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viernes, 23 de mayo de 2014

El secreto de mama Juana

A quienes portan un estigma


El tizón de un tronco se derrumbó sobre la chimenea y el fuego se extinguió envuelto en humo. Las brasas brillaban con su luz incandescente cuando mama Juana murmuró que moriría esa noche y me había invocado para confesar un secreto. Me pidió que atizara el fuego y me apresuré a cumplir su petición, porque me constaba que debía plegarme a sus deseos. Aseguró que su edad era muy avanzada y sus fuerzas mermaban en un suplicio diario, consumiendo su escasa vitalidad y dejando paso a la decrepitud. Después se durmió profunda e inesperadamente, como se duermen los viejos que sobreviven por pura inercia más allá de las difusas fronteras de la muerte. Reparé en el semblante consumido de mama Juana, renombrada en la comarca por su venta en mitad del paso a través de la montaña, tan importante que todos la conocían en los pueblos limítrofes, por lo excelentes que fueron sus cocinas y por el buen servir a los viajeros que recalaban en su posada. Se sabía que flaqueaba su salud, pero según testimoniaban mis ojos se había adentrado en la agonía, porque me encontraba ante un rostro consumido hasta la calavera, con el cabello convertido en mechones de piel hirsuta, acartonada y rota a veces, y las manos descarnadas por erosiones escarlatas y sangrantes.

Desde la barra, su nieta, una joven que ejercía de posadera con notable diligencia y cuya belleza era legendaria en los alrededores, me indicó atropelladamente, y en voz muy baja, que no hiciera caso, que su abuela había perdido el juicio pero que aún era útil en la cocina y en la regencia del hogar, porque su saber de las artes culinarias parecía inextinguible y porque, pese a su ceguera casi completa, aún tomaba la escoba y barría el salón o caminaba palpando las paredes hasta el patio, con el barreño de la ropa y las pinzas de colgar, y acertaba a tender a tientas la colada. Se detuvo, pareció dedicarme una sonrisa esplendorosa y continuó hablando más pausado, asegurando que en realidad la salud de su abuela mermaba rápidamente y poco cabía hacer ya, aunque nunca se hizo mucho, porque siempre fue reacia a los doctores de la ciudad y había mitigado sus males de la vejez con hierbas y remedios antiguos, que pese al deterioro de su memoria aún conocía lo suficiente como para solicitar tal o cual raíz que aliviaba los dolores de sus huesos.

Sonó el reloj en la pared anunciado las tres, la posadera se asomó un instante a la ventana, negó con la cabeza y aseguró que el paso de la montaña estaba cerrado. Después miró hacia el salón y nos contó señalándonos con el dedo, para buscarnos alojamiento. Fuimos cuatro los que dudamos de su palabra al señalar la conveniencia de nuestro infortunio para su negocio. Unas pecas que antes no había percibido alumbraron su alegre sonrisa, y nos propuso que lo comprobáramos por nosotros mismos. Nos precipitamos casi en tropel hacia la salida, enardecidos por el desafío de la posadera, y caminamos hasta el extremo superior de la gruta, un enorme túnel que taladraba la montaña de abajo a arriba. Ascendimos por el pronunciado desnivel y permanecimos abortos en nuestros pasos. Me pareció que el suelo de nuestra pendiente era de antracita o quizás de hulla, y así lo expresé en voz alta, pero pronto me advirtieron de mi error al asegurar a coro que era de una durísima pizarra, común en los alrededores. Supe por comentarios que mis compañeros eran un sargento, un juez, un médico y un cura primerizo, y que coincidíamos por razones que no venían al caso. Lo que nos unía era salvar la demora y proseguir el viaje cuanto antes.

Nos entretuvimos en comentar la belleza de la posadera, que parecía cambiar según el reflejo de la luz, y siempre con una mejora respecto a la belleza anterior. Luego alguien, no recuerdo si el juez o el sargento, se interesó por la salud de mama Juana, tan conocida en la comarca, y el médico aseguró que se encontraba en una fase agónica de la vida, y que probablemente su mente se hallara reducida a lo vegetal, a juzgar por la escasa lucidez de sus palabras. Había entablado conversación con ella, por mero celo profesional, constatando al instante que se hallaba trastornada por las alucinaciones pre mortem, que sin indicar nada bueno tampoco anticipaban su último aliento, factible esta misma noche o cualquier otra, no había modo de saberlo. La naturaleza solía enmascarar sus actos, y los médicos lo habían destacado desde el origen de la medicina. Aún sin conocerse en sus detalles, se aceptaba por consenso la mejoría previa al aliento postrero, y su reseña era frecuente en la literatura médica. El sargento asintió, aseguró que había visto muchos muertos y que doña Juana pronto sería uno más. El cura avaló la impresión de ambos con su experiencia, y el juez dijo que para él no sería más que trabajo. Después coincidimos en el halago a la posadera, que sin duda apuntaba como mujer excepcional, tanto que le sobrarían pretendientes apenas alcanzase la mayoría de edad.

Alcanzamos el extremo superior de la gruta en la montaña y comprobamos que estaba cegada hasta media altura. Supusimos que sería igual en el otro lado, el que llegaba hasta el valle, pero nos pareció que comprobarlo sería fatigoso y que precisaba una escala en la venta, donde la deliciosa posadera atendería convenientemente nuestra sed. Al pie de la duna de nieve que cegaba en parte la salida, y ante la indecisión de mis compañeros, yo mismo escalé unos metros para comprobar la viabilidad posterior del camino. Me enfrenté a un escenario tan blanco que reducía la orografía del valle a sombras entre la ventisca. Reinaba una claridad difusa que me permitía divisar los detalles del paisaje, y vislumbré los árboles inundados de plata, las laderas vecinas teñidas de estaño, el sendero que atravesaba la cueva para emerger convertido en un río de inefables mercurios. Todo fraguaba en un manto lechoso que nos convertía en rehenes y pensé que me encontraba ante una prueba de la fragilidad humana. Reparé en el montículo, que descendía suavemente al otro lado, y supuse que la montaña despeñaba su nieve sobre las entradas de la gruta, cegándolas parcial o totalmente, según progresara la ventisca.

Miré a los compañeros que esperaban un informe y aseguré que en mi opinión nos encontrábamos atrapados por la tormenta. La visibilidad era casi nula e intentar salir de allí era temerario, casi suicida. El médico y el sargento prefirieron comprobarlo por sí mismos y ascendieron también al promontorio de nieve, el juez y el cura se conformaron con nuestra palabra. Convinieron en que quizás fuera posible regresar al valle, porque el camino por las tierras altas era ciertamente impracticable. Fui el último en bajar, entretenido con el espectáculo del paisaje. Un segundo antes de iniciar el descenso, vi las siluetas de mis compañeros recortadas contra la otra boca de la gruta, casi superpuestas a la posada. Recordé la fama de aquel refugio en los alrededores, por ofrecer descanso al peregrino y comida al hambriento, y por ser repetidamente ensalzado como intermedio de cuantos pasaban de un lado a otro de la montaña. Me sobrevino un escalofrío y reparé en que el viento en el interior de la gruta era helado.

Por fortuna la posadera había previsto nuestro regreso. Nos confesó que por la hora y la luz de la cueva sabía que la salida estaba bloqueada en parte, porque en esa época y con el valle bajo la nieve, la luz era más brillante y firme. La oscuridad solo podía deberse a una avalancha o que al rebotar de la nieve contra la montaña hubiera obstruido las bocas de la cueva. Después de reprendernos amistosamente por nuestra desconfianza, suspiró y dijo que dormiría con su abuela. La posada contaba con cinco habitaciones, así que sería sencillo acomodar a cinco hombres, concluyó señalando a su último cliente, que se encontraba junto al fuego, aliviándose del frío. Respondió a nuestro saludo con un gesto y le preguntamos por el estado del sendero al valle. Reafirmó nuestros temores sin atisbo de duda, la nevada era intensísima y andar por los caminos parecía peligroso. Mejor dormir allí y confiar en que la tormenta hubiera pasado en la mañana. La posadera asintió desde la barra y aseguró que para acallar nuestro pesar nos invitaría a una ronda del licor que preparaba según una antigua receta de pastores. Luego nos mostró una baraja de naipes y aceptamos distraernos con una partida. La tarde se preveía larga y nos aconsejaba entretener la espera hasta la cena. El sargento jugó con el cura y el juez con el médico. Yo asistí como garante de la pulcritud del juego, mientras nuestro último compañero insistió en mantenerse próximo a la chimenea. Aceptó una copa adicional de aguardiente, porque aún se encontraba entumecido por el penar de un ascenso interminable. Con mal tiempo, la subida era larga y fatigosa.

La cena fue humilde pero suficiente, una sopa que templaba el ánimo con verduras que me parecieron conocidas e ignotas en igual medida, y una carne a la que no cabían objeciones, ni en el grosor de su corte ni en su punto de hechura. Un postre de pastel de moras sirvió de remate a nuestra hambre. Felicitamos a la posadera conforme concluíamos la cena y satisfacíamos el precio de la primera noche de estancia. De cerca se descubría menos adolescente y aún más bella, quizás porque su olor inspiraba la fertilidad de una primavera esplendorosa. En correspondencia a nuestras propinas nos invitó a otra copa de licor. Animado por la presencia de la posadera, el maestro pidió una botella adicional y vasos para brindar junto al fuego. Nos fuimos sentando cautamente junto a la abuela, que se balanceaba dormida en la mecedora, con el movimiento reflejo de sus piernas, desprendiendo a su alrededor un aroma de maderas frescas. La posadera reparó en nuestros comentarios al servirnos la botella y aseguró que la mecedora era de sabina, de ahí su olor tan agradable y del gusto de su abuela, que al escuchar nuestros susurros profirió un exabrupto, pronto acallado por nuestro repentino silencio. Sonreímos mientras la posadera servía nuestras copas y aceptaba una invitación para beber con nosotros. Compartimos algunas confidencias insignificantes junto a la lumbre hasta que mama Juana despertó sobresaltada. Nos miró un instante y preguntó si habían llegado los sabores. El salado, el dulce, el picante, el amargo y el agrio, respondió la posadera, y el notario también ha venido, la olla estará lista pronto. Mama Juana abrió mucho los ojos, como si recordara algo esencial, y añadió que entregara el libro al notario, para que diera fe de su muerte. La posadera sonrió ante los desvaríos de su abuela y concluyó que las habitaciones se encontraban a nuestra disposición y que regresaría tras la barra, a enredarse con la limpieza de cada noche.

El último viajero en llegar resultó el primero en despedirse. Sus modales fueron amables pero firmes al declinar nuestra insistencia. Alegó que se sentía cansado y que deseaba retirarse cuanto antes. Brindamos de nuevo y se despidieron mis compañeros, el sargento, el juez, el médico y el cura, casi un novicio según su palabra y la insultante pulcritud barbilampiña de su rostro. Poco más sabía de ellos, que jamás había visto antes. Tampoco se conocían entre sí, con lo que no puede establecerse más referencia que la física, por otra parte irrelevante por normal. El monje había afeitado su tonsura recientemente, el sargento olía a pescado, el juez mostraba una suerte de salitre en sus manos y el médico usaba unos anteojos de pasta negra que apagaban su mirada y herían su nariz con sendas marcas a cada lado. En mi ánimo y el de mis compañeros apenas subsistía lo insólito de nuestra fortuna y la enloquecedora belleza de la posadera, que conjugaba fragilidad diáfana y una mirada tan agotadoramente azul que suspendía el aliento. Era como si te contemplase un enigma que paralizase el corazón y confundiera el alma. Al menos así parecía, y mis compañeros secundaban mi opinión porque la nieta era sin duda de un atractivo extraordinario. Nos conformamos con algunas bromas, la imprescindible malicia para suscitar una risa sin demasiado escándalo.

Mis compañeros se habían retirado y me encontraba solo ante las llamas cuando se me rogó que avivara la lumbre. Atendí la petición hasta lograr un fuego estable y me despedí con un deseo de buenas noches, inmediatamente denegado por mama Juana, que me pidió que le sirviera un vaso del licor que descansaba sobre la mesa y que la acompañara en la bebida. Titubeé un instante y mama Juana se anticipo a mis dudas asegurando que ningún daño haría un trago a su cuerpo moribundo, que de hecho moría por el frío de tantos años pasados. Después se incorporó torpemente en su mecedora, fijó sus ojos en mí como aclarando su visión y reclamó que me sentase a su lado. Obedecí y palpó mi rostro con sus dedos afilados, de nudillos huesudos y tacto gélido. Nada escapó a su ingrata caricia. La nariz, los pómulos, las orejas y mis párpados soportaron su paciente inspección, hasta que se inclinó de nuevo hacia atrás y aseguró entre dientes que sin duda yo era el notario. Me invitó a tomar asiento a su lado y dijo que me contaría un cuento singular. Asentí, como no podía ser de otro modo y me dispuse a soportar su delirio.

Mama Juana mantuvo mis manos entre las suyas, que además de frías me parecieron sarmentosas e inhóspitas, apenas animadas con una vida casi extinta. Con un susurro que delataba su pereza al respirar, relató que había vivido de niña en el bosque y que recordaba a su madre en el río, con una tinaja para el agua y un pañuelo que le mantenía apartado el cabello del rostro, con las ropas de tela oscura, verde sin brillo, para resultar desapercibida, porque eran del color del musgo y de los líquenes que envolvían su cabaña. La humedad era tan espesa que convertía la noche en boria la mayor parte del año, excepto en verano, cuando despejaba y se veía la luna. De la primera infancia guardaba pocos recuerdos, apenas de su madre junto al hogar, como ella misma se había visto mucho después, cocinando en la marmita que hervía en el trípode sobre la leña. Simple agua que bullía con los aromas de la espesura, apenas tubérculos y raíces para subsistir. Se recordaba cultivando un limo maloliente que sin embargo rendía extraordinarios frutos.

Durante casi una hora me vi obligado a escuchar una historia de supervivencia y soledad en el corazón de los bosques. Perdida en la espesura, la infancia de mama Juana había transcurrido apaciblemente bajo la tutela de su madre, que pronto la adiestró en las argucias de la supervivencia. Aprendió a cazar, a subir a los árboles en busca de miel o frutos, a capturar peces cuando estos quedaban varados en aguas someras y a cuantos menesteres su madre consideraba útiles. Por supuesto también aprendió a ocultar sus huellas para pasar desapercibida entre la floresta, porque la vida entonces era arriesgada y cruel, con numerosos ladrones que buscaban aliviar las penurias del modo más fácil. En este punto mama Juana pareció caer en un profundo sopor y supuse que se había dormido nuevamente. Intenté desasirme de aquellos dedos sarmentosos, pero sus manos se aferraron a las mías, abortando mi huida, y continuó su relato con el aullido de los lobos y la llegada de hombres a su cabaña, criminales y malhechores que sabían de la existencia de dos mujeres solas en el bosque. Por evitar una ruina mayor su madre les ofrecía acomodo en su lecho mientras ella se ocultaba en la leñera o la pocilga de los cerdos, hasta que el hombre se iba y de nuevo todo regresaba a la normalidad. Durante años, su casa fue un trasiego de bandidos que escapaban de la miseria.

Me confesó que los hombres visitaban su cabaña varias veces al día, con lo que se vio obligada a vivir en la pocilga. Lo único que recordaba de aquel tiempo era una muñeca de labios descarnados que continuamente abrazaba junto a su pecho. Las heridas de los labios se las había producido una rata gigantesca y gris, poseída por el espíritu de la malignidad. Recordaba aquellos instantes como si hubiera sido ayer, y mama Juana se interrumpía para recuperar el aliento. Boqueaba sin aire, como espantada de sus evocaciones, y describía a la rata moviendo la cola, serenamente, con el impudor de los seres despiadados. Avanzó la rata hasta la muñeca y en un instante devoró sus labios, invalidando el mecanismo de la sonrisa y dejando sus dientes de porcelana al descubierto. Aterrada por sus recuerdos, mama Juana me atrajo hacia ella y repitió en voz baja que los labios estaban roídos por las dentelladas de la rata, desfigurados por el resentimiento de la bestia, y mama Juana puso un énfasis especial en la palabra bestia. Al instante me confesó que había matado a la rata un año después, cuando perdió el cuerpo y la intención de niña y pudo reventarla contra una piedra con sus propias manos. Por el daño que había hecho a su muñeca, lo único que tenía, porque su madre siempre estaba ocupada atendiendo a los viajeros por evitar males mayores.

Llegaron los tiempos terribles y quemaron a mucha gente, a vecinas que vivían en las montañas próximas y también recolectaban musgo y tubérculos de los bosques. Por decir, por hacer, por curar algunas que tenían habilidades para la sanación, por mirar torcido o por ser sospechosas. Las torturaban con horribles instrumentos para desmembrar y romper lentamente, hasta que confesaban por abreviar la agonía y entonces las descoyuntaban o las partían con una sierra. Las confesiones se usaban para buscar nuevas víctimas y saciar una locura que no parecía concluir jamás. Por fortuna su refugio permaneció oculto y a salvo, más allá de donde se aventuraban las gentes, porque en aquellos parajes se resistían los caballos, se malpreñaban las mujeres y morían los niños al nacer, porque allí sólo recalaban los proscritos, para alivio y solaz de su madre, que compartía su lecho cada noche, a veces con varios visitantes que gozaban con aullidos en la madrugada. Lo importante era que se encontraban a salvo entre la niebla de la montaña.

La posadera advirtió desde la barra que había terminado en la trastienda y que volvía con el gato. Antes de que pudiera entender a qué se refería, un enorme gato negro se deslizó entre mis piernas y saltó sobre el regazo de mama Juana, que recibió su presencia con una mano, mientras con la otra continuaba manteniéndome a su lado. Después alzó la voz suavemente, para solicitar de su nieta dos vasos y otra botella de licor de hierbas para compartir de tú a tú conmigo. Su nieta trajo la botella, sirvió dos vasos generosos que nos tendió solícita, y un tercero con el que alzó su brazo en el ademán de un brindis. A la salud de los condenados de esta noche, dijo, y apuró el vaso de un trago. Se limpió los labios con el ápice de la lengua, en un movimiento fugaz que despertó mi deseo. Luego respiró profundamente, cansada de su jornada, y comentó a su abuela que el juez, el monje, el sargento, el médico y el verdugo dormían ya en sus aposentos. Después sonrió con una insolencia lasciva, relamiéndose unas botas de licor que habían resbalado de su boca, y me indicó dónde encontraría mi habitación y se excusó por retirarse a su alcoba. Debió reparar en mi asombro, y añadió que su último huésped era un cliente habitual, que ejercía como verdugo y en el presente disfrutaba de buen salario y poco trabajo, aunque eso sí, debía responder cuando la justicia precisaba sus servicios. Los remordimientos por el justo fin de los reos pesaban en su ánimo y por eso era un hombre taciturno. Preguntó a su abuela si deseaba algo más, y mama Juana insistió en que no olvidara entregar el libro al notario después de que ella se hubiera ido. Con la voz ya sofocada por el aguardiente, balbuceó un deseo de buenas noche y aconsejó a su nieta que disfrutara de las golosinas. Bebió un poco más de su vaso y añadió que ella se acostaría más tarde. La posadera sonrió son su hermosura cansada y se despidió de mí con un gesto cariñoso. El gato maulló suavemente, como para advertir de su presencia, y se apartó de su ama, que volvió a sujetar mis manos entre las suyas y continuó su relato.

Por medio de un monje que recaló en sus tierras consiguió mama Juana el libro sagrado que evitó su desgracia. Un volumen donde se recogían las revelaciones del teólogo más ilustre de aquel tiempo, un páter ya canonizado que con su fervor y la luz de las revelaciones guiaba a quienes tenían la obligación de velar por el rebaño en unos tiempos tan crueles. Maldita sea su alma condenada, masculló para mi sorpresa, y continuó relatando que el monje murió en brazos de su madre una noche de tormenta, mientras ella retozaba con las ratas en la pocilga. A la mañana siguiente lo arrojaron a los cerdos, para que no quedara ningún resto, porque estos animales devoran pronto los desperdicios, no dejando ni magras ni huesos. Llegaron después tres guerreros preguntando por el monje, y su madre los mató a los tres después de ayuntarse con ellos en una misma noche. Derramó su sangre por los sembrados del huerto para prevenirse de visitantes y descuartizó su carne para abreviar la labor de los cerdos. Ella le ayudó porque ya era mayor para ayudar en unos días tan difíciles. Mama Juana se interrumpió y yo permanecí en silencio, dubitativo ante la confesión de aquellos crímenes. Debo reconocer que no creía una palabra de sus frases alucinadas, y me separé de mi captora con la promesa de revivir el fuego y llenar los vasos de licor. Sorbió avariciosamente mama Juana un primer trago y aseguró que aún sentía aquel frío en el interior del su cuerpo.

Se estremeció mi carcelera durante unos segundos, babeó un resto de saliva y el gato regresó a su regazo, no sin antes erizarse al pasar junto a mí, advirtiéndome de su recelo a mi presencia. Su pelaje era lustroso y negrísimo, sus pupilas doradas y penetrantes, provistas de una extraña intensidad, supuse que la propia de los cazadores. Se acurrucó sobre su dueña, que dedicó una mano a acariciar su lomo con movimientos agarrotados y poco complacientes. El gato ronroneó mientras mama Juana continuaba explicándome que su madre descubrió la sangre de su primera regla y la previno de que se había convertido en mujer. Apenas concluyó su primer período, la llevó al río para que tomase un baño y luego a la cabaña, donde rasuró su pubis, frotó sus pechos con leche de hinojo e impregnó su cuerpo con aceites perfumados, para librarla de los olores de la pocilga e introducirla en su vida de adulta. Esta noche, le dijo su madre, recibirás en tu lecho a un asesino y habrás de ser complaciente hasta extinguir su deseo. Después, mientras esperaba al visitante, su madre le explicó cómo debía dirigirse a los hombres para despertar su lujuria y cómo había de tratar su sexo para obtener la semilla. También bebió un destilado para mitigar los dolores de la primera vez y se dejó mecer por el humo aromático que desprendían algunas hojas que su madre había arrojado a la lumbre para ocultar el recuerdo del hombre anterior y propiciar el deseo del nuevo, tan importante y decisivo que la introduciría en la edad madura.

Mama Juana me pidió un nuevo vaso de licor, que bebió de una sola vez para infundirse ánimo, y continuó relatando que no sintió ninguna molestia inconveniente sino un placer como jamás había imaginado, un placer que trascendía a la miseria de su vida e inundaba el corazón de júbilo. El deseo de su pareja se desbordó muchas veces aquella noche y ni una gota de su placer se derramó en vano, porque todas encontraron acomodo en la sed que se había despertado en su alma y que ya no se saciaría jamás. Siempre recordaba de aquel encuentro el pene descomunal del asesino, tan helado en su ardor que llevó a su entrañas un frío que la inundaba por dentro y exigía más semen para mitigarse. Tras una noche de inconcebible placer despertó sola y con el aliento manchado por un olor de bayas que ya siempre la acompañaría para contento de sus amantes, que encontraban en los perfúmenes de su boca un motivo adicional de gozo. Después, y mama Juana suspiró en añoranza de su juventud, compartió la generosidad del bosque con su madre, que supo apartarse para no estorbar el deseo desbordado que había nacido en su seno desde que la poseyese el amor del asesino. Hasta el día de hoy, que triunfaba el frío en sus entrañas y la arrastraba a la muerte. Quedó en silencio una vez más, esta vez acompañada por el silbido turbio de su respiración.

En los días siguientes compartió lecho con cuatro criminales que habían sido alguacil, letrado, algebrista y monje en una vida pasada, y de alguna forma las cualidades de su semen, junto al recuerdo del placer del asesino, despertaron en su lengua los instintos básicos, que identificó y administró de modo preciso en el lecho y en la vida, porque descubrió que la exacta percepción de estos matices le permitía anticiparse a los acontecimientos cotidianos. Pronto dividió a sus amantes según portaran la huella de estos aromas, y aunque fueron tantos que era imposible imaginar su número, siempre los asoció con los cinco primeros, que de alguna forma resumían cuanto era preciso conocer de los hombres. Simultáneamente, conforme apreciaba mejor el placer de sus enamorados, su sentidos crecían hasta extremos difíciles de explicar. Se orientaba en la oscuridad de la luna nueva como bajo la luz de la mañana, y era capaz de percibir su alimento a gran distancia, caminando por una vereda, durmiendo al amparo de los arbustos, encaramado sobre una rama para eludir a los jinetes que rastreaban el bosque en busca de fugitivos y desertores de dios.

Mi madre murió pronto, continuó mama Juana, porque por compartir el semen se le secaron las entrañas y la invadió el frío de su primer amor, también un asesino, porque así mandaban la tradición y el hacer de una estirpe de mujeres solas, nacida antes del inicio del tiempo. Lentamente se apagó la lujuria de sus ojos y la pudrió la vejez, hasta que privada de todo contacto carnal se amustió en menos de cincuenta años y se convirtió en tan decrépita como ahora era ella, envejecida en favor de su hija, cuya lozanía acaparaba ya a todos sus amantes, que habían encontrado novedad en una juventud que se prolongaría durante muchos, muchos, muchísimos años más. No se quejaba porque esa había sido la ley de su vida, que se veía colmada con la felicidad de su única descendencia. Ahora, suspiró mama Juana, solo restaba abandonarse a la herida del tiempo e inscribir su nombre en la historia familiar. Entonces mama Juana apretó mis manos con fuerza y tiró de ellas para aproximar mi oído a sus labios y encomendarme, como en secreto, que ejerciera de notario en su agonía y consignara la fecha de su muerte en el libro maldito, lo que le permitiría encontrar a sus antepasados en los umbrales del infierno y optar a los privilegios en la condenación eterna que siempre habían beneficiado a su estirpe. Dicho esto, mama Juana suspiró profundamente y me instó a prometerle que cumpliría el destino para el que había sido elegido e inscribiría su nombre y la fecha de su defunción en el libro. Acepté mientras aspiraba su aliento, muy próximo a mi rostro, que parecía de flores silvestres, aunque ensombrecido por un vago regusto de podredumbre, como de hojarasca fermentada. Apenas comprometí mi palabra, mama Juana aflojó sus manos y cayó en lo que parecía un profundo sopor. Me desprendí de sus dedos, ya laxos y desprovistos de su convulsa fuerza, y me retiré sigilosamente hasta mi cuarto, dejando a la anciana dormida y ajena a los siniestros ronquidos de su garganta.

Llegué a mi habitación, al final de un estrecho pasillo alumbrado por lámparas de aceite. Escuché la medianoche en el reloj del comedor y pasos arrastrados que supuse de mama Juana dirigiéndose a la habitación que compartía con su bellísima nieta. Naturalmente, su historia me inspiraba la desconfianza de sus múltiples incongruencias y desatinos, sin duda atribuibles a sus cualidades mermadas. Aunque mama Juana había regido la venta con indudable beneficio y acierto, convirtiéndola en famosa por la generosidad de su cocina y lo ajustado de sus precios, en los últimos tiempos había languidecido conforme la edad pesaba en su determinación, pasando de ser una cocinera afamada en la comarca a lo simplemente discreto. Sin embargo, como lugar de paso la venta continuaba gozando de una posición envidiable, en mitad de la antigua ruta hacia la meseta de las tierras altas, aunque ya no era como antes. Sus clientes se limitaban a una discreta estancia, lo imprescindible para una comida frugal, que aunque correcta, desmerecía su renombre entre los antiguos del valle. Me acosté aterido por una escarcha que parecía emanar del suelo y ascender hasta la cama, un helor húmedo y desapacible que apenas fue obstáculo para que conciliara un turbulento sueño.

Me vi envuelto en bruma, vagando por el bosque, arrastrado por olores que guiaban mis pasos en la espesura. En algunos tramos de mi camino presentía luz de antorchas, de peregrinos que caminaban en hilera por los caminos embarrados, ahuyentando a las tinieblas con la insuficiente luz de unas luminarias encerradas en gravosas orfebrerías de vidrio, talladas con cruces y motivos religiosos que servían para proteger efectivamente la llama de los caprichos del viento. Los peregrinos oraban en procesión, para disuadir a los espíritus del bosque y atenuar el peso de una culpa para la que ningún cilicio o penitencia parecían suficientes. En el bosque de los niños muertos, donde los caballos enloquecían, sus cánticos sembraban el aire con la devoción de los creyentes y el aroma de los inciensos se mezclaba con el lamento de un grupo de fieles que se flagelaba con el látigo en señal de penitencia. Los dolientes venían después, alineados en dos piadosas hileras. De repente sentí que me palpaban manos ávidas. Me sobrepuse a las imágenes de mi sueño para centrar mi atención en los dedos que reclamaban mi hombría. Quise abrir los ojos para enfrentarme a la realidad, pero me resultó imposible. Me sentía excitado y confuso, pero sobre todo deseaba saber quien me buscaba de ese modo. Al instante me recreé en el rostro de la posadera, que surgía de la nada ante mis ojos. Admiré su juventud radiante, el arco impoluto de sus cejas, la delicada curva de su labios tan tiernos, con esa pureza que me había seducido desde el primer instante.

Muchas veces derramé mi amor, enloquecido por el aroma de su cuello, por el sabor acaramelado de sus pezones, por el dulce néctar de su sexo. La lozanía y la frescura inundaban el cuerpo de la posadera como jamás hubiera imaginado en una mujer. Era un frenesí insaciable, una locura de terminar y empezar de nuevo, siempre enardecido por aquella mirada zarca y un aliento de arándanos, de granadas, de frambuesas. Convirtió mi amor en un juego del que siempre salía victoriosa, en un sucederse de éxtasis que me arrebataron la conciencia de lo lícito y prohibido, la consciencia de reconocerme a mí mismo y apagar el furor de un deseo que rechazaba su fin. Una y otra vez, como nunca había imaginado, hasta que sentí que se sofocaba mi pecho, que el placer detenía la sangre de mis venas, que mi existencia terminaba allí mismo y nada eclipsaría mi deleite. Perdí el sentido y me sumergí en sueños más profundos. El sabor melado de la posadera flotaba en mis labios, exhaustos pero aún sedientos. Sentí su peso sobre mi cuerpo y sus besos procurándome placer de nuevo. Creí que moriría para siempre.

Desperté sobresaltado por gritos que alertaban de la muerte de mama Juana. Su nieta la había descubierto inánime junto al fuego, congelada frente a un montón de brasas agonizantes. Sin duda había expirado durante la noche, a última hora según la rigidez del cadáver. El médico ya había constatado la defunción y el sargento acotaba un perímetro necesario hasta que el juez llegara y declarase muerta a la difunta. Pronto concluyó el juez que si bien el último huésped de los detenidos por la tormenta había abandonado la posada de madrugada, eso había acontecido antes de que mama Juana hubiera exhalado su último suspiro, así que tu testimonio se desechaba para el esclarecimiento de un óbito debido al mero concurso de la naturaleza. El sargento y yo nos ocuparíamos de advertir al valle, donde podíamos quedarnos después de ordenar que subieran con los útiles para el traslado de la muerta, que se enterraría en tierra santa, como era costumbre entre gentes de ley. También se pondrían anuncios en los pueblos vecinos, porque mama Juana era persona conocida y podía contar con parientes o amigos que estimaran oportuno hacerse cargo de un sepelio más piadoso. Me disponía a empaquetar mis escasos pertrechos y regresar al valle cuando la posadera me asaltó sin que pudiera negarme a sus ruegos.

Envuelta en una serena tristeza que no me atrevo a describir, la nieta de mama Juana apareció ante mí como un querubín de los cielos. Derrotada por el duelo, inundaba su presencia con una melancolía que contaba con la bendita cualidad de despertar en mí una lujuria irracional y proscrita, al menos en aquellos instantes de reflexión ante la proximidad de la muerte. Me tendió un objeto rectangular y cubierto por un humilde paño, y aseguró que era el libro que mencionaba su abuela, y que en una bolsa adjunta encontraría útiles e instrucciones para la labor de se esperaba de mí. Tomé el libro sobrecogido por la dulzura de la posadera y un deseo cuya evidencia hubiera puesto en entredicho la serenidad de mis palabras, así que asentí como pude a la desolada nieta y me retiré con el libro, que acomodé oportunamente en mi equipaje antes de iniciar el descenso al valle. Me acompañó el sargento, con quien comenté lo insólito de nuestra aventura. La tormenta había remitido y, aunque grisáceo, el día era benévolo para las empresas fáciles. Descendimos maravillados por la luminosidad de la naturaleza.

Ya en mi hogar del valle, me abalancé sobre el libro, que al desprenderlo de sus telas resultó un volumen incunable, caligrafiado con una letra primorosa y artística, como correspondía a su importancia, según entendí yo. Su título figuraba en latín, Malleus Maleficarum, y me precipité en su lectura. A pesar de mi torpeza con el latín, tras un ojeo preliminar supe que enfrentaba a un exhaustivo tratado sobre la caza de brujas, dividido en tres partes, y que cada una de esas partes se adornaba con esclarecedores dibujos de tinta emplumada, que por sí solos hubieran procurado las delicias de cualquier lector. Adornado con la delicadeza monástica de su tipografía y enriquecido con grabados y dibujos de singular relieve, el libro ubicaba la esencia del mal en el espíritu femenino, por su naturaleza más débil e intelecto inferior, opinión que por supuesto no compartí, dado mi carácter más abierto y propenso a la igualdad de las criaturas humanas. Procuré sobreponerme a los prejuicios y dirigí mi atención hacia la distintas partes que componían el texto. A saber, esclarecimiento de la esencia femenina del mal, descripción de las formas de brujería y métodos para enjuiciar, sentenciar, detectar y destruir brujas, entre la que distinguía entre las que dañan sin curar, las que curan sin dañar y las que dañan y curan.

Supe leyendo que las hechiceras invocaban y se servían del poder satánico para sus conjuros, aunque siempre limitado por su esperanza de redención, pero las brujas no, las brujas renunciaban a la fe y rendían culto al diablo. La fuente de la malignidad no era ya la palabra ni el nombre del innombrable, sino la que provenía de una adoración personal e íntima, nacida de la carne y fermentada en la inmundicia. También coincidía el libro en que algunos autores compartían la importancia del pacto explícito con el diablo, y se limitaba a reseñar que mientras la hechicería usaba materiales empíricos, las brujas empleaban hierbas y ungüentos alucinógenos para producir la sugestión de sus víctimas. Supe también que contra todos los instintos, tenían la costumbre de devorar niños de su propia especie, nunca bautizados, porque las aguas del bautismo infectaban la carne con el olor de los inciensos y las ceras. También supe que en su presencia los caballos enloquecían bajo sus jinetes, que se procuraban silencio en la tortura y que su mirada provocaba temblor en las manos y espanto en la mente. Ver cosas idas, sentir odio o amor desmesurado, herir a distancia, provocar abortos, matar en el seno materno por un simple contacto, embrujar a hombres y animales con una mirada hueca, sin tocarlos, también eran parte de sus atribuciones. Pasé las páginas con avaricia, con soberbia intelectual, y supe que para el juicio bastaban los meros rumores, que se interrogaba sin acatar la regla de las tres torturas, sin asumir la puesta en libertad del reo tras el tercer tormento, y que existían varias pruebas para constatar la identidad de una bruja, la del agua, la aguja y el peso, porque flotaban en agua y era preciso insistir en su ahogamiento, porque de su pústulas no brotaba sangre sino maldad fermentada y porque su peso había de ser tan liviano como para permitirles flotar en el aire, evidencia esta difícil, porque gustaban de anclarse a tierra con piedras en los bolsillos, para evitar su descubrimiento por este método. Conservo una frase del libro, relativa a que si alguien dudaba de que la acusada era una bruja se debía a que ya mostraba en su alma los primeros síntomas de la posesión infernal. No supe objetar nada a este argumento.

Concluí mi lectura al alba y comprendí que era insuficiente. No bastaba para explicar las palabras de mama Juana. Quise seguir pero me venció el sueño, y de nuevo me abandoné al recuerdo de la posadera, que regresaba a mí para confundirme en su deseo y arrastrarme al más placentero de los éxtasis. Omitiré el tacto de su lengua y el arrebatador aroma de su cuerpo, para despertar con un vago regusto de flores y la sensación de que me aguardaba el vencimiento de una deuda. Recordé las palabras de la posadera y abrí la pequeña bolsa que acompañaba al libro. En una nota hallada en su interior rezaba un sencillo lema. Debía quemar las hierbas en la copa, en el mismo latín difícil del libro, así que tomé las hierbas y las vertí sobre el pebetero que se adjuntaba. Ardieron con un humo espeso que pronto llenó el cuarto de nieblas. Para mi asombró el libro se iluminó con una caligrafía adicional a la ya escrita, nítida y preclara, de trazos redondos y definidos, con volutas de adorno y sombra en las mayúscula. También era latín, pero sus frases viajaban entre las líneas de la caligrafía visible, que modo que su lectura era complementaria y ajena al escrito principal. Leí desordenadamente, saltando de un lugar a otro del libro, sin que la lógica me impusiese empezar por el principio.

Supe que la apariencia de los súcubos variaba tanto como la de los demonios, y que no existía apariencia ni representación definitiva. Solían pintarse como mujeres desnudas, de una belleza inmaterial, y a menudo se manifestaban en los sueños como una hembra tan atractiva que la víctima no podía olvidarla ni siquiera al despertar. La versión aceptada era que atacaban a sus víctimas para nutrirse de su esencia vital, y con frecuencia su acecho provocaba dolencias físicas y espirituales. Me impuse serenidad, cerré el libro y reparé en su tacto untuoso y pulcro. Era placentero, de piel fina, curado más allá de la destreza atribuible a un artesano normal. Como una obra destinada a príncipes o reyes. Imaginé a los monjes atareados en la copia de las obras sagradas. Después pensé en el curtidor que trata las pieles con ácidos y lejías para borrar el estigma del sacrificio, hasta que todo resplandece con el olor de la inocencia y el comerciante vende las pieles como las joyas que son por la metamorfosis del hombre. Cuando alcanzan un palacio o la nobleza de un salón de baile, nadie repara en su origen perverso. La vida se olvida de la muerte porque nada importa después. Me asaltó la repugnancia de la comprensión, aquel libro se había encuadernado con piel humana.

Conseguí sobreponerme a la náusea del conocimiento y me situé al inicio del libro, donde en mi torpe latín comprendí que la primera mujer se formó del mismo modo que el hombre, y que de su unión con Adán nacieron innumerables demonios que atormentaban a la humanidad. Adán y Litit, que sí se llamaba esta hembra, nunca hallaron armonía juntos, pues cuando él reclamaba su amor, ella se ofendía por la postura que demandaba, y argüía que también se forjó en el polvo y por tanto era su igual. Cuando Adán trató de obligarla a obedecer, pronunció el nombre mágico de dios y lo abandonó para renacer en el hogar de los muchos demonios, donde se entregó al capricho de estos. Fueron a buscarla, pero ella se negó y el cielo la castigó haciendo que murieran sus hijos. Desde entonces la tradición establecía que intentaba vengarse matando a niños menores de ocho días, que se alimentaba del semen del hombre y que andaba al acecho por ver donde se derramaba en vano. Todo semen fuera del único lugar consentido le pertenecía, todo el semen desperdiciado por infecundo, ya se hubiera derramado en sueños, por vicio o adulterio.

Tras estas aclaraciones que me parecieron más emparentadas con la superstición que con la realidad, el texto se deshacía en una interminable letanía de mujeres que engendraron mujeres que a su vez engendraron, y así sucesivamente, en cada apunte con una descripción tan precisa como breve de las efemérides de la difunta, consignada con una letra cada vez distinta y firmas que epilogaban cada vida y correspondían a fedatarios que constataron un ocaso en el tiempo. Algunas eran tan llamativas, como venció en cien batallas, conspiró en las luchas palaciegas, se adentró a las selvas y sobrevivió al veneno de las arañas. Otras eran más humildes. Vivió libre entre las cumbres, sufrió la plaga de las cien pústulas, lloró en el ocaso de sus enemigos o jamás se rindió, fueron algunos de los epitafios que reclamaron mi atención. Así página tras página, un nombre tras otro, de mujeres que vivieron y desparecieron a lo largo de los siglos, desde Lilit y el origen del tiempo. Avancé hasta el último nombre de la lista y encontré la entrada correspondiente a mama Juana, seguí el trazado de su existencia y reconocí algunos pasajes que me había contado la noche anterior. La llegada con su hija a la venta cincuenta años atrás, los incidentes para hacerse con una clientela fiel, el éxito de los meses primeros, cuando la posada cobraba fama en la comarca, y después su ocaso y el esplendor de su hija, que heredaba los dones familiares y fulgía con luz propia. Más atrás, al principio de su nombre, el nacimiento de la niña en la soledad del bosque, el beneficio del libro, cuya mera presencia en la cabaña exoneraba de sospechas, las persecuciones del clero y los seglares cómplices del exterminio de sus hermanas, la hoguera y el tormento para muchas mujeres acusadas y condenadas solo por negar la acusación. La juventud de mama Juana se describía oculta en el bosque, saciada por el amor de innumerables amantes, cauta entre la espesura, esquiva con el viajero. También figuraba el nombre de algunas brujas de menor valía, que no habían sobrevivido a la persecución. Regresé al final de la lista genealógica, donde una entrada en blanco aguardaba mi fe.

Tomé los útiles de escritura que se me habían entregado y los impregné con la muestra de tinta que acompañaba al libro. Titubeé y suspendí el plumín un instante, deteniéndome en su grabado sobre las hojas metálicas que se unían en un surco de tinta. Cualquier epitafio serviría, supe que bastaba mi firma porque yo era el notario y obraría como quienes habían suscrito aquellos epílogos desde el origen de la creación. Otra vez me contuve antes de escribir, buscando un resumen adecuado, y consideré que mama Juana había sobrevivido a las persecuciones del bosque para concluir sus días en una venta que explotó con notable éxito hasta que le sobrevino la muerte en una noche de nieves. Me pareció un epitafio muy pobre. Interrumpí mis pensamientos y reparé en las fechas. Mama Juana había vivido más de trescientos años, como sus antecesoras, que también se habían apareado en la juventud con un íncubo y habían adquirido el don de la avaricia ante el deseo de los hombres, a los que siempre persiguieron desde entonces, hasta arrebatarles el último aliento de vida. Supe que se había puesto en mí una gran responsabilidad y también supe que no debía pensar mis palabras, que se escribirían solas. En apenas diez líneas consigné lo que sabía de mama Juana. Subrayé la fecha de su muerte y firmé mi escrito. Después abrí la ventana para dispersar el humo de las hierbas, que se había convertido en sofocante. Apenas el primer aire fresco limpió mi alcoba, la escritura de mama Juana desaparecía del libro y solo quedaban los caracteres primigenios, los que exponían muy doctas enseñanzas sobre las brujas. Nada se apreciaba más allá de los renglones y de los dibujos, solo pergamino gastado, como respondía a la antigüedad del libro, sin rastro de los terribles saberes que ocultaba entre líneas. Me asaltó la fiebre y viví en el delirio, los sueños con la posadera me acompañaron en el frenesí de mi locura.

Regresé a la venta aún enfermo y debilitado por mis obsesiones. Me recibió la posadera tan amable y tan bella. Su local rebosaba de gentes que tanto disfrutaban de su cocina como reclamaban albergue, lo que no siempre era posible porque solo había cinco habitaciones. Esperé a que se marchasen los clientes y solo quedáramos los cinco que pernoctaríamos esa noche. Los conocí por mediación de la posadera y tras la primera copa del licor de la casa aprecié en ellos olores que me sugerían salado, dulce, amargo, agrio y uno que reconocí perteneciente al íncubo primigenio, el olor urticante del asesino, cuya licencia especial le permitía regresar cada noche a por los favores de la posadera, favores que la posadera también compartía con sus huéspedes hasta las primeras luces del alba. Lo supe con la misma nitidez que la sabía capaz de inspirarse en los sueños de sus amantes, para que ninguna semilla sin fruto escapase a su codicia. Por los secretos revelados en el libro y por experiencia propia, lo tenía por muy cierto, tanto como sabía que mi cualidad de notario de su madre me salvaba de las enfermedades que aguardaban a mis compañeros esa noche. Un privilegio especial, si así se entiende, que me otorgaba ventaja sobre el resto de sus amantes. Yo no enfermaría. Aunque la posadera me procurase tanto placer como yo deseara, se abstendría de absorber mi alma, que solo sucumbía al delirio del amor, sin rendirse a la muerte y su condenación eterna.

Permanecí junto al hogar del fuego cuando todos se marcharon tras la invitación de la posadera, que nos sirvió sus habituales copas de licor. La observé mientras concluía unas labores tras la barra y me pareció tan bella que al instante mis pensamientos adoptaron una vergonzosa forma corpórea. Llegó hasta mí despacio, contoneándose con una gracia inimaginable, sonriéndome con su mirada pícara y provocadora. Acarameló la voz y me preguntó si había concluido mis deberes. Le entregué el libro y le dije que me había esmerado en el epitafio y confiaba en que fuera de su agrado. Susurró que conocía mis habilidades y las apreciaba en su valía. Me asalto el aroma fresquísimo de su cabello, que por su estancia en las cocina olía a hierbabuena. Después su aliento tan dulce llegó hasta mí mientras agradecía mi dedicación y tomaba el libro y los útiles de mi escritura, convenientemente cubiertos por el paño que los protegía.

Compartimos una botella que apuramos antes de que se separase de mí y anunciara que se retiraba a su alcoba. La interrumpí, envalentonado por un licor que no dejaba huella en ella, y le pregunté si era hija o nieta de mama Juana. Sonrió y me pareció que su semblante era aún más bello. Hija, respondió, aunque todos me tienen por nieta. La gente habla sin saber, solo por que parezco más joven. Entonces me atreví y le pregunté cuánto tiempo había vivido con su madre en el bosque antes de trasladarse a la posada que ahora regía. Me miró intrigada por mis preguntas y sonrió con esa luz que lo era todo. Ochenta o cien años, respondió sin inmutarse, no demasiado. Descuidadamente me mostró su lengua acariciándose los labios, sonrió de nuevo y aseguró que nos encontraríamos pronto. Después se dirigió a su cuarto y yo permanecí junto al fuego, ensimismado en el fulgor de las brasas, que se extinguían lentamente. Apuré el vaso y me retiré a descansar.

La decoración de mi habitación era menos espartana que la primera vez. Me desnudé y me introduje bajo las sábanas. Apagué la luz y me arropé entre las mantas, vagamente excitado por los acontecimientos y la cercanía de la posadera. Me sentía a salvo aunque jugando con el destino, y me pregunté por la salvación eterna. Pensé en mis compañeros y supe que languidecerían en una lenta e inexorable consunción, escuché gemidos del asesino y supe que la criatura iniciaba su acecho. Cerré los ojos y quedé dormido, ella vendría muy pronto.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

1 comentario:

  1. Nunca deja de sorprenderme, desde que te leo, la precisión con que describes milimétricamente cada detalle, cada esbozo de los rasgos del perfil de tus personajes. Espero con curiosidad tu próxima historia. Un saludo

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).