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sábado, 14 de febrero de 2015

Kalhat X

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Por fin, el mal de la lluvia roja se adueñó de mi espíritu. Lo sentí en la madrugada, como éter que reptase bajo la puerta y ascendiera hasta mi lecho, o como un vaho que se ocultara entre el calor de las sábanas para confundirse con mi aliento. Me sorprendió un escalofrío e inmediatamente fuego. Otra vez frío y otra vez calor. Un vértigo surgió de improviso y los objetos de la alcoba se diluyeron en neblina gris. Mis ojos se esforzaron por romper aquella turbiedad y me escuché en un grito de auxilio.

En el remolino de las pesadillas asistí a la concreción de un mundo donde la única constante era la persistencia de la lluvia roja. Sobre los campos y sobre las ciudades, sobre los ríos y los mares, en el torbellino del invierno y la desidia del verano. Cadáveres de animales, cadáveres de hombres. Mi cuerpo yacía sobre las arenas de un desierto donde se enmarañaban los gusanos de la muerte, el infierno del sol había acelerado la descomposición de mis vísceras y un enjambre de aquellas larvas se alimentaba con la carroña de lo que antes había sido mi carne. De cuando en cuando se rasgaba un fragmento de mi piel, un vómito ascendía por mi garganta o estallaba un acceso y mil venenos se confundían en el caudal de la sangre.

¿Cómo puedo ahora, que ya me he convertido en un anciano, regresar a las pesadillas que me envolvieron durante aquellas horas? Aquellas horas es una descripción demasiado benigna para la agonía. El tiempo no es una magnitud absoluta. A cualquier hombre le consta que los momentos de dificultad se prolongan más allá de su misma naturaleza, mientras que los momentos felices son intrínsecamente breves. Podríamos establecer comparaciones tan vacuas como insensatas. ¿Sería correcto equiparar un minuto de dolor a un día de placer? ¿O sería más correcto si lo comparamos con dos días? No es difícil demostrar que todos los seres vivos no sienten dolor y placer en la misma medida. Un cangrejo y un puerco difieren en la estructura de sus mecanismos sensitivos, y por tanto difieren en el modo y cuantía de sus percepciones. Diferencias más sutiles se perciben en el análisis de los hombres. Tomemos dos gemelos engendrados la misma noche, y comprobaremos que ni su inteligencia ni su sensibilidad son exactamente idénticas.

No pretendo que el lector de esta historia me acompañe en el pantanoso terreno de la elucubración, y debo limitar mi relato al conocimiento de un pasado que pronto perderá a su último testigo. Mis palabras anteriores pretenden reflexionar sobre las diferencias entre los hombres, para resaltar que más diferencias observaremos entre el género humano y los hijos del licántropo. Sería admisible una comparación de mi naturaleza con la de mi maestro, quizás incluso con la de un lobo o un perro, pero jamás se me podrían atribuir las peculiaridades propias de los seres que tan generosamente se denominan racionales. No, mi especie se sitúa entre esa supuesta racionalidad y la fiereza del instinto. Contamos con el beneficio de la palabra, el único don que los dioses concedieron a los hombres, y con el arrojo y la anticipación de las bestias. La suma de estos dos preciosos favores nos convierte en criaturas excepcionales.

Aunque mi debilidad se había asentado en mente y cuerpo, no me abandonó la consciencia de que aún me encontraba en el mundo real y pronto regresaría al imperio de la luz y de la esperanza. Me conforté al suponer que junto a mí se encontraba quien me auxiliaría en las tinieblas. Mis ojos se enfrentaban a la nada, mi piel había perdido la capacidad del tacto y en mis oídos imperaba el silencio, pero la proximidad de Adsler me salvaría del más tenebroso de los abismos. Sin ningún indicio, o sin ningún indicio que haya persistido en mi memoria a través de los años, supe que una muestra de mi sangre lo acercaba a la conclusión de sus investigaciones.

También advertí que apenas le preocupaban mis padecimientos. No me sentí incómodo por su desinterés. Entre mi maestro y yo no cabían el malentendido ni el reproche. Comprendo, como comprendí entonces, que existen prioridades más importantes que la vida. Siempre me asombrará la cardinalidad de la muerte. Más cierta que todas las verdades del universo, pero supeditada al valor de un plural. ¿Qué importaba yo ante los cientos de agonías que resonaban en las noches de Kalhat, qué importaban las noches de Kalhat ante las noches de la eternidad? A mi maestro le preocupaba la suerte de su discípulo, pero más aún le preocupaba la suerte de todos sus discípulos futuros o la suerte que correrían millares de criaturas si una peste se propagaba sobre la tierra. Como pilar de sus investigaciones, estableció la suposición de que la sangre del lobo derrotaría a la enfermedad. Una suposición condicionada, porque subestimó la incertidumbre que subyace a las hipótesis. Se contentaba con que su éxito naciese de una premisa avalada por la razón. Analizó mi sangre y buscó las diferencias entre la sangre de licántropo y la sangre del hombre. Presentía que la inmunidad se oculta tras el retorno a la salud. Un desafío guiaba sus investigaciones.

Comprendí la transcendencia de aquellos estudios mucho después de que el azar me convirtiera en protagonista de los experimentos de mi maestro. Desde la inconsciencia percibí el temor al fracaso, su empeño ante las tribulaciones cotidianas y el éxtasis que sintió al alcanzar la respuesta a sus súplicas. No obstante, aún pospondría el ensayo definitivo, hasta concluir unas observaciones que verificasen la inocuidad del antídoto.

Mientras me balanceaba en las últimas fronteras, asistí a los acontecimientos que habían alterado mi existencia. Me encontré en el templo, entre mis padres, y escuché el acecho de la bestia que se removía tras los guardaventanas. Después, la oscuridad, la carrera del monstruo, el tintineo de los collares de Zhor y los colmillos que se hundían en mi carne. Apenas transcurrido un segundo, encontré el cadáver del Predicador y conocí al que más tarde sería mi maestro. Otra vez la sorpresa, otra vez la admiración por Adsler, otra vez la seguridad de que una profecía pesaba sobre Kalhat. Se sucedieron las imágenes. Zhor capturando un cervatillo, mi maestro preparando una pócima, la partida del cazador en busca de una presa inalcanzable. Después fue el accidente premeditado, los aromas que se adueñaban de las calles y el viaje hasta los bosques para desenterrar el cadáver de un animal.

Supe que Adsler tomaba asiento junto a mi lecho y que extraía el contenido de una redoma con un instrumento de caña. Después me practicó una incisión en el brazo, permitió que la sangre manase durante unos instantes y hundió el extremo de una cánula entre los labios de la herida. Comprendí que entre los fluidos de mi cuerpo ya se ocultaba el secreto que me permitiría sobreponerme al mal de la lluvia roja. Muy pronto me aliviaron los primeros destellos de esperanza y supe que había emprendido el retorno a la salud. Me adentré de nuevo en la inconsciencia.

Durante uno de aquellos sueños, mi espíritu se unió al espíritu de Zhor. Reconocí el tintineo de los collares que bailaban sobre su pecho y el sigilo de sus movimientos. Me asaltó la proximidad de su rostro y la desilusión de comprobar que se desvanecía en la nada. Inmediatamente regresó el sueño. Con más fuerza, con más realismo. Hasta que mi alma y la de Zhor se fundieron en una misma esencia. Yo fui Zhor. El cazador, el aventurero, astuto e invencible. Sentí el arrojo de Zhor, sentí que Prudencia y Valentía eran mis compañeras, sentí la libertad de la naturaleza y que el combate por la vida era el más enloquecedor de los elixires. Bajo la piel de Zhor me adentré en las colinas de Ashengold, ascendí las montañas de Track, me asomé a las ciénagas que circundan la ciudad de Is y supe las argucias que siguieron las hijas de la Reina Negra para tomar lo que les otorgaba la leyenda. Juntos, mi espíritu y el de Zhor, cruzaron el puente que comunica el reino de las lamias con el resto del mundo, juntos vagamos por donde el extranjero busca sus propios pasos, y juntos comprendimos que solo tras las huellas de una pantera escaparíamos a un millar de senderos iguales. Esas huellas nos condujeron hasta la planicie de Nom y las inmediaciones del Bosque de Piedra. Dormimos bajo el teselado de las estrellas, y en la quietud de la madrugada escuchamos el aullido de los licántropos y el enmarañarse de las hidras. Después, entre las penumbras de la aurora, asistimos a una tormenta que se estancaba en la lejanía y presenciamos la caza de una hija de la Reina. Las presas fueron una pareja de asmures que se confundían entre las penumbras del alba. Solo recuerdo que una centella surgió de la nada y, antes de que mis ojos o los de Zhor vislumbraran el ataque, los asmures se habían internado en el imperio de las sombras y la pantera ronroneaba por el placer que le habían proporcionado aquellas dos muertes. Concluida la escena, el Bosque de Piedra se materializó ante nosotros como la reliquia de un pasado remoto e inexistente. Nos sumergimos en la lujuria de una vegetación escarchada con un hielo acarbonado y negro, una vegetación que ocultaba numerosos animales interesados en nuestro viaje. Árboles de azabache, bestias de grafito y hollín.

Tras una maraña de troncos, vislumbramos un calvero que era hogar y palacio de la más sanguinaria de las criaturas. En el centro de aquel desbrozado entre la piedra, inmóvil entre las tinieblas, se perfilaba la silueta descomunal y terrorífica de la Reina entre las reinas. Su mirada se encontró con mi mirada. Ojos carmesíes de sangre y de horror, ojos de pupilas negras donde se atesoraban todos los secretos. Entonces, cuando creía que me aguardaba la muerte, la Reina Negra consintió en que sobreviviese a la revelación del futuro y el pasado. Comprendí la verdadera naturaleza de Adsler, presencié el fracaso que aguardaba al más grande de los cazadores y supe que los hijos del lobo escaparían a la derrota de Kalhat. Vi cómo se acrecentaba el fulgor de mi sonrisa con el concurso de los años, vi cómo Adsler se perdía para siempre tras las nieblas de una madrugada y vi mi destierro en las montañas de Exeter. También vi la escena que anunciaría el instante de mi muerte. Yo descanso junto el fuego, arropado por el éxtasis de los quehaceres concluidos. Frente a mí, sobre la mesa, aguarda el desenlace de esta historia. Me apresuro en la escritura de las últimas frases y el manuscrito alcanza su culminación. Una ráfaga de viento abre la puerta de la cabaña. Presiento a la criatura que aguarda tras el umbral y reconozco que mis días han concluido para siempre. Muy pronto me adentraré en las brumas del anochecer definitivo. Quisiera revivir los amaneceres de Kalhat, aspirar el aroma de sus bosques, sentir en mi alma el espíritu del lobo, pero comprendo que ya se ha consumado mi vida y ni siquiera se me permitirá evocar el pasado. Abandono la comodidad junto al fuego y me dirijo hacia la puerta. Titubeo, apenas lo necesario para sobreponerme al temor, y recuerdo que un hombre no significa nada ante la vorágine del tiempo. En algún lugar de la noche, la Reina Negra espera para saldar una deuda.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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