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viernes, 28 de junio de 2013

La ballena

Aquí abandono un cuento que me ha parecido triste. Lo escribí en una tarde de penas y vientos. Creo que se lo dedico a Rosa, que pasea bajo la lluvia.


En algún lugar del mar, en un archipiélago diminuto, en una isla aún más diminuta, vive un hombre que distingue a las ballenas por su modo de respirar en la distancia. Trabaja en un faro y vive en un faro. Su vida transcurre sobre una atalaya de la costa escarpada, al extremo de una isla pequeña, un lugar donde apenas alcanzan los pájaros y la sinuosa carretera que serpentea al otro lado de la montaña. El paisaje es amplísimo y soberbio, se divisa el fondo de la tierra como una curva donde se unen dos azules implacables. El azul profundo del océano y otro azul más pálido y tenue, que corresponde al aire de los seres que respiran. Matías ve más, mucho más. En esa lejanía monótona, distingue puntos de luz blanca que vagabundean y se mueven despacio. Son ballenas y Matías busca a una ballena. Desafortunadamente para Matías, su ballena es igual a otras muchas. Matías la encontró muchos años atrás, cuando había embarcado en un bote con otros treinta hombres. Su padre era el patrón y dueño del barco, quien dirigía el esfuerzo de los remeros y vislumbraba las maniobras de acercamiento. Durante casi dos horas, habían perseguido aquella ballena a través de un mar arisco y salvaje. El tiempo había empeorado desde que se iniciara la lucha. El cielo ahora era gris y las aguas desprendían olores de espuma y lodo de las profundidades. La ballena, que era enorme para su juventud, se había mostrado esquiva y casi astuta. Los arponeros no habían encontrado su cuerpo, porque se sumergía y escapaba a la persecución. Por momentos había parecido que alumbraba instinto y pretendía el contacto del bote. Cuando se aproximaba por sorpresa, el aire esparcía su olor de bestia enorme. En el decir de los compañeros de remo, con su ascenso arrastraba el fondo de los mares, porque su llegada se envolvía con el olor de los crustáceos y las algas. También, al aproximarse tanto, las cicatrices de su cuerpo atraían todas las miradas. Era un instante fugaz, apenas unos segundos. Todo temblaba con violencia, y muy pronto aquel ser gigantesco se desvanecía en la sombra de las aguas profundas, lejos de la codicia de los arponeros. Como un marinero más, aunque era el hijo del dueño, Matías luchaba con los remos cerca del timón. Pendiente de la soga de reata, que podía tensarse en cualquier instante y arrancarle una mano o una pierna. También recuerda Matías que sintió un regusto que vislumbraba como el eco de una profecía. Un destello de abismos, de lugares que servían a la ballena para atrapar su sustento merced a sentidos arcanos y olvidados. Lo inevitable sucedió pronto. La ballena fijó su presa y bastó un golpe formidable para desatar el destino. Un colosal estruendo que todo lo rompía en un vendaval de caos y destrucción. Espuma y aire desplazado, astillas de madera que sobrevivían del bote lanzado hacia las alturas.

Después agua. Sólo agua y una superficie brillante que se alejaba veloz. Comprendió que se había enredado con un cabo y la ballena lo arrastraba en su huida hacia la oscuridad. El sol se tornó difuso, marchito. Los colores cambiaron. Más opacos más tristes, quizás menos dulces. Todo quedaba atrás, perdido en una luz cada vez más tenue, mientras Matías sentía que su pecho estallaba en un sin aire de agonía. Perdió el sentido y despertó en una cama, rodeado de gentes extrañas. Sus rostros parecían amigos, pero hablaban una lengua incomprensible. Lo asaltó el miedo y buscó sus ataduras para liberarse y escapar. Un esfuerzo que despertó la sorpresa de los espectadores y su sentido del ridículo. Trató de serenarse, pero apenas consiguió parecer calmado. Sabía reconocer una situación desfavorable, su padre siempre insistía en el valor de la prudencia. Se preguntó por su padre y los marineros del barco. En un instante recordó el naufragio y supo que las corrientes y el azar lo habían transportado hasta una costa lejana. Entretanto, la gente hablaba en una lengua tan extraña que ni siquiera parecía responder a la evidencia de los gestos. Eran sonidos que cacareaban o se estremecían sin fundamento. De repente se adelantó alguien, una mujer joven, que le habló en una lengua que tampoco era la suya, pero que balbuceaban en numerosos puertos francos que le habían servido de sosiego en algunas aventuras marineras, lejos de la vigilancia de su padre y de las habladurías del pueblo. La mujer le explicó que lo encontraron en la playa, como un fardo roto y amenazado por una mar tan arbolada que desprendía el olor de las profundidades. También habían llegado otros muchos restos a la playa, pero nada que recordase a un navío grande ni pequeño. Allí la mar dejaba muchos restos y sabían reconocer las desgracias. Tampoco daban fe de qué tierra venía, porque no se vislumbraban tierras cercanas ni se conocía más mundo que el de las islas, que aunque grande, tampoco lo era tanto.

Para Matías todo fue turbio desde entonces. Un desvanecerse de las cosas, como el huir de una lejanía cada vez más borrosa. Aún confundido por la niebla de los recuerdos, Matías aprendió los rudimentos de una lengua que absorbía con la facilidad de los desterrados para siempre, con el diccionario de los puertos francos, que lo asistió con los primeros escarceos de su nueva vida. Costumbres, hábitos y rutinas, amigos que la necesidad y el destino le impusieron lentamente. Encontró mujer y trabajo porque todavía era joven y su saber de ballenas y de barcos le ofreció un porvenir de sacrificios. Hasta que la mujer murió y él quedó para vivir en aquel faro desde donde se avistaban las ballenas y se prevenía a los patrones de los navíos para turistas. Allí, en una localización precisa, Matías señalaba con la voz de la radio del faro, y hacía allí se atropellaban los patrones, con su cargamento de gentes impacientes y curiosas. Casi los mismos turistas que un día llegaron por sorpresa, para después llegar más y más, con sus historias de tierras lejanas y su inundar de voces y de risas las tardes de domingo. Ahora, tras muchos años de organizar negocios y flotas de barcos, los patrones atendían la señal de Matías para conducir a los turistas al encuentro de ballenas jorobadas, acaso rorcuales o cachalotes que despertarían su admiración y sorpresa. Los turistas llegaban tímidamente al principio, con sus máquinas fotográficas y otros artilugios aún más modernos. Después llegaron en tropel, siempre hablando esa jerga portuaria que él había escuchado en la vorágine de los amaneceres piratas, entre las hembras asalariadas que lo pusieron en el mundo del hombre, justo la noche antes de que embarcara con su padre y encontrase la ballena que se lo arrebató todo y lo sumergió hacia un abismo insondable y negro. Turistas que a veces llegaban hasta el faro, con sus sombreros de colores arrebatados, sus anteojos de sol y su sonrisa de gentes sin ocupación. Siempre bulliciosos, siempre obedientes, perdidos en la curiosidad de tocar y remover lo que no era suyo.

A Matías aún le gustan los días de invierno, porque los turistas desaparecen con la mar brava y montañosa. Sube entonces al extremo de su atalaya. Con las puertas bien cerradas y el mundo bien distante, busca desde las alturas, con la vista clavada en la curvatura entre la tierra y el aire. Busca donde todo se pierde en un horizonte confuso, donde las formas son humos en la distancia. Porque más allá de las miradas, una ballena respira con su fumarola de vapores blancos, que Matías reconoce como la luz de un pasado que le arrebata el recuerdo de su padre, de los marineros muertos, de su vida tan perdida y tan lejana.

Blas Meca, con licencia Creative Commons

4 comentarios:

Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).