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domingo, 30 de noviembre de 2014

Kalhat V

- V -

El Consejo estudió las dudas que empañaban nuestro futuro, sopesó la valía de los distintos aspirantes al vacío dejado por el Predicador, y confirmó que se otorgarían al elegido poderes excepcionales, al menos mientras la Maldición de los Mil Años amenazase el futuro de Kalhat. Elm asumiría la responsabilidad de velar por nosotros. Una responsabilidad que pronto lo arrojó a los abismos de la locura.

Adsler hubiera sabido impedir aquella desafortunada elección, y Zhor habría alegado que Elm era culpable de irregularidades que lo incapacitaban para el cargo que se le había otorgado sin que nadie alzara una protesta. Pero ni Zhor ni Adsler se encontraban en Kalhat. Zhor había emprendido la más peligrosa de las cacerías, y Adsler lo acompañaba para recolectar ciertas hierbas silvestres que, convenientemente maceradas, servirían para preparar una untura que ocultase el olor del cazador.

Partieron de madrugada, apenas se atenuaba el fulgor de las primeras estrellas. La luna, próxima a nueva, aún se perfilaba como una hebra de plata en la vastedad de los cielos. Zhor reunía sus necesidades en un zurrón que colgaba de su hombro, Adsler, que lo acompañaría una parte del viaje, precisaba los servicios porteadores de una mula de carga. Los instrumentos que requería para macerar, diluir, filtrar, exprimir y alambicar la amalgama de savias que ocultarían el olor de Zhor, eran demasiado pesados para transportarlos durante las jornadas de marcha sin el concurso de un animal.

La brisa era suave, y aunque las nieves blanqueaban los tejados de Kalhat, se presentía el aroma de las siemprevivas como un adelanto a la primavera. Adsler lo habría sentido también, no en vano su olfato poseía una exquisita habilidad para diferenciar los matices de olor. Recuerdo las fragancias que se ocultaban en el viento. Mandrágora, hierbabuena, espliego y albahaca son aromas familiares para el común de los hombres, pero la dulzura de un panal que se oculta bajo la floresta de un soto o la estela de los caracoles en la inmensidad de un campo de amapolas, son efluvios que sobrepasan con mucho la capacidad sensitiva que puede considerarse normal para el género humano. Sin embargo, no me sorprendían aquellas cualidades, quizás porque disfrutaba de ellas y la costumbre reducía mi asombro. Sin sospechar que mi olfato desafiaba las normas de la razón, me complacía en el desenfreno de unos sentidos embriagados por el veneno del lobo. Reconozco que aún hoy me subyuga la fiereza de algunos colores o la estridencia de esos murmullos tan lejanos que escapan a la sensibilidad de la mayoría de las criaturas del bosque.

Mientras Adsler y Zhor se adentran en las selvas, distraeré el hilo de la narración hacia singularidades que poco o nada contribuyen al ocaso de Kalhat. No cabe alegar soberbia, porque mi vida ya se encuentra en las postrimerías del otoño y esas faltas no encuentran cobijo en el alma de un anciano. Mas cierto sería reconocer que entre mis próximas palabras subyace el anhelo de expiar una culpa. Reconozco que pesar o inquietud se me revelan como calificativos más apropiados, pero el desprecio que merecen los placeres morbosos me obliga a describir mis inclinaciones con la máxima dureza.

Confieso que descubrí aquella desviación de mi comportamiento pocos días después de que Zhor y Adsler hubieran emprendido su viaje, cuando me disponía a satisfacer las formalidades de una comida que mereció el calificativo de acontecimiento familiar. Mis padres y unos vecinos entrañables se habían sentado a la mesa. Celebrábamos una buenaventura que ahora me es imposible recordar. ¿La conmemoración de unos esponsales?, ¿el nacimiento de un primogénito?, ¿la bondad de una cosecha? Ante mí depositaron una bandeja de carne. Las mejores especias, los mejores condimentos, las mejores guarniciones. Y sin embargo, para mi paladar fue un manjar insípido. Observé a los comensales y no pude comprender por qué alababan las labores culinarias de mi madre. Tampoco las frutas o los dulces posteriores contaron con mi aprobación. Asistí a los parabienes de la sobremesa antes de retirarme hacia mi cuarto, y todo se hubiera perdido en lo cotidiano si no me hubiese asaltado la incontenible necesidad de adentrarme en los bosques próximos a Kalhat.

La tarde declinaba lentamente, el sol caía hacia el ocaso y un viento helado anunciaba la inminencia de la noche. Con el nacimiento del plenilunio, mi visión se alumbró con una luz que nacía en las profundidades del espiritu, y mi olfato alcanzó la majestad que caracteriza al olfato del lobo. A mi espalda quedaron el hogar paterno y las luminarias de Kalhat, que apenas eran un jalonado de resplandores en el horizonte. Se espesaron las tinieblas alrededor de mi cuerpo pero, lejos de entumecerme con el frío, sentí un fuego que ascendía desde el interior de mis entrañas. Era como la tortura de la sed o el dolor de una herida. Un fuego que se adhería a la garganta y al pecho, un fuego que enarbolaba mi hombría y me incitaba a deleitarme en cuantos placeres ofrecía la naturaleza.

Me desnudé junto a unos arbustos que eran iguales a otros arbustos, e instintivamente comprendí que sabría volver junto a mis ropas. Me pareció que un viento de libertad silbaba junto a mí y, como si pretendiese sumarme al flujo de ese viento, inicié una carrera tan vertiginosa como imprevisible. Desaparecieron los recuerdos de Kalhat. Zhor, Elm, mis padres, Uk y muchos otros se difuminaron en el olvido. Solo Adsler persistió en mi conciencia. De una forma abstracta e incorpórea, su memoria fue lo único que me uniría a la civilización en las siguientes horas. Lo sentí mi hermano.

Durante un tiempo que no acertaría a precisar, porque también el tiempo parecía enturbiado, corrí sin atender a ninguna derrota establecida por mi voluntad. Giré hacia unos árboles que se agrupaban en diversas geometrías, me dirigí hacia un arroyo, regresé hacia el punto de partida y otra vez emprendí la misma trayectoria. Me pregunté la razón de aquel incesante ir y venir, pero no supe encontrar una respuesta.

Me detuve un instante, avancé unos pasos y nuevamente me detuve. En el aire flotaba un aroma que sugería olores conocidos, no todos gratos para el olfato, pero que al unísono componían un aroma distinto y extraño. Sin comprender la procedencia de aquella señal que indicaba el camino, avancé hacia donde mis sentidos marcaban como origen de un perfume afrodisíaco.

No he utilizado el adjetivo afrodisíaco casualmente. Entre las evidencias que el embrujo del aire había despertado en mi naturaleza, me entretendré en reseñar el desentumecimiento de mi virilidad. Yo entonces era muy joven, y por tanto no debería haberme sorprendido ninguna manifestación del deseo, pero la fortaleza de aquella excitación era sobrecogedora. No tanto por el volumen desproporcionado de mi hombría, muy superior a lo que yo consideraba razonable, sino por la voluptuosidad que me había infundido algo tan ingenuo como el hálito que transporta el soplo de una brisa.

Recuerdo que corría entre un laberinto de zarzales y me sorprendió no sentir que mi carne se desgarraba al contacto de unas espinas temibles. Algunas retorcidas en una cabriola maligna, otras afiladas para atravesar a su presa y unas pocas deformes, con un garfio para retener la agonía de sus víctimas. Observé que ninguna herida rasgaba la piel de mis brazos. Después miré mis pies sin distinguir ninguna anormalidad. Ni siquiera me inquietaba el escozor de una erosión superficial. También reparé en mis piernas. Blancas bajo la luz de la luna y quizás demasiado musculosas, pero tampoco encontré nada que admitiera el calificativo de insólito. Entonces fue cuando descubrí la criatura que se balanceaba al compás de mi carrera. No me alarmó su forma, que era la que yo siempre había conocido, sino la enormidad de su tamaño. Me pareció equiparable a la exuberancia que portaban los garañones o los bueyes. Confieso que sentí miedo. Reconocer sobre mí aquel rasgo animal me provocaba una sensación que no admite semejanza con ninguna de las sensaciones que había experimentado anteriormente. No quise detenerme en la aterradora envergadura de mi masculinidad, y elevé la mirada hacia los resplandores que presidían mi aventura.

¿Se sienten los hombres fascinados por el resplandor de la luna? No lo sé, la incertidumbre ha presidido los días de mi vida. Desde el accidente que me apartó de lo que se considera común a la existencia humana, me he preguntado por qué el destino me escogió para sobrevivir al exterminio. Sí, yo conozco lo que palpita tras los ojos de la Reina Negra y he visto lo que subyace más allá de todas las visiones. Pero no me adelantaré a la narración. Ahora es difícil reconstruir los pensamientos que surgieron aquella noche. Me consta que intenté negar la verdad y que sentía la desazón de una sangre inflamada por el deseo. También me extrañó el ritmo de mi carrera, porque habitualmente no practicaba ejercicio físico. Sin embargo, una elasticidad desconocida bullía por mis piernas y el compás de mi aliento era acelerado pero constante, como si mis músculos demandasen una ventilación muy inferior a la suministrada por mi pecho. ¿Cuánto tiempo había mantenido aquel esfuerzo? ¿Dos, tres horas? Un tiempo excesivo para lo que mis pulmones hubieran soportado antes de la mordedura del licántropo. Recordé que en las competiciones atléticas había observado el desfallecimiento de quienes sobrepasan los límites de la vitalidad, y me sorprendió que yo, poco vigoroso, casi débil, resistiese la más exigente de las pruebas sin que la fatiga atenuase mi entusiasmo. Siempre me ha admirado la eficacia del tiempo para aclarar las dudas. Reconozco en mis venas la fortaleza del lobo.

El bosque era denso, casi impenetrable. Jamás había visitado aquel paraje y no previne ninguna medida que señalizara mi posición respecto a Kalhat, pero supe que dentro de mí se ocultaba el camino de regreso. Confieso que mi voluntad obedecía a lo que ni siquiera hoy acierto a precisar con exactitud, y confieso que mis anhelos se eclipsaron ante el afán que sentía por descubrir la procedencia de aquel olor. ¿Cómo era? No existe una respuesta que pueda ajustarse a las sensaciones usuales, y menos que admita la rigidez de la escritura. Solo encuentro calificativos aproximados. Un olor dulce, un olor entre opaco y luminoso, un olor cálido. Palabras que ni siquiera son un reflejo de la realidad. Sí, el deseo era el impulso que había dirigido la búsqueda, y mi hombría se alzaba como la más firme de las evidencias, pero no era el único ingrediente de aquel éxtasis que embriagaba mis sentidos.

Se abrió la espesura para revelarme los secretos del bosque. El aroma era penetrante, enloquecedor. Recuerdo un tronco podrido, los restos de dos animales devorados y tierra escarbada aquí y allá. Me encontraba en la meta donde habían conducido mis vacilaciones, pero allí solo se alzaban el silencio y las sombras. Susurraron los arbustos y una loba abandonó la espesura.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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