por quienes compartieron nuestra mesa y ahora reposaban en alguna de las fosas abiertas para apresurar el enterramiento de los cadáveres. Recuerdos de nombres ya desaparecidos para siempre y amigos vencidos por la enfermedad. También nos lamentamos, aunque era un infortunio menor frente a la magnitud de la desgracia, por la desolación de la antes magnífica Kalhat. Poco pudimos añadir a las penurias ya consumadas. Nos limitamos a la reseña de los caserones que se alzaban como mastodontes desfallecidos, los hogares que pocas semanas antes acogían el revuelo de la juventud y los mercados que ahora eran un vertedero de cambalaches y tenderetes vacíos. Pasarían muchos años sin que Kalhat recobrara su esplendor.

Después de este entrañable reencuentro con mis padres, me dirigí hacia las afueras del pueblo y me entretuve en admirar los trabajos que se iniciaban en el bosque. Los soldados habían talado los primeros árboles y en torno a Kalhat se materializaba un páramo que facilitaría nuestra defensa. Me pregunté si el deterioro de las calles y las plazas no respondía al inicio de una decadencia mucho más profunda, quizás a un anticipo del horror que se cernía sobre nosotros. Intenté concentrarme en las actividades del ejército y pensé en dirigirme hacia donde un pelotón de civiles faenaba sembrando las espinas del zarzal de los pantanos, convenientemente impregnadas con una untura fruto del ingenio de mi maestro. Pero los soldados faenaban cerca y no me atreví por temor a convertirme en objeto de sus burlas. La dureza del trabajo a menudo se atenuaba con cualquier novedad que rompiese la rutina. Esa novedad podía ser el malentendido que se solventa con una riña o la pregunta de un espectador que entretiene a los trabajadores.

Se escuchaba el percutir de las hachas y, de cuando en cuando, un grito y el derrumbarse de un árbol. Inmediatamente venía el desbroce del ramaje, la reducción de los gigantescos troncos a un tamaño adecuado y su transporte hasta el pueblo sobre carromatos arrastrados por bueyes. Las empalizadas defensivas precisaban una gran cantidad de madera. Los olores de las resinas flotaban en el aire, también percibí algo que no supe identificar con exactitud. Ni siquiera me consta que respondiera a un olor. Mejor sería definirlo como una dulzura que alterase los aromas de la leña. Agudicé mis sentidos y me concentré en descifrar aquel efluvio extraño. Tras la embriaguez de la madera viva, encontré el sudor de las bestias y los hombres, algunas hogueras que servían para preparar la cena, ciervos que dormían lejos de los leñadores y un oso que deambulaba sobre la hojarasca boscosa. Tampoco entre los sonidos descubrí un indicio que revelase el origen de mi inquietud. El corretear de las ardillas que huían de la deforestación y el aleteo de los murciélagos en una caverna fueron cuanto mi oído entresacó más allá de los rumores habituales de la ciudad y el bosque.

Me entretuve en observar a Uk mientras simulaba que me distraían las incidencias de una partida de naipes. Me constaba que todo se había dispuesto para favorecer la ruina de los incáutos. Tras un tiempo donde se multiplicarían los errores, alguien cedería su lugar a otro alguien ajeno al engaño del juego. Unos envites de confianza, la exactitud que sustituye a la imprecisión, y se obraría el milagro del ingenuo que pierde su fortuna. El reparto y la burla acontecerán a salvo de miradas suspicaces. No me tentaba inmiscuirme en asuntos ajenos, así que me contenté con vigilar el semblante de Uk mientras se ultimaba el engaño de un recién llegado a la partida. Quizás pretendía descubrir cuál era el estigma del criminal. Su risa, que mostraba aquellos dientes puntiagudos, y la engañosa torpeza de sus movimientos, acrecentaron el recelo que sentía por tan siniestro personaje.

Desentendiéndome de Uk, busqué los favores de una joven que había reclamado mi interés. Era de complexión menuda y bien proporcionada. Pronto llegamos a un acuerdo sobre el precio de mi consuelo y nos dirigimos hacia la tienda de lona donde se entregaba a sus clientes. Me gustaría ufanarme de que mi comportamiento fue tan digno que la muchacha olvido la naturaleza contractual de nuestro amor, y de que se entregó a mí sin que el tiempo o la recompensa fueran un obstáculo para nuestro goce. Si hubiera escrito esta historia cuando todavía aleteaba en mis venas el ardor de la juventud, no hubiera dudado en falsear la verdad y atribuirme los máximos galardones de la hombría. Mis hazañas en el lecho hubieran ensombrecido las gestas de los mejores amantes. Pero ahora soy un anciano para quien el deseo se limita a la evocación de un placentero recuerdo, y de poco me serviría alardear de lo que no fui o las habilidades que nunca se contaron entre mis méritos. Entregué el precio de mi placer a un individuo de rostro cetrino y mirada descompuesta, y mi estancia en aquel santuario del amor se prolongó lo imprescindible para que no pudiera declararme insatisfecho. Ni siquiera las habilidades de mi compañera me parecieron extraordinarias. Se limitó a repetir las suertes comunes en estas lides. Su impaciencia fue fingida, sus caricias desapasionadas y, en cuanto a la fogosidad de su vientre, no recuerdo si llegué a sentir el éxtasis de su opresión o si por el contrario mi amor se derramó entre las sábanas o sobre alguna de las alfombras que cubrían el suelo.

Regresé a mi hogar aliviado en el deseo y entristecido en el ánimo. Adsler trabajaba en su laboratorio. Sobre la mesa donde usualmente recopilaba sus experiencias, destacaban varias piladas de libros. Tres títulos reclamaron mi interés. Sobre la esencia de las cosas, El arte de combinar y descombinar los humores y los hierros y Metales que aún no han sido. Nada puedo mencionar de los restantes títulos, ya porque estaban escritos en lenguas para mi desconocidas, ya porque no dejaron en mi alma una impronta significativa.

En cuanto a los tres volúmenes que han sobrevivido en mi memoria, recuerdo que Sobre la esencia de las cosas era un espeso tratado donde se describían los argumentos que asentaban las cualidades de la materia. Preguntas sobre el color, la dureza y la fragilidad se entretejían con otras preguntas reformuladas con una infinidad de particularidades y matices, para, desde lo concreto y singular, expandirse hacia la norma y la ley irrefutable. Un compendio de verdades tan rotundas como que lo tangible tiende a la caída en cuanto se le priva de su soporte, hasta afirmaciones gratuitas como que las sustancias pueden dividirse en porciones minúsculas que son aproximadamente semejantes, y que solo las múltiples distribuciones de estas partes en el todo originan las diferencias entre los seres.

Más instructivo me pareció el segundo de los volúmenes. El arte de combinar y descombinar los humores y los hierros era un recetario para la obtención de diversos productos. Separados en epígrafes, se encontraban los venenos, con las divisiones de venenos de plantas, venenos de animal y venenos de piedra, los carbones, también clasificados en carbones que arden, carbones que no arden, carbones opacos y carbones translúcidos, y las luces, con sus innumerables peculiaridades del brillo y el color, así como otros variopintos epígrafes que profundizaban en los fenómenos del universo y describían los secretos del mundo invisible.

El tercero de los volúmenes, el más consultado por mi maestro, mostraba una relación de metales inexistentes en la naturaleza, que habrían de tener cualidades que nacen del acierto y la perseverancia del alma humana. Para su síntesis habrían de fundirse y amalgamarse distintos metales ya conocidos, lo que propiciaría la existencia de nuevos metales, que a su vez fundidos y amalgamados con antiguos o nuevos metales abrían nuevas posibilidades metalúrgicas, y así sucesivamente, en una génesis inagotable de metales, de los cuales unos mostrarían cualidades sin duda útiles para el progreso del hombre, otros exhibirían interés para los ojos del estudioso y otros muchos deberían relegarse a la mera reseña en los libros.

Igualmente se auspiciaba en este último volumen la existencia de tierras que se consumían entre llamas de inigualable ferocidad o se volatilizaban con un pavoroso desprendimiento de calor. Tierras que se descubrían en el interior de las montañas, que provocaban fenómenos de fuego y humo sobre la tierra desnuda y de las que se conocían referencias por el testimonio de viajeros de valía tan sólida que no eran admisibles la superstición o el desvarío.

Atendiendo a las directrices del texto, Adsler intentó obtener algunas arenas inflamables. Preparamos cientos de muestras. De diferentes luminosidades, de diferentes texturas, de diferentes granulaciones y de diferentes consistencias. A las labores de la búsqueda le sucedieron las fatigas del análisis y el estudio. Solo en uno de sus múltiples ensayos obtuvo mi maestro indicios de éxito. Una tenue llama, un pálido fuego y epílogo de unas volutas de humo grisáceas y acarameladas. Demasiado poco para vencer una maldición.

Mejores resultados obtuvo Adsler en sus combinaciones metalúrgicas. Tras un peregrinaje entre metales más o menos nobles, que hubieran despertado la codicia de cualquier hombre pero no de mi maestro, descubrió que fundiendo el hierro con unas minúsculas proporciones de ceniza se obtenía un metal en todo igual al hierro, pero diferente en cualidades invisibles al ojo humano. Sobresalía por su dureza, mejorada con la adición de insignificantes cantidades de otros metales, hasta el punto que era posible enfrentarlo con otras durezas conocidas sin que en el enfrentamiento sufriese las consecuencias de la fatiga o el desgaste.

También, y fue un descubrimiento azaroso, obtuvo un metal de tan peculiares características que, de no ser por un accidente próximo a la tragedia, hubiera desestimado sin considerarlo más que como otro yerro entre un sinfín de ensayos fallidos. Era una pasta ajena a cualquier metal catalogado, y que por dureza y textura sugería el parentesco con una grasa o un compuesto cerúleo. Tras unas pruebas de ductilidad, mi maestro intentó el temple en agua hirviendo. El cubo, el agua, y aire se convirtieron en un fuego enloquecido y voraz. Dos días después, repuesto de las quemaduras que le ocasionó aquel hallazgo, mi maestro determinó que el producto se estabilizaría por inmersión en aceite. Anotó los procesos necesarios para su elaboración a partir de unas tierras próximas, y las prevenciones que habían en seguirse para atenuar su peligrosidad. También dispuso que se aprovisionaran unos almacenes para la obtención de suficiente metal blanco.

Nada deseo añadir sobre los estudios que precedieron a los preparativos para la batalla final. Yo entonces era un muchacho y difícilmente hubiera comprendido que el arrojo y la superioridad numérica no son las únicas armas que se requieren para el triunfo. Apenas vislumbraba el instante en que Adsler abandonaría el retiro de su laboratorio para asumir las prerrogativas concedidas por el tirano, y tampoco comprendía que Kalhat se hubiera convertido en el paraíso de los placeres vulgares. Ahora sé que los mercenarios eran extranjeros en una tierra ocupada, y que los hombres y las mujeres de Kalhat se resistían a que la vibración del entorno fuese el presagio de algo más que nuevos tiempos de bonanza y prosperidad. Pero para mí no cabía duda, los sentidos me advertían del peligro. Durante una velada con mi maestro, deambulando en compañía de cualquier amigo, tras una cena en el hogar de mis padres, sentía como un zumbido en el interior de mis oídos, y me asaltaba la constancia de que pronto Kalhat despertaría de su letargo para enfrentarse a la más aterradora de las pesadillas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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