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viernes, 25 de abril de 2014

El dragón sitiado

A los que colmaron su venganza


Soy uno de los siete diablos que danzan alrededor del dragón, el fuego y el humo me han acompañado desde que ocupé el lugar que me correspondía en el desfile. En realidad apenas soy el último demonio al servicio de don Justo, alma de esta bestia que dirige según su instinto y el albedrío del camino. Como asistente y colaborador suyo, entraré en breve en la cabeza del dragón y prestaré asistencia a sus necesidades, aunque por el momento aún bailo con mis compañeros diablos y espero a la última parada, la que nos adentrará en el tramo final del recorrido, donde se culminarán mi osadía y mi suerte.

Rafael y Manuel ocupan las otras dos posiciones que mueven al dragón. Rafael en su mitad, entre las cuatro patas del monstruo, Manuel al final, en el último segmento de la cola. Por lo demás, desde fuera el dragón es magnífico, y con sus evoluciones sinuosas y sus giros repentinos despertaba el júbilo de los espectadores, ya eufóricos desde la marcha de la guardia que abría el desfile, el alboroto de los cabezudos, las bailarinas exóticas y algún que otro altercado en las tribunas. Las carrozas eran el espíritu de la fiesta, y con su desbordarse en obsequios sobre el público provocaban una euforia, un frenesí por atrapar cualquier insignificancia, que las disputas por un balón o un pito eran frecuentes. Años atrás estos altercados fueron muy violentos, con sillas voladoras, golpes en busca de enemigos y algún relumbrar de navajas que se saldó con heridos. Poco alboroto para una fiesta de tanto renombre, que con el devenir del progreso y la presión de las autoridades era más civilizada y cortés, aunque en su esencia continuaba ocultando un sentimiento de venganza saciada, de odios tenaces.

Conocí a don Justo en una noche de mal recuerdo, poco después de abrir un negocio con el que esperaba ganarme un sustento honrado. Terminaba con los platos y me disponía a cerrar el humilde restaurante que poseo en una plaza concurrida por parejas y bohemios de la noche, cuando don Justo entró acompañado de dos gigantes que eran calco el uno del otro. Rafael y Manuel se llamaban, y parecían cortados por el mismo patrón y cosidos por la misma aguja. Sus rostros eran más que idénticos, milimétricamente iguales, tan precisos en sus facciones y gestos que era imposible saber a quien pertenecían. Los ojos, perdidos por pequeños y enmarcados entre cejas tupidísimas, limitaban una frente en la que muy pronto nacía el cabello, espeso y aceitoso, peinado hacia atrás y recortado por profundas entradas. El resto del rostro tranquilizaba en igual medida. Un bigote erizado y salvaje, que se extendía hasta mitad de unas mejillas decoradas con una barba negra y espesa, de dos días. De sus bocas recuerdo que masticaban sendos mondadientes, con los que jugueteaban entre sus labios con una habilidad siamesca.

Don Justo me informó de que existía la costumbre entre los comerciantes del barrio de compensar con un porcentaje de beneficios a quien se ocupaba de mantener la concordia entre los vecinos. Rafael y Manuel eran los avales de dicha concordia, y él, a quien se le conocía por su buen juicio, velaba por que se mantuvieran las tradiciones antiguas. Me tomé un tiempo para que la sensatez impregnase mi respuesta. Conté hasta diez y respiré profundamente. Confieso que me sorprendió la entereza y profundidad de mi discurso al explicarle a don Justo que por el momento no me era posible plegarme a sus exigencias, pero que lo informaría en cuanto estuviera dispuesto a aceptar su oferta. Advirtió a Rafael y Manuel, que paseaban a mi alrededor, indagando a su antojo en el establecimiento, que se encontraban ante un hombre insensato y obstinado, y no pude sino identificarme en la descripción de mi carácter, pero que me concedería un tiempo para la reflexión. Abandonó el local en compañía de sus hombres, que se despidieron con una sonrisa donde brillaba el oro de algunos dientes reemplazados, me pareció que los mismos.

Los primeros días me preocupé por mi discrepancia con don Justo, pero me absorbió la rutina de mi pujante establecimiento, que famoso por el buen hacer de mi cocina encontraba cada día mejor eco entre los comensales del barrio. La excelencia, mal me está decirlo, de mi servicio esmerado y la calidad de mis productos, me reportaron la recompensa de una clientela fiel. La caja pronto compensó los gastos y consideré que me aguardaba la riqueza. Don Justo llegó a medio día, con los últimos comensales. Pidió la carta y tras el postre declaró que era su costumbre no satisfacer la cuenta, que consideraba a beneficio de su negocio. Naturalmente, me opuse con la máxima de que no establecía diferencias entre mi clientela. Supongo que por no ofrecer un escándalo, don Justo asintió y pagó con propina, con lo que di por saldado el desacuerdo y quedé agradecido a la discreción y cordura del cliente, a quien invité a regresar en cuanto lo considerase oportuno.

Tres días después, don Justo estimó adecuado enviar una representación de su persona a mi humilde establecimiento. Rafael y Manuel manifestaron el descontento de su patrón de modo explícito. Servía las últimas mesas cuando una invitación resonó a mi espalda. La voz lúgubre de Rafael, o de Manuel, imposible precisarlo, mal pronunciaron un vete al infierno compadre, según me pareció entender, y sin pensar me aparté a un lado. La bandeja de mi mano estalló en tintineos agudos y un revuelo de granos de arroz que invadieron el espacio. Los recuerdo flotando a mi alrededor y manchando en su caída al destinatario del plato. También recuerdo la sangre que estalló entre mis manos como por ensalmo, y el impacto de los perdigones, afortunadamente amortiguados por la bandeja que me sirvió de escudo. En el hospital me dijeron que había tenido mucha suerte, y que no fueron perdigones lo que dispararon contra mí, sino sal, y que por esa razón, aunque dolorosas, mis heridas eran superficiales. Poco me duró el contento, porque mi infortunio se reanudó unas horas después, cuando Rafael y Manuel me encontraron en mi domicilio, de regreso del hospital, donde acertaron a recordarme la conveniencia de ceder a los deseos de su jefe, que por otra parte era un hombre cabal y digno de respeto. El balance fueron seis costillas magulladas y el rostro hinchado a la mañana siguiente. No regresé al hospital porque me advirtieron que a don Justo no le parecía apropiado aventar las desavenencias entre vecinos. Por supuesto, no emplearon exactamente esas palabras, aunque lo entendí muy rápido.

Me entrevisté pronto con don Justo, que tuvo la gentileza de honrarme con su visita cuando me reponía en mi domicilio. Al parecer supo de mi accidente y había venido a ofrecerme su ayuda, por si necesitaba algo. A pesar de nuestras discrepancias, me estimaba un hombre valioso, con un negocio prometedor y, por qué no reconocerlo, de su agrado. No tenía inconveniente en reafirmarse en su oferta de un cuarto del beneficio, aunque, eso sí, con un discreto incremento del cinco por ciento, por las dificultades sobrevenidas. Sonrió y me desagradaron sus dientes amarillos, sin duda corrompidos por los vicios del tabaco y la bebida, pero lo consideré una impresión mía. Permaneció pensativo un instante y me pareció que pensaba en algo. Después sonrió y asintió levemente. Convencido de su honorabilidad, accedí a plegar mis reticencias y contribuir a que imperase la concordia en nuestras relaciones vecinales. Don Justo también me aseguró que era costumbre referirse a su persona como jefe, patrón, amo o dueño, a gusto del interlocutor. Sonreí y dije que me gustaba amo, que utilizaría esa palabra para referirme a él en mis pensamientos y demostrarme así sumisión y respeto, aunque en público, por razones fácilmente comprensibles, le llamaría don Justo, más adecuado para la discreción social. Sospecho que no me comprendió del todo, pareció titubear un instante y declaró aclarados los malentendidos. Se despidió con sus mejores deseos, y los gemelos, que habían revoloteado a mi alrededor, desaparecieron tras sus pasos. Comprendí que debería practicar la paciencia.

Apenas remitió el dolor de mis magulladuras y me convertí en alguien reconocible, regresé a mis obligaciones y esta vez sí, dispuse un lugar de privilegio en mi establecimiento para don Justo, y así se lo hice saber, por medio de un emisario que lo llevó a sus oídos. Poco puedo añadir en mi descargo, las virtudes de mi cocina y el beneficio de la autoridad y comprensión de don Justo obraron a mi favor. Me precio de sacar partido de mis conocimientos, así que me esmeré en agradarlo y pronto encontré el punto a sus carnes de ternera, por otra parte tan insulsas y monótonas que me parecieron un descrédito para mi arte. No tardé mucho en esbozar una estrategia. Empecé conquistándolo con los postres, porque era goloso y fácil de convencer. Le serví varias combinaciones de bizcochos de frutas y nueces para despertar su interés, y rematé con un flameado que superó a los mejores licores de sus sueños. Por supuesto me convertí en su restaurante favorito, y un día sí y otro casi también recalaba en el lugar de privilegio que le había reservado entre mis mesas, junto a la ventana, para que Rafael y Manuel pudieran observar lo que sucedía dentro y fuera de mi establecimiento. Solicité el permiso de don Justo y le expliqué que había escogido aquella mesa por motivos de seguridad. Pareció complacido y me pidió que lo sorprendiera con alguna de mis exquisiteces. Así lo hice, un día tras otro, y pronto me vi recompensado con una prosperidad acorde a mi tributo y la virtud de mi benefactor, que tuvo a bien alegrar mi establecimiento con su presencia, tan a menudo como era mi deseo.

Olvidadas las discrepancias y convertido en parte de la familia de don Justo, coincidí con otros comerciantes del barrio en la reverencia a quien tanto se preocupaba por nuestra concordia y progreso. Algunos de mis colegas tenían mejores motivos para la devoción, porque no fueron tan sensatos como yo, aunque me esté mal decirlo, y sufrieron infortunios más dolorosos. Unos pocos se dieron por vencidos cuando la seguridad de su familia medió en la oferta, porque don Justo conocía el domicilio y la escuela, y recomendaba tolerancia para prevenir accidentes que pudieran acarrear una desgracia. Un percance a la salida del colegio, el incendio fortuito que se saldaba con el garaje quemado o la simple certeza de que sucedería algo irremediable, asentaron la convicción de que nos encontrábamos ante el garante de nuestro progreso, y que nada es gratis en este calvario de penumbras que llamamos vida.

Pasaron unos meses y lentamente prosperó la amistad con don Justo, siempre agradecido a mi destreza en la cocina, que nunca requirió esfuerzo para su paladar. Lo recuerdo saboreando una bazofia que le serví entre dos platos exquisitos y que por supuesto alabó al considerarla fuera del alcance de su gusto. Supongo que me envalentoné por su ingenuidad y decidí tentar un poco más al destino. Aprovechando el lento reconocimiento que alcanzaba mi local más allá del barrio, aproveché las visitas de un conocido prohombre, una autoridad pública según tenía entendido, para hacerlo coincidir con don Justo, de quien bastó su interés para que ofreciera a mi ilustre cliente la mesa de un anfitrión inesperado, porque había cubierto todas las reservas y me era imposible satisfacerlo de otro modo. Serví los mejores vinos de mi bodega y surgieron suculentas oportunidades para don Justo, que supo agradecer mis desvelos mejorando su consideración hacia mi persona. Despedí la velada con un caldo de orujos de roca que despertó el entusiasmo de mi protector y la alabanza de su invitado. Me felicité del acierto y sesgo que tomaba mi ventura.

Contraté a unos camareros para que me ayudasen en mi labor, porque me encontraba gozosamente desbordado en mi trabajo, cuando don Justo me advirtió que no debía contratar camareros sin su aprobación. Quedé pensativo un instante, como dudando de sus intenciones. Después comprendí y esbocé una sonrisa de asentimiento y pretendida complicidad. Convertí mi voz en una confidencia para propiciar el acierto de mis palabras y reconocí que no había pensado en la seguridad al contratar a los camareros, y que lo lamentaba profundísimamente y me arrepentía con vehemencia, pero me enfrentaba a un problema con nuestro negocio. Por supuesto que me avergonzaba de no haber pedido su ayuda antes, pero ahora que se encontraba ante mí, comprendía que la respuesta se hallaba ante mis ojos. Podría resolver mis problemas sin más que confiar a su elección la calidad de mis camareros, que incluso podía proponer o designar, según fuera su antojo. Creo que fui elocuente, porque se limitó a regañarme y advertirme que fuera cuidadoso con el respeto. Adquirió una expresión muy solemne y pronunció las palabras más elocuentes de cuantas pronunció en mi presencia. Yo por mis amigos haría cualquier cosa, incluso matar en su nombre. Si alguna vez piensas en traicionarme recuerda que soy alguien capaz de matar por sus amigos. Ni que decir tiene que lo entendí al instante.

Se sucedieron las cenas afortunadas con otros muchos dignatarios de la ciudad, que vieron en mis cocinas un motivo para honrarme con su visita. También, merced a mis labores mediadoras y la confianza de don Justo, conocí la escabrosa faceta privada de los diferentes prohombres que recalaban en aquella mesa. En los círculos adecuados se supo dónde encontrar satisfacción a diferentes necesidades, de cualquier índole, con el favor de don Justo, que ya con un préstamo generoso, su intercesión en una disputa de negocios o un arreglo para el amor, generaba una deuda de gratitud que permanecía en barbecho, a la espera de su oportuno cobro. Por lo demás, la equidad de don Justo pronto trascendió a los ambientes selectos de la ciudad, y mi local gozó de un esplendor como jamás hubiera imaginado antes. Un lugar recoleto, en una plaza tranquila, cuidado y discreto, con una cocina deliciosa y ambiente agradable. En definitiva, lleno a diario. Los números eran elocuentes, prosperábamos.

Don Justo cobraba puntualmente su porcentaje estipulado, y yo a cambio vivía entre mis sartenes y las barbaridades de Rafael y Manuel, que a menudo recalaban de madrugada en mis cocinas, oliendo a pólvora y a veces manchados de sangre, para encontrar su cena y después esfumarse dejando a su paso las luces encendidas y un rastro de alimentos masticados, bebidas derramadas y deshechos varios que yo recogía puntualmente a la mañana siguiente. No faltaba la caja de mondadientes reventada y los palillos por el suelo, con que solían rematar sus visitas. Una vez les recriminé su comportamiento y prefiero olvidar lo que sucedió a continuación. Debo añadir que mi experiencia se limitó a algunas palabras soeces y un breve recordatorio de sus habilidades físicas con parte del mobiliario, que uno de ellos redujo a tablas y astillas con una somera exhibición de golpes, mientras el otro me deleitaba con una inolvidable muestra de sus habilidades con el cuchillo cerca de mis ojos, mi nariz y mis orejas, afortunadamente salvadas por la elocuencia de mis disculpas. Quizás lo peor fue soportar sus alientos mientras se turnaban para intimidarme desde muy cerca. Doy fe de que sus dientes dorados eran idénticos y habían enfermado de unas caries simétricas que apestaban sin remisión. Definitivamente, un futuro de ensueño.

No fui yo quien concibió la idea, pero la secundé al instante, apenas comprendí la ventura que se encontraba a mi alcance. Era una cena con los más ilustres comensales, casi una treintena, para los que vacié el comedor y me apliqué a mis fogones y en apresurar el servicio de los camareros. Supe por comentarios que no quedaba tiempo suficiente para que don Justo participara en el gran desfile de la semana de primavera, un acontecimiento donde cualquiera que ocupase un lugar eminente debía aparecer. Una de esas tradiciones de abolengo que unen en su tronco a lo más granado de la aristocracia social. En realidad, aquella noche, según el decir de los camareros, no se habló en la cena de otra cosa. Saqué en claro algunos detalles de la conversación, por otra parte reiterativa y paulatinamente espesada por la turbiedad de mis vinos, hasta convertirse en delirio por los licores tras el postre. Instigado por sus aduladores, don Justo deseaba participar en el desfile que se celebraba anualmente y que abría la puerta a una experiencia más ilustre y por tanto más lucrativa, y no tuve duda de que don Justo entendía el sentido de la palabra lucro. En un desfile de carrozas y comparsas, parecía fácil ofrecerle un puesto en cualquier lugar, a modo de presentación en sociedad. Cada uno de los invitados a aquella reunión representaba a una de aquellas carrozas que, sin embargo, no disponían de un hueco para él. Comprendí que era importante para don Justo, así que colgué mi delantal e irrumpí entre los invitados a tiempo de repartir el tabaco y solicitar permiso para intervenir en la conversación. Después me limité a expresar en voz alta y clara que, si era su deseo, don Justo participaría en tiempo y forma, con un entretenimiento tan novedoso que se recordaría siempre.

Tal y como había imaginado, después de la burla de mis interlocutores, que me juzgaron insensato y desprovisto del sentido práctico de la realidad, bastó con insistir en que mi patrón contaba con recursos y méritos suficientes para participar en el desfile. El propio don Justo me preguntó cuál era esa idea radiante que desafiaba a la lógica y el sentido común. Confesé que se trataba de un dragón como nunca se viera antes, y que su realidad material, aunque difícil, podía apresurarse a la fecha establecida. Yo mismo me comprometía a dirigir y supervisar los pormenores del proyecto, pero era imprescindible que contase con su interés, porque a mi juicio la participación del promotor debía ser activa. Nadie como él, génesis y objetivo de mi causa, se encontraba mejor capacitado para conducirla a buen puerto. Se requeriría una cierta destreza física y quizás algún esfuerzo, pero don Justo era de complexión atlética, añadí dirigiéndome a sus socios, mucho más fuerte de lo que se imaginaba a simple vista. Por lo demás, y por no adelantar la sorpresa, se trataba de construir un ingenio mecánico cuyo conocimiento detallado requeriría largas explicaciones, inapropiadas para una velada entre amigos. En definitiva, si contaba con su favor me ocuparía de que participase con un espectáculo que sometería previamente a su aprobación, para garantizar la calidad del desfile. Tuve que admitir una costosa apuesta para que mis palabras despertasen el aprecio oportuno, pero al fin me encontré avalado por don Justo y comprometido en un proyecto cuyo éxito ofrecía más dudas que certezas.

Mis explicaciones a don Justo fueron interminables. Tuve que empezar aclarando lo que era un dragón, y a Rafael y Manuel también, que no llegaron más allá de la idea de serpiente, quizás porque los distraía el vaivén continuo del palillo entre sus labios. Los aspectos técnicos fueron sencillos, porque me los inventé sobre la marcha y ellos, por supuesto apenas acertaron a comprender su significado. Algunos conocimientos de mecánica me permitieron desenvolverme con soltura entre balancines y resortes, al menos hasta apaciguar las inquietudes de don Justo y ganarme su patrocinio. Apenas obtuve sus bendiciones, su confianza y sus recursos, comprendí que me enfrentaba a un serio problema. En mi inconsciencia, me había embarcado en una empresa cuyos pormenores desconocía. Pensé que, arrastrado por la admiración, me había comprometido más allá del buen juicio. Mi promesa de construir un dragón parecía imposible de cumplir, así que opté por idear primero un elemento distractivo, como si diera por resuelta la dificultad del dragón y me centrase en el envoltorio que acompañaría a mi ingenio. Pronto concebí que unos diablos saltarines completarían mis propositos, y que danzarían pintados de rojo, quizás con algunas llamas perfiladas sobre su espalda o en el rostro, a modo de maquillaje. Un instinto me advirtió que yo sería uno de esos diablos y que requería de seis compañeros tan agradecidos a don Justo como yo mismo.

No fue fácil encontrar los diablos adecuados, aunque sobraban candidatos. Los que mayor fervor profesaban a don Justo eran los que tenían sus discrepancias frescas, dos semanas o menos, y estos se encontraban aún convalecientes o en el hospital. Rafael y Manuel eran toscos en su trabajo y a veces infligían un daño mayor del necesario. Tras esta fase aguda de la devoción, los rescoldos del fervor a los hermanos permanecían mucho más tiempo, y allí fue donde me centré para buscar candidatos que destacasen por sus cualidades. Muchos voluntarios encontré en el barrio y escogí a los seis que me parecieron más aptos. Me reuní con ellos para confiarles que necesitaba construir un dragón para el desfile anual, un dragón espléndido, no serviría cualquier cosa, y que no encontraba por dónde empezar. También advertí que me había comprometido en un momento de atolondramiento, que ignoraba lo que decía y que hablé por instinto, porque estaba desesperado con el revolotear de los sicarios a mi alrededor, y que fruto de mi irresponsabilidad me encontraba en un problema de imposible solución. Los había seleccionado porque deseaba alargar en lo posible mi esperanza y disponía de presupuesto hasta el desfile, así que contaba con unos meses para urdir un dragón que me permitiera ofrecer una imagen aceptable. No les comprometía mi oferta de trabajo, porque el jefe aprobaba su empleo de antemano y los eximía de responsabilidad en la fortuna del proyecto. La compensación al esfuerzo sería generosa y los candidatos no encontraron nada que objetar.

En cuanto los diablos aceptaron el ofrecimiento y se sumaron a mi proyecto, nos unimos en hermandad e intentamos tramar un dragón de mil maneras, concebirlo siquiera o presumirlo, y sí, lo encontrábamos nítidamente en la imaginación, pero de ahí a concretarlo en algo que pudiera participar en un desfile mediaba un abismo. Inventamos armazones de caña y recubrimientos de lona, pero al profundizar aparecían dificultades irresolubles o de conclusión tan tosca que no era digna del desfile. Apremiado por mi responsabilidad, apunté minuciosamente los diagramas que esbozaban los diablos para explicarme sus ideas, y los que trazaba yo mismo, sobre unos pliegos de papel cebolla que siempre disponía en una pilada sobre la mesa. Distintas soluciones se concretaron sobre el papel hasta la comprensión de los diablos. Cuando la propuesta se revelaba imposible, el pliego de papel se convertía en el último, y así de ese modo, cada reunión concluía con varios pliegos de cebolla perfectamente desestimados. Una especie de historial de fracasos, que me cuidé de guardar con una devoción impropia de algo tan insignificante, supuse que mi celo obedecía a razones sentimentales.

Muchos diagramas después, uno de los diablos apareció con una propuesta diferente. Las murmuraciones habían llegado lejos, y en una aldea próxima vivía un artesano antiguo, afamado por haber concebido en su taller los mejores entretenimientos para las fiestas. Para todos era un viejo loco, pero nada se perdía por su consejo. Con todos mis diagramas me presenté en el domicilio del viejo, que resultó ser un hombre afable, con un taller abandonado en el patio de su casa, un taller enorme, que guardaba el sabor de tiempos mejores. Me pareció apreciar que la maquinaria, de la que apenas intuía su uso, se encontraba en un estado aceptable, aunque reconozco mi absoluta ignorancia para aventurar un juicio. Por resumir mis impresiones añadiré que el espacio era muy amplio, y que el patio disponía de una zona techada, que albergaba una maquinaria, digamos que misteriosa, y un gran albero que parecía lugar de aparcamiento. Aproximadamente limpio, aproximadamente cuidado.

El viejo, que no lo era tanto, yo diría que frisaba los setenta, aún mantenía una fuerza envidiable. Apartó unos trastos que estorbaban a nuestro paso con una vitalidad impropia de sus años. Me preguntó, con un humor que rozaba la afrenta, a qué debía mi visita, y que si aspiraba a cobrar algún impuesto me hallaba listo, así como otra serie de imprecaciones que omitiré por prudencia elemental. Cuando se serenó y se avino a escucharme, le expliqué mi proximidad a don Justo y la irreflexiva apuesta que había suscrito en mi inconsciencia. El anciano, que nunca me dijo su nombre y del que no recuerdo su aspecto, me confesó que sus desavenencias con don Justo le habían costado su único hijo, y que por este motivo se consideraba su más ferviente admirador. Yo estaba bien informado, su abuelo, su padre, y hasta donde remontaba la memoria, en su familia se habían dedicado a la construcción de carrozas y entretenimientos para las fiestas. En otro tiempo su nombre había sido ampliamente reconocido, aunque ahora, la vejez y la ausencia de herederos que perpetuasen el oficio había devengado en la miseria de acompañaba su otoño. Sus gratitudes hacia don Justo eran muchas, así que colaboraría en mi proyecto.

Le mostré los pliegos de papel cebolla que había traído para explicar nuestras ideas, las de los diablos. El viejo me condujo a una mesa negra, me pareció que de tanta grasa acumulada en otro tiempo, y extendió los pliegos de papel cebolla. La luz era suficiente para el trabajo artesano, y por tanto para la lectura de aquellos toscos diagramas cuyo significado me esforcé en explicar durante al menos una hora. El viejo escuchó pacientemente, interrumpiéndome en algunos pasajes que no parecía comprender, sobre el aspecto y la forma del dragón. Mostró mucho interés al hablarle de las cañas para la estructura y de ruedas para el desplazamiento. Cuando iniciaba el segundo repaso a mis explicaciones, me interrumpió con lo que deseaban escuchar mis oídos. Creo que puedo ofrecerte lo que necesitas, y se levantó para buscar un libro que extrajo de un estante próximo y tocado con el respeto del polvo.

Era un libro que aseguró perteneciente a sus antepasados, por supuesto alguien muy anterior a su abuelo, y que había servido a los suyos durante generaciones. Lo abrió ceremoniosamente y avanzó entre sus hojas hacía un apartado en su mitad, donde se plegaban un grupo de láminas que al exhibirse en su plenitud mostraban dibujos que no supe comprender en una primera impresión. Me explicó que los dragones no eran nuevos en su familia y que ese era el mejor y más difícil, el Dragón Imperial, cuyos planos se encontraban minuciosamente guardados y a mi disposición si me atrevía a confiar en su experiencia. Le pregunté si le habían servido mis esquemas y me respondió que para descubrir lo que necesitaba, aunque de muy poco para resolver mi problema. Atiende, dijo, y procedió a explicarme las ideas esenciales de los planos. Debo reconocer que me entusiasmaron sus palabras, porque parecían anticiparse a mis preguntas. Le pregunté si era realmente posible concretar aquellos planos en la fecha establecida, porque según los dibujos, para la construcción del dragón se requería un ejército de ingenieros del bambú y el papel. Me respondió que todo dependía de cuantos hombres dispusiese. De siete, me apresuré a responder, de siete diablos que ya vendieron su alma. Siete diablos y un viejo serán suficientes para que nazca el dragón.

Los diablos comprendimos que se luchaba contra el tiempo, pero que con disciplina y trabajo se cumplirían los plazos. Me dispuse a simultanear mis ocupaciones del restaurante con mis nuevos oficios, y poco después, apenas se reunieron los materiales, el viejo abrió un fardo de varillas de madera empaquetadas en el patio y asumió la dirección del proyecto. Advirtió que no utilizaríamos bambú, difícil de conseguir y poco adecuado para las máquinas del taller, sino madera para el armazón del esqueleto. Durante varias semanas vivimos atentos a cortar las distintas piezas con la medidas acotadas en los planos, curvando en la horma, puliendo las astillas y aristas, desbastando la madera para simular cada uno de los huesos del dragón, que habrían de ensamblarse al primer intento. Recuerdo virutas y resinas mientras un esqueleto de vertebras de madera se concretaba ante la incredulidad de mis ojos. El saber del viejo se materializó según nuestra ambición tomaba forma en el patio del taller. Una mañana terminamos la pieza final y la anclamos en su lugar, la última vértebra de la cola. El viejo felicitó a los diablos y aseguró que habíamos concluido la primera parte de nuestro proyecto.

Nos aguardaba un laberinto de pasadores y finas cuerdas de seda, que era preciso disponer pacientemente en los lugares señalados por el viejo, que nos perseguía con los planos para corregir o ajustar la posición de un insignificante tensor inadecuadamente situado. El centro neurálgico de aquel laberinto se ubicaba en la cabeza del dragón, donde se había dispuesto de un soporte que mantendría izado al conductor, apenas cómodo sobre un pequeño asiento de madera y confundido por una maraña de cables y anillas que no supe interpretar. Usando un canal abierto entre las vértebras, las distintas sedas llegaban hasta tiradores, flejes, balancines y otro sinfín de ingenios rectores de las fuerzas necesarias para impulsar al dragón. Apurando mucho mis conocimientos podría vanagloriarme de conocer la teoría mecánica de cada una de las piezas que encauzaban las fuerza de los hilos de seda, increíblemente resistentes, pero lo que de ningún modo comprendía era el resultado ofrecido por aquel distribuirse de tensiones en el interior del dragón, ni como podía manejar semejante complejidad un conductor único desde su cabeza. Nos encontrábamos en la parte más delicada del proyecto, según deduje al advertir que durante la noche el viejo probaba su ingenio para corroborar el funcionamiento correcto de la infinidad de dispositivos que movían las articulaciones de su criatura. Cada mañana nos recibía en el patio ante un esqueleto de anguila que lentamente tomaba forma ante nuestros ojos, hasta que un día aseguró que era el momento de empezar con la piel y nos mostró un fardo de telas, recibidas en respuesta a una de mis peticiones de material a don Justo, puntual valedor de todas nuestras exigencias, prueba del interés que despertaba su proyecto.

El viejo confesó que antiguamente los mejores artesanos del papel hubieran proporcionado a la bestia escamas, bigotes, colmillos y ojos fieros de la mejor calidad, pero que ahora nos conformaríamos con telas engomadas y dispuestas con resinas, las mismas utilizadas con la madera, que cubrirían de piel al entramado de varillas que definían el esqueleto. Puede afirmarse que en aquel instante nuestra obra se limitaba a una larga hilera de espinas de pescado, provistas de pasadores y guías para los tendones de seda que dotaban de vitalidad a los distintos fragmentos del cuerpo. Fueron precisas varias capas de tela, hasta formar una piel resistente y flexible al tiempo, que coloreamos con pigmentos igualmente decididos por el viejo, que retocaba nuestras pinturas y nos corrigió hasta que aprendimos a simular escamas y dotarlas del color y brillo requeridos en cada una de las partes de la anatomía del dragón. Lentamente una criatura majestuosa quedó construida en el patio del taller, a la espera de la última muestra del talento del viejo. Supe que me jugaba mucho cuando anunció que requería una semana más y que después don Justo otorgaría su conformidad al proyecto.

Don Justo atendió mis explicaciones con una devoción que solo puede concluirse como pueril, mientras le aclaraba que para la desenvoltura del dragón se requerían tres hombres en su interior, previamente familiarizados con algunos detalles técnicos. En realidad el epicentro que decidía la dirección, velocidad y armonía del conjunto se encontraba inequívocamente en la cabeza triangular, porque las otras dos plazas de conducción, situadas en el interior de un par de protuberancias ubicadas en los lugares designados por los cálculos, tenían una misión meramente estabilizadora. El dragón pecaba de grande y requería acompañar el movimiento dispuesto por la cabeza directora. Aún así, el ingenio era muy liviano, siempre en consideración a su tamaño, por lo que bastaban dos hombres para ayudar a desplazarlo, aunque debían ser suficientemente fornidos, porque sin ser excesivo, el peso era considerable. Estos ayudantes no habían de tomar ninguna decisión, quedando su hacer limitado a levantar la estructura y seguir a la cabeza.

Conduje a don Justo al interior de su emplazamiento en el dragón y le mostré cada uno de los timones y palancas, que eran suaves y fáciles de accionar y servían para crear la ilusión en aquella criatura irreal. Le expliqué cómo habría de sentarse y sujetar los distintos mandos, como disponer sus dedos en los engarces previstos para tal fin, igual que si se tratase de manejar una marioneta, cómo escoger los pedales para acelerar o detenerse, los timones para girar y otros complejos mecanismos que definían la expresión del dragón, quizás lo más demandado por el público. Parecía imposible al principio, pero don Justo pronto comprobaría que los movimientos eran naturales y se aprendían fácilmente. Para corroborar tanta excelencia, el viejo se encaramó al asiento de conducción, alzó las manos hacia dos mandos a mediana altura y dispuso los pies sobre un juego de pedales eficazmente dispuestos a su alcance. Esbozó un leve giro con su brazo derecho y sentimos que se movía la cola del dragón. Don Justo preguntó qué había sucedido y el viejo le explicó que había avanzado una pata, y que sería mejor que saliéramos de la cabina de mando para contemplar el espectáculo desde el patio. Salimos sin más que abrir una trampilla de tela engominada, aún pegajosa por las resinas de su confección, y nos reunimos con los diablos. Advertí a don Justo que debería iniciar su entrenamiento cuanto antes, breve pero imprescindible, según me había confiado el maestro artesano. Rafael y Manuel también deberían participar en las prácticas. Aunque su labor fuese sencilla, convenía que estuvieran habituados en la fecha del desfile, para prevenir inconvenientes.

Los diablos y don Justo nos situamos junto a la pared al fondo del patio, donde nos pareció más cómodo para observar. Reparé en que don Justo parecía preocupado, por sus ojeras y un cierto descuido que advertí en su indumentaria, menos pulcra que en otras ocasiones. Me entretuve en la contemplación de su rostro y me sorprendió que fuera tan anodino. De sus ojos puedo decir que eran acuosos, y su nariz gruesa y algo aplastada, y que de sus orejas brotaba pelo como de sus cejas caspa. Recalé en sus dientes, vagamente amarillentos por el sarro, y continué mi inspección sobre el cabello que se debilitaba ralamente hacia la coronilla, donde trascendía un cráneo rosado y roto por una cicatriz en forma de gancho, supuse que reliquia de una infancia azarosa. Pero lo más significativo era mi desprecio por su aspecto, que había entrevisto casi por casualidad. Por añadir algo más, diré que en general me parecía rústico y desfasado, desprovisto de cualquier atisbo de elegancia y decididamente inscrito en la ordinariez, pero reconozco que mi criterio se debe a una impresión particular, sin duda propiciada por antiguas heridas. Por ser objetivo, reconoceré que había mejorado desde que a su mesa se acomodaban las más ilustres celebridades, vestidas por los mejores modistos y haciendo gala de modales más o menos refinados. En definitiva, la apariencia de don Justo era irrelevante, por mucha corbata de fantasía y mucha chaqueta moderna a juego con pantalones y zapatos que pretendiesen mejorar su detestable aspecto.

El dragón avanzó una pata trasera y la cola se estremeció. Avanzó la otra pata y la bestia se alzó al tiempo que se levantaba del suelo. Sus patas delanteras, también pequeñas, le prestaban un aspecto indudable de reptil, como una serpiente extraña y peligrosa. El rostro del dragón pareció enfurecerse al tiempo que avanzaba hasta nosotros. Se detuvo a unos centímetros de don Justo, pareció contemplarlo un instante y retrocedió hasta ocupar su lugar original, produciendo una impresión hipnótica, como bien apreciamos, cautivados por la suavidad de las evoluciones del dragón y el efecto majestuoso que causaba en el ánimo. Alzó la voz don Justo para pedir que continuase la exhibición, y se escuchó al viejo advertir que lo mejor estaba por llegar. De nuevo se alzó el dragón sobre sus diminutas patas e inició su sinuoso avance. Inesperadamente, una lengua de fuego brotó de sus fauces, enorme, abrasadora, que nos hizo retroceder al unísono. Repitió el dragón su llamarada de fuego y después se detuvo. Inició don Justo unos aplausos y lo secundamos con entusiasmo. Recibimos al viejo con enhorabuenas y felicitaciones por su trabajo, y nos explicó que la manipulación del gas era lo más delicado, aunque en su descripción el sistema era sencillo, lo que mejoraba su eficacia y mérito. Dos bombonas de propano suministraban el combustible adecuado a unos dispersores que lo canalizaban y dirigían a la flama. La duración del desfile exigía renovar periódicamente el gas, que era preferible mantener en el exterior, por prudencia elemental. Durante las pausas del desfile, unos ayudantes se ocuparían de reemplazar las bombonas usadas por otras nuevas, y de guardarlas en una bolsa de red que se había dispuesto según los planos. Aún dificultoso y arriesgado en su concepción de válvulas y aspersores, el circuito del gas era seguro y no cabía el temor. Además, el aliento del dragón bien merecía un esfuerzo.

El resto fue sencillo. Don Justo aceptó el dragón que le ofrecíamos y consintió en que lo acompañáramos en el desfile. Le entusiasmó que danzásemos a su alrededor disfrazados de diablos, es decir, embadurnados con un maquillaje que nos convertía en demonios del averno, oportunamente aderezados con los pertinentes cuernos, las oportunas patas de carnero y las consiguientes máscaras de chivo, que completarían nuestra apariencia y nos pondríamos o quitaríamos a voluntad, según mandasen la fiesta y los acontecimientos del desfile. Don Justo adoptó una expresión sombría, sin duda fruto de un presentimiento inconsciente, y desechó mi propuesta alegando los consabidos motivos de seguridad. Apenas nos cubriríamos con lo imprescindible para contentar la vergüenza, el maquillaje era el mejor vestuario permitido para los diablos, por otra parte más adecuado para la ocasión y los festejos de la primavera. Reímos de la ocurrencia de don Justo, y comprendimos que podríamos bromear durante los ensayos sobre lo ridículos que pareceríamos con aquel atuendo de purpurinas y tatuajes diabólicos sobre la piel granate, pero aceptamos nuestro sacrificio por el éxito de una empresa común, mía en principio pero inmediatamente secundada por mi seis compañeros, y por el artesano, que cobraba protagonismo en la empresa por mérito propios. Los diablos, siete en total, honraríamos de este modo a nuestro promotor. El viejo parecía complacido por el resultado, pero advirtió que aún restaban numerosos detalles, y que la diferencia entre el éxito y el fracaso residía precisamente en esos detalles.

Me ocupé de que las autoridades colaborasen apenas supieron que don Justo contaba con el dragón prometido y requería participar en el desfile, tal y como se había acordado en nuestra apuesta. Se apresuraron los trámites, las pertinentes excepciones y los quehaceres burocráticos, así como el pago de tasas y la asignación del lugar en el desfile, casi en su mitad, entre las carrozas, donde nuestra presencia no pasaría desapercibida. Don Justo hubiera preferido que el dragón abriese el desfile, pero aún así me vi recompensado en mis desvelos cuando aceptó la ubicación asignada y nos apresuró en el trabajo. Aproveché para insistirle en que no descuidara su entrenamiento, porque era preciso cumplir todas las expectativas y sellar las bocas que habían murmurado sobre su incapacidad para llevar a buen puerto una empresa tan precipitada. No habían contado con sus amigos, y así se lo hice saber en un arrebato de confianza, que conocían su lucha por el progreso del barrio, y encontraban paz en su autoridad y justicia en su ira, magistralmente aplicada por los siameses gigantes, valedores de la concordia en nuestra próspera sociedad. Don Justo pareció complacido de mi reconocimiento, y supe que rebosaba de confianza e ilusión ante el futuro que se abría a sus aspiraciones. Realmente, habría un antes y un después de aquel desfile.

Los siete diablos danzaríamos y correríamos alrededor del dragón, que asumiría el protagonismo absoluto de la fiesta. Don Justo me confesó que esperaba una carroza descubierta, pero insistí en que una carroza descubierta jamás superaría la ventaja de mantenerse oculto y permitir que todos comprendieran quien era el alma de ese dragón que se abalanzaba hacia las primeras filas. Describí la escena con los espectadores retrocediendo alborozados, reconociéndolo como el alma del ingenio que, un instante después, vomitaba una llamarada que enardecía aún más el reconocimiento de las gentes. Una campaña de publicidad, convenientemente orquestada y dirigida al gran público serviría para que el nombre de don Justo no cayese en el olvido y que cuantos contemplasen el dragón supiesen a quién debían su fortuna.

Se sucedieron los días, entretenidos en adiestrar al dragón, que para entusiasmo de don Justo resultó tan fácil como había prometido el viejo. En apenas una semana se desenvolvía con la soltura necesaria para que los desplazamientos fuesen gráciles. Rafael y Manuel, en sus posiciones a mitad del largo cuerpo del dragón, se limitaban a acompañar los impulsos trasmitidos a la cola por los huesos articulados, lo que muy pronto ejecutaron instintivamente. A veces me encaramaba al dragón y subía hasta cualquiera de las protuberancias gibosas que ocultaban a Rafael y Manuel, prendidos a los mondadientes que barajaban entre sus labios, y me entretenía en distraer sus miradas negras, obsesivas, fijas tras la cabeza que guiaba sus evoluciones. Les ofrecía un refresco para mitigar el calor y ellos respondían con un gruñido que mostraba sus dientes de oro, sin apartar la vista del norte que guiaba sus pasos. Luego corría y trepaba a la cabeza hasta alcanzar la ranura tras la que se encontraba don Justo, y le ofrecía conversación, porque superadas las primeras etapas del aprendizaje, era preciso que el conductor se acostumbrara a las distracciones. Convenía habituarlo a lo que sucedería más adelante en el desfile.

Por último acometimos los últimos ensayos, que el viejo previno especialmente difíciles. No le faltó razón, porque incluyeron bengalas, antorchas, cohetes y pólvoras varias, como se había concebido desde el principio, porque jamás se vio dragón sin fuego, lo más importante, lo esencial en el espíritu de los dragones. El espectáculo de la bestia envuelta en las centellas y el humo era mágico. Los diablos bailamos alrededor del dragón e intentamos acompasar nuestra danza a sus llamaradas, que obedecían las órdenes de don Justo con una armonía y belleza como hubiera parecido imposible poco antes. Durante una hora diaria nos movimos por el patio del taller, retorciéndonos sobre nosotros mismos en espirales, en círculos iniciáticos que simulaban lo que nos esperaría muy pronto.

Llegó el día señalado y desde primera hora nos preparamos para el acontecimiento. Rafael, Manuel y don Justo por último, se introdujeron en sus posiciones dentro del dragón. Los espacios reservados a Rafael y Manuel se habían ampliado para encajar su corpulencia, pero continuaban siendo meros huecos cilíndricos que se introducían en el interior de las jorobas que el dragón mostraba desde el exterior, cubiertas por un mar de escamas amarillas y flanqueadas por bengalas de chispas irisadas. El visor procuraba un horizonte amplio y comodidad para las maniobras de conducción. Su cometido era sencillo, seguir los pasos del jefe. Para don Justo era más difícil. Se encontraba embutido en un cilindro de similares dimensiones a los ocupados por sus hombres, pero su posición era más incómoda y rígida, porque los mandos le restaban movilidad. Sentado en su taburete y enmarañado entre hilos como si se tratase de un muñeco, no parecía muy cómodo, pero se contentaba con el entusiasmo de saberse el alma del dragón. También colaboraba su postura erguida y más próxima al techo del cilindro, tanto que parecía suspendido en la nada, con las manos en los mandos y los pies en los pedales. A cambio de la incomodidad, su visión del espectáculo era mejor, porque se precisaba una conciencia amplia de los diversos incidentes, requisito imprescindible para una conducción adecuada. Pese a la dificultad, don Justo parecía entusiasmado por haberse convertido en el dragón.

Los siete diablos aguardamos a que don Justo tomara la iniciativa. El dragón avanzó una de sus patas delanteras y el público retrocedió. Parecía de verdad, el efecto era tan armónico y grácil que desprendía una sensación de certeza. Algunos niños de las primeras filas lloraron asustados por la magnificencia de la bestia, sus padres se apresuraron a tranquilizarlos, solo era don Justo para el disfrute de los espectadores. Resonaron las expresiones de admiración, porque la bestia ofrecía no sólo gracilidad y armonía en su movimiento, sino también un efecto tibio, de visión neblinosa. Las escamas de su piel, tan polícromas y luminiscentes, confundían la mirada con un vaho que le imprimía un halo de leyenda mitológica y visión fugaz. Resonaron los aplausos por encima de la música del desfile y los diablos encendimos nuestras antorchas. Dimos algunas vueltas, prendimos las luminarias que acompañaban al dragón, estratégicamente situadas en engarces de metal que evitaban la amenaza de su fuego y las convertían en un complemento decorativo imprescindible. Tuve que reconocer la maestría del artesano, el dragón era verdaderamente imperial, y don Justo, tras su visor, gozaba siendo el centro del desfile. Los diablos nos encargábamos de repartir obsequios en su nombre. No tan grandes y esplendorosos como los arrojados desde las carrozas que nos precedían o las que iban tras nosotros, sino presentes modestos y discretos, con el sencillo nombre del patrocinador, don Justo, que los destinatarios de los obsequios y quienes deseaban compatir su fortuna coreaban para deleite de nuestro benefactor, que con certeza escuchaba el clamor de su nombre entre la multitud.

Se sucedieron las calles, angostas o amplias, abarrotadas siempre de público, a veces con sillas volcadas por el alboroto y la exageración de los asistentes, que indefectiblemente retrocedían ante el dragón gigantesco y tan liviano que doblaba la curva e invadía el espacio con su presencia desaforada y terrible. Superado el primer temor se reparaba en la mirada cruel, los bigotes preciosos, las garras azuladas y esa cola gibosa y enorme que se movía tras la cabeza como una escolopendra dañina y repulsiva. Don Justo, consciente de su protagonismo, detenía un instante el dragón y lo articulaba con una destreza y ferocidad tan inquietantes que incluso yo sentía una vaga angustia. Después la bestia se replegaba sobre sí misma y los diablos ampliábamos el hueco frente a la multitud hasta que se definía un perímetro seguro. Entonces don Justo vomitaba una gigantesca llamarada de fuego que se deshacía en la noche fresca con un recalentarse de la brisa y el olor a gas quemado. Resonaba el silencio de no saber que había sucedido mientras el fragor terrorífico de las llamas se disolvía en la nada y se mantenía la indecisión, un atisbo de miedo quizás. Los diablos jaleábamos y atraíamos el interés del público, que reconocía el mérito del engaño.

Estallaban los vítores y aplausos de la multitud, ya enfervorizada por los regalos y el fuego de las carrozas anteriores, que veían en el dragón la sublimación del espectáculo, el tiempo indeleble al que seguirá el devenir de las demás carrozas. Quedará ese instante, ese dragón perdido en la memoria, que engrandecería su nombre para siempre. Así se lo hice saber a don Justo en mi primera visita a su visor en la cabeza triangular del dragón, sobre la que me encaramé sorprendiéndome a mí mismo de mi agilidad. Sin duda tanta destreza se debía a la excitación del desfile. Entretanto, siempre atentos al eco del ambiente, los diablos nos ocupábamos de resaltar nuestro protagonismo con espantamonjas, revientavacas, apretones y otros ingenios pirotécnicos aún de peor catadura. Estallaba entonces un refulgir de chispas y luces, y el dragón se retorcía antes de precipitarse sobre las primeras filas, como la criatura aterradora que era y a quien todos debían temer.

El dragón amagaba, interrumpía su ataque, suavizaba su furor hasta convertirlo en una melosa cadencia y resbalaba sinuosamente sobre los espectadores, hasta escoger a un niño, con quien jugaba con meliflua insistencia, bromeando e incitándolo a acariciar sus bigotes o sus garras. Desde que había adquirido seguridad en el manejo del dragón, en la destreza instintiva de sus manos y pies y en la expresividad que le brindaban los resortes y controles suplementarios para dominar el articulado fino de la máquina, don Justo se entretenía en jugar con los niños, debo reconocer que por indicación mía, que me había tomado la confianza de sugerirle que esa sencilla espontaneidad solo podía reportar beneficio a sus legítimas aspiraciones. El éxito del recurso estaba garantizado, el rostro amable del dragón sería tanto más efectivo cuanto que un instante antes había sido aterrador. La prueba era concluyente, los niños reían y los adultos jaleaban con alborozo los embates de la bestia. El nombre de don Justo se repetía sin cesar, los diablos bailábamos y danzábamos alrededor del dragón.

En el primero de los descansos, apenas cinco minutos que entretendríamos al público con nuestras danzas y juegos, uno de los diablos se introdujo en el interior del dragón, para interesarse por el bienestar de don Justo y satisfacer cualquier dificultad sobrevenida o una urgencia que requiriese socorro. Regresó con el encargo de refrescar el interior del dragón, que parecía recalentado por el calor de los fuegos exteriores y sin duda por el esfuerzo de manejar los muchos mandos y desenvolverse en un espacio tan escaso. Por lo demás, don Justo se encontraba bien, sólo precisaba un refresco, por supuesto enriquecido con el orujo de roca que consumía habitualmente en mi local, porque el agua simple no era apropiada para un festejo tan grande. Vertió colonia sobre las paredes interiores del receptáculo, que olían demasiado a las resinas que se emplearon en soldar las telas, enjugó el sudor de don Justo y lo refrescó igualmente con un pañuelo impregnado en perfume, con tanta eficacia en su prescripción, que don Justo se sintió aliviado y declaró estar dispuesto para la siguiente etapa. El diablo retiró las bombonas gastadas de gas, que tanta vitalidad prestaban al fuego del dragón, e insertó otras nuevas en su lugar. Rafael y Manuel no requirieron cuidado alguno, porque su superior fortaleza era inmune a los inconvenientes. Tomaron sendos refrescos, oportunamente enriquecidos con orujo de roca, para que también participasen en la fiesta. Se encontraban bien y no requerían los cuidados de su jefe.

Bajo las órdenes de los directores del desfile, las carrozas y atracciones serpentearon por el dédalo de las calles, en un circuito minuciosamente concebido por las autoridades. Distintos barrios, distintas costumbres, distintos modos de concebir una misma ciudad. Los humos de la fiesta endulzaban la noche, las carrozas repartían su carga de juguetes y golosinas para todos, sin más que alzar la mano y atrapar cualquiera de los obsequios que se arrojaban para un gentío que se abalanzaba, que rugía, que disputaba cada pelota y cada cartón, cada juego de cacerolas infantiles, cada plástico brillante y cada insignificancia que las carrozas arrojaban para desatar el entusiasmo de las gentes. Como siempre había sido el espectáculo de las multitudes. Se produjeron avalanchas y se asaltaron carrozas, pero todos retrocedieron ante el dragón, con su pálpito de fuego, sus ojos incandescentes y sus escamas reflectantes, que repartían la luz de ese modo tan extraño pero sin embargo vistoso. El dragón pasaría a la historia por su elegancia y belleza.

En las siguientes paradas, al tiempo que los diferentes demonios refrescaban a don Justo, vaciaban aerosoles perfumados para aplacar el olor de las resinas y esparcían esencias que purificaban la atmósfera viciada por el humo exterior, yo me encaramaba sobre la cabeza del dragón y llegaba hasta el visor para preguntar a don Justo si prefería un refresco enriquecido, algo de comer, ambas cosas, un cubo para aliviar sus necesidades o más esencias perfumadas. Mientras tanto, otro diablo sustituía las bombonas de gas que inflamaban la voz del dragón y disponía las usadas en la bolsa de red, frente a don Justo, para que las vacías no cayesen en el olvido. Por mi parte, me mantenía atento al quehacer de los diablos y al ambiente de la calle, al que nos debíamos como comparsas del espectáculo de don Justo, que sería un personaje célebre desde esa misma noche. También era preciso mantener la atención en el director del desfile, que nos indicaba cuando era preciso reanudar la marcha. Debo decir que el público estaba entusiasmado con nuestra actuación.

Casi al final del recorrido pasamos por la calle natal de don Justo, que se había incluido en el itinerario por una petición que los diablos habíamos cursado a las autoridades, comprensiblemente obligadas por nuestra solicitud. Se había adornado con farolillos rojos, para honrar la presencia del hijo pródigo que regresaba al barrio que lo había visto nacer. Me tocó a mí asistir a don Justo, en calidad de último diablo, y lo atendí en el modo que ya era la costumbre. Enjugué su sudor, le ofrecí su refresco y vaporicé a su alrededor éteres para aliviar los olores del cartón y la pólvora. Después retiré las bombonas de gas, las sustituí por otras nuevas y arrojé las gastadas al cesto de red que había recogido las bombonas anteriores.

Por entretener la espera de don Justo, ya no sobre la cabeza del dragón, frente al visor, sino mientras lo contemplaba embutido en sus palancas, resortes y timones, le recordé el día que nos conocimos, con su visita a mi establecimiento y lo ingenuo que fui, y cuando regresaron sus sicarios y me expusieron con preclaros argumentos cuál era su sentir respecto a las discrepancias que enturbiaban nuestra sociedad. Aproveché para expresarle mi gratitud por lo mucho que me honraba con su benevolencia. Después, atendiendo a una señal de los otros diablos, don Justo se acopló a los controles, mientras yo me despedía deseándole suerte en esta etapa final de su viaje. Esbocé una reverencia, levanté la lona de acceso a la cabeza del dragón y encontré una bengala encendida, que cualquier diablo habría dejado allí por casualidad. Entonces, por apartar de mí el humo que me sofocaba, arrojé la bengala lejos, tan fuerte como pude, con tal azar que fue a caer en el cesto de las bombonas desechadas, casualmente a mi alcance.

Don Justo intentó desprenderse de los mandos para atrapar la bengala que agonizaba entre las bombonas vacías del gas, y fue cuanto alcancé a vislumbrar en mi última mirada, porque ya me encontraba fuera del dragón, que al sentirme ajeno a su cuerpo vomitó una espantosa llamarada y al instante reventó en un mar de fuego. Los diablos retrocedimos espantados por el calor sofocante, después nos acercamos y de nuevo retrocedimos porque el incendio se había declarado y la cabeza del dragón ardía con un vigor incontenible. Las resinas, los cartones y las maderas finísimas y tan bien trabajadas se habían inflamado al unísono y todo se redujo a un horror de estallidos y gentes que corrían. Los diablos nos detuvimos donde el ardor era soportable y esperamos mientras el dragón se consumía en un remolino incandescente. Pronto solo quedaron los gritos y el olor de las cenizas en la noche, unas cenizas que revoloteaban aún, convertidas en brasas candentes.

Nada pudo hacerse ante una desgracia tan grande, más que velar a los difuntos y pedir por el pronto olvido de los dolientes, que no fueron muchos, ninguno, dicho sea sin ánimo de ofender. Las autoridades coincidieron en la imprudencia de don Justo al participar en el desfile con un dragón tan peligroso, y los noticiarios publicaron las pertinentes esquelas y condolencias. La policía investigó poco, porque no era conveniente difundir la desgracia y restar visitantes a los festejos venideros. Me interrogaron cuanto quisieron, hasta concluir que fue un accidente fácil de evitar con mejor seguridad. Regresé a mi plácida existencia en el restaurante de la plaza y viví una fortuna inesperada.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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